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[0942] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA DEFENSA DE LA VIDA Y DE LA INSTITUCIÓN FAMILIAR

Del Discurso Je mesure toute l’importance a los representantes del Mo   vimiento Internacional de Juristas Católicos, 10 noviembre 1980

1980 11 10a 0005

5. Quisiera ahora proponeros una última reflexión. La Declaración de los Derechos del Hombre y la Convención Europea se refieren no sólo a los derechos del hombre, sino también a los derechos de las sociedades, comenzando por la “sociedad familiar”.

El reciente Sínodo de los Obispos, como sabéis, ha estudiado de modo preciso la “Misión de la familia cristiana en el mundo contemporáneo”. La Convención Europea, por su parte, ofrece algunas valiosas indicaciones sobre este tema, comenzando por el artículo 2: “El derecho de toda persona a la vida es protegido por la ley. La muerte no puede ser infligida a nadie intencionalmente, salvo en ejecución de una sentencia capital pronunciada por un tribunal, en el caso en que el delito sea castigado con esa pena por la ley”. Y el artículo 8 añade: “Toda persona tiene derecho al respeto de su vida privada y familiar, de su domicilio y de su correspondencia”, mientras que el artículo 12 precisa: “A partir de la edad núbil, el hombre y la mujer tienen derecho a casarse y fundar una familia según las leyes nacionales que rigen el ejercicio de ese derecho”. Esos tres artículos expresan una actitud firme en favor de la vida, así como de la autonomía y de los derechos de la familia, asegurando una rigurosa defensa jurídica de esos derechos.

Pero en la línea de la afirmación de la prioridad de la familia, me parece importante subrayar la disposición del artículo 2 del “Protocolo adicional”, que dice así: “Nadie puede ver rechazado su derecho a la instrucción. El Estado, en el ejercicio de las funciones que asumirá en el campo de la educación y de la enseñanza, respetará el derecho de los padres a asegurar esa educación y esa enseñanza conforme a sus convicciones religiosas y filosóficas”. Esa afirmación excluye cualquier restricción de orden jurídico o económico o toda presión ideológica que impida el derecho sacrosanto de los padres a ejercerlo, y al mismo tiempo induce a la familia a asumir su papel educativo, en su propio seno y en la comunidad civil que debe reconocerle explícitamente esa función original, como “sociedad que goza de un derecho propio y primordial” (Cfr. Dignitatis humanae, 5).

La Iglesia está convencida de que la familia se encuentra inserta en una sociedad más amplia en la que se mueve y hacia la cual tiene responsabilidades. Pero la Iglesia afirma y sostiene también el derecho que todo hombre tiene de fundar una familia y de defender su vida privada, así como el derecho de los esposos a la procreación y a la decisión concerniente al número de sus hijos, sin constricción indebida por parte de la autoridad pública, y el derecho de educar a sus hijos en el seno de la familia (Cf. Gaudium et spes, 52 y 87). La Iglesia exhorta a todos los hombres a que vigilen para que “se tengan en cuenta, en el gobierno de la sociedad, las necesidades familiares en lo referente a vivienda, educación de los niños, condiciones de trabajo, seguridad social e impuestos, y se ponga enteramente a salvo la convivencia doméstica en la organización de las emigraciones” (Apostolicam actuositatem, 11). La promoción de la familia, como célula primera y vital de la sociedad y, por tanto, como institución educativa de base, o, por el contrario, la disminución progresiva de sus competencias e incluso de los deberes de los padres, dependen en una gran parte del proyecto social influido por las ideologías y concretado en ciertas legislaciones modernas, las cuales llegan a estar en contradicción evidente con la letra de los derechos del hombre reconocidos por los documentos internacionales solemnes, como la Convención Europea de los Derechos del Hombre.

Entonces se impone necesariamente el deber de someter las leyes y los sistemas a una continua revisión desde el punto de vista de los derechos objetivos e inviolables del hombre.

Es de desear, a fin de cuentas, que todo programa, todo plan de desarrollo social, económico, político, cultural de Europa ponga siempre en primer lugar al hombre con su dignidad suprema y con sus derechos imprescriptibles, fundamento indispensable de progreso auténtico.

Con este espíritu me complazco por los intercambios en profundidad que vuestro coloquio os habrá permitido tener. Y formulo mis mejores votos para que este encuentro sirva para ayudar mejor a todos los participantes a que realicen, según sus responsabilidades, los objetivos que han sido puestos de relieve, trátese del hombre, de la familia o del Estado. Que Dios os asista en esa noble tarea, mientras os bendigo de todo corazón.

[Enseñanzas 8, 770-771]