INICIO CRONOLOGICO DOCUMENTOS ESCRITURA CONCILIOS PAPAS AUTORES LUGARES MATERIAS EDICIONES
EDITORES

[0878] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA DEFENSA DE LOS VALORES FUNDAMENTALES DE LA FAMILIA

Del Discurso Sia lodato Gesù Cristo!, en la plaza Vittorio, de Turín (Italia), 13 abril 1980

1980 04 13 0006

6. ¡Que el trabajo no disgregue la familia! No podemos dejar de pensar en esa Sagrada Familia de Nazaret, en la que el Verbo, Hijo de Dios y de María, se ejercitó en el trabajo humano, bajo la dirección vigilante y afectuosa del hombre que hacía las veces de padre, San José –patrono de trabajadores–; ante la mirada de la Madre, Virgen Inmaculada, atareada también Ella en las humildes obligaciones que las atrasadas condiciones de aquellos tiempos dejaban a las mujeres. Cristo niño fue acariciado por las rudas manos de un artesano. Y fue él también obrero, en un misterio de abajamiento que llena el alma de estupor infinito. Si nos preguntamos qué hizo el Hijo de Dios en la tierra durante su vida, durante la mayor parte de su vida, en los treinta años de su vida, tenemos que decir que hizo el trabajo de un obrero, de un carpintero, de uno de nosotros.

¿Cómo no mirar hacia esa Familia, en la que la Iglesia y su liturgia ven la protectora de todas las familias del mundo, sobre todo de las más humildes, de las más escondidas, de las que ganan el pan de cada día con el sudor y entre fatigas sin cuento? Queridos turineses: que la Sagrada Familia conserve intactos los grandes valores de vuestro apego, de vuestro amor, de vuestra estima por la familia. La familia no solamente es “la primera y vital célula de la sociedad” (Apostolicam actuositatem, 11), sino sobre todo “santuario doméstico de la Iglesia” (ibid.), más aún, “Iglesia doméstica” (Lumen gentium, 11). Así la ha definido el Concilio; y así debe seguir siendo para vosotros, forja de virtudes, escuela de sabiduría y paciencia, primer santuario donde se aprende a amar a Dios y conocer a Cristo, fuerte defensa contra el hedonismo y el individualismo, cálida y afable apertura hacia los demás. Que, por el contrario, no sea un desierto de almas, un casual encuentro de caminos divergentes, una fonda o –Dios no lo quiera– un simple refugio para comer o descansar y, después, dejarse llevar cada uno por su propia suerte. No; yo encomiendo cada una de vuestras familias a Jesús, María y José, para que, con su ayuda, podáis custodiar siempre esos valores que, nacidos y conservados precisamente en vuestras familias, han hecho estable –más aún, envidiable– el civil florecimiento de vuestra ciudad. Y repito otra vez: he hablado de la familia, he hablado con un lenguaje cristiano, teológico; pero me pregunto, pregunto de nuevo a todos, si los valores esenciales de los que se habla, de los que se trabaja, de los que nos preocupamos no son los que nos unen a todos. ¿Quién puede dejar de pedir a la familia humana que sea una auténtica familia, una auténtica comunidad donde se ama permanentemente al hombre, donde se ama siempre a cada uno por el solo motivo de que es un hombre, esa cosa única, irrepetible, que es una persona? Unámonos todos en la defensa de estos valores y en la búsqueda de su promoción. Unámonos todos. Son los factores humanos los que nos unen a todos, y si yo hablo de estos valores con mi lenguaje apostólico, estoy convencido de que todos me comprenden; de que todos comprenden el verdadero significado, el profundo significado humano de esta preocupación, de este deseo, de este auspicio que quiero dejar a todos, a todo Turín, a cada una de las familias de Turín y a toda vuestra comunidad. Gracias, gracias a todos por este consuelo que me proporcionáis, por este aliento a vivir todavía. Gracias.

[Enseñanzas 6, 622-623]