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[0950] • JUAN PABLO II (1978-2005) • TENSIÓN ENTRE CARNE Y ESPÍRITU EN EL CORAZÓN DEL HOMBRE

Alocución Vogliamo oggi, en la Audiencia General, 17 diciembre 1980

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1. “La carne tiene tendencias contrarias a las del Espíritu, y el Espíritu tendencias contrarias a las de la carne”. Queremos profundizar hoy en estas palabras de San Pablo, tomadas de la Carta a los Gálatas (5, 17), con las que la semana pasada terminamos nuestras reflexiones sobre el tema del justo significado de la pureza. Pablo piensa en la tensión que existe en el interior del hombre, precisamente en su “corazón”. No se trata aquí solamente del cuerpo (la materia) y del espíritu (el alma) como de dos componentes antropológicos esencialmente diversos, que constituyen desde el “principio” la esencia misma del hombre. Pero se presupone esa disposición de fuerzas que se forman en el hombre con el pecado original y de las que participa todo hombre “histórico”. En esta disposición, que se forma en el interior del hombre, el cuerpo se contrapone al espíritu y fácilmente domina sobre él (1). La terminología paulina, sin embargo, significa algo más: aquí el predominio de la “carne” parece coincidir casi con la que, según la terminología de San Juan, es la triple concupiscencia que “viene del mundo”. La “carne”, en el lenguaje de las Cartas de San Pablo (2), indica no sólo al hombre “exterior”, sino también al hombre “interiormente” sometido al “mundo”3, en cierto sentido, cerrado en el ámbito de esos valores que sólo pertenecen al mundo y de esos fines que es capaz de imponer al hombre: valores, por tanto, a los que el hombre, en cuanto “carne”, es precisamente sensible. Así, el lenguaje de Pablo parece enlazarse con los contenidos esenciales de Juan, y el lenguaje de ambos denota lo que se define por diversos términos de la ética y de la antropología contemporánea, como, por ejemplo: “autarquía humanística”, “secularismo” o también con un significado general, “sensualismo”. El hombre que vive “según la carne” es el hombre dispuesto solamente a lo que viene “del mundo”: es el hombre de los “sentidos”, el hombre de la triple concupiscencia. Lo confirman sus acciones, como diremos dentro de poco.

11 / 2. “Paul never, like the Greeks, identified ‘sinful flesh’ with the physical body...

Flesh, then, in Paul is not to be identified with sex or with the physical body. It is closer to the Hebrew thought of the physical personality –the self including physical and psychical elements as vehicle of the outward life and the lower levels of experience.

It is man in his humanness with all the limitations, moral weakness, vulnerability, creatureliness and mortality, which being human implies...

Man is vulnerable both to evil and to good; he is a vehicle, a channel, a dwellingplace, a temple, a battlefield (Paul uses each metaphor) for good and evil.

Which shall possess, indwell, master him –whether sin, evil, the spirit that now worketh in the children of disobedience, or Christ, the Holy Spirit, faith, grace– it is for each man to choose.

That he can so choose, bring to view the other side of Paul’s conception of human nature, man’s conscience and the human spirit”(R. E. O. WHITE, Biblical Ethics, [Exeter, Paternoster Press, 1979] pp. 135-138).

2. La interpretación de la palabra griega sarx, “carne”, en las Cartas de Pablo depende del contexto de la Carta. En la Carta a los Gálatas, por ejemplo, se pueden especificar, al menos, dos significados distintos de sarx.

Al escribir a los Gálatas, Pablo combatía contra dos peligros que amenazaban a la joven comunidad cristiana.

Por una parte, los convertidos del judaísmo intentaban convencer a los convertidos del paganismo para que aceptaran la circuncisión, que era obligatoria en el judaísmo. Pablo les echa en cara que “se glorían de la carne”, esto es, de poner la esperanza en la circuncisión de la carne. “Carne”, en este contexto (Gál. 3, 1-5, 12; 6, 12-18), significa, pues, “circuncisión”, como símbolo de una nueva sumisión a las leyes del judaísmo.

El segundo peligro, en la joven Iglesia gálata, provenía del influjo de los “pneumáticos”, los cuales entendían la obra del Espíritu Santo más bien como divinización del hombre que como potencia operante en sentido ético. Esto los llevaba a infravalorar los principios morales. Al escribirles, Pablo llama “carne” a todo lo que acerca al hombre al objeto de su concupiscencia y le halaga con la promesa seductora de una vida aparentemente más plena (cfr. Gál. 5, 13-6, 10).

La sarx, pues, “se gloría” igualmente de la ley como de su infracción, y en ambos casos promete lo que no puede mantener.

Pablo distingue explícitamente entre el objeto de la acción y la sarx. El centro de la decisión no está en la “carne”: “Andad en el Espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia de la carne” (Gál. 5, 16).

El hombre cae en la esclavitud de la carne cuando se confía a la “carne” y a lo que ella promete (en el sentido de la “ley” o de la infracción de la ley).

Cfr. E. MUSSNER, Der Galaterbrief, Herders Theolog. Kommentar zum NT, IX (Friburgo, Herder, 1974) p. 367; R. JEWET, Paul’s Atrhropological Terms. A Study of Their Use in Conflict Setting. Arbeiten zur Geschichte des antiken Judentums und des Urchristentums, X (Leiden, Brill, 1971) pp. 95-106.

3. Pablo subraya en sus Cartas el carácter dramático de lo que se desarrolla en el mundo.Puesto que los hombres, por su culpa, han olvidado a Dios, “por esto los entregó Dios a los deseos de su corazón, a la impureza” (Rom. 1, 24), de la que proviene también todo el desorden moral que deforma, tanto la vida sexual (ibid. 1, 24-27) como el funcionamiento de la vida social y económica (ibid. 1, 29-32) e incluso cultural; efectivamente, “conociendo la sentencia de Dios, que quienes tales cosas hacen son dignos de muerte, no sólo las hacen, sino que aplauden a quienes las hacen” (ibid. 1, 32).

Desde el momento en que, a causa de un solo hombre entró el pecado en el mundo (ibid. 5, 12), “el Dios de este mundo cegó su inteligencia incrédula para que no brille en ellos la luz del Evangelio, de la gloria de Cristo” (2 Cor. 4, 4); y por esto también “la ira de Dios se manifiesta desde el cielo sobre toda impiedad e injusticia de los hombres, de los que en su injusticia aprisionan la verdad con la injusticia” (Rom. 1, 18).

Por eso “el continuo anhelar de las criaturas ansía la manifestación de los hijos de Dios... con la esperanza de que también ellas serán liberadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios” (ibid. 8, 19-21), esa libertad para la que “Cristo nos ha hecho libres” (Gál. 5, 1).

El concepto de “mundo” en San Juan tiene diversos significados: en su Carta primera, el mundo es el lugar donde se manifiesta la triple concupiscencia (1 Io. 2, 15-16) y donde los falsos profetas y los adversarios de Cristo tratan de seducir a los fieles; pero los cristianos vencen al mundo gracias a su fe (ibid. 5, 4); efectivamente, el mundo pasa junto con sus concupiscencias, y el que realiza la voluntad de Dios vive eternamente (cfr. ibid. 2, 17).

Cfr. P. GRELOT, “Monde”, en Dictionnaire de Spiritualité, ascétique et mystique, doctrine et histoire, fasc. 68-69, Beauchesne, pp. 1628 ss. Además: J. MATEOS, J. BARRETO, Vocabulario teológico del Evangelio de Juan (Madrid, Ed. Cristiandad, 1980) pp. 211-215.

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2. Este hombre vive casi en el polo opuesto respecto a lo que “quiere el Espíritu”. El Espíritu de Dios quiere una realidad diversa de la que quiere la carne, desea una realidad diversa de la que desea la carne, y esto ya en el interior del hombre, ya en la fuente interior de las aspiraciones y de las acciones del hombre, “de manera que no hagáis lo que queréis” (Gál 5, 17).

Pablo expresa esto de modo todavía más explícito, al escribir en otro lugar del mal que hace, aunque no lo quiera, y de la imposibilidad –o más bien, de la posibilidad limitada– de realizar el bien que “quiere” (Cfr. Rom 7, 19). Sin entrar en los problemas de una exégesis pormenorizada de este texto, se podría decir que la tensión entre la “carne” y el “espíritu” es, ante todo, inmanente, aun cuando no se reduce a este nivel. Se manifiesta en su corazón como “combate” entre el bien y el mal. Ese deseo, del que habla Cristo en el Sermón de la Montaña (Mt 5, 27-28), aunque sea un acto “interior”, sigue siendo ciertamente –según el lenguaje paulino– una manifestación de la vida “según la carne”. Al mismo tiempo, ese deseo nos permite comprobar cómo en el interior del hombre la vida “según la carne” se opone a la vida “según el Espíritu”, y cómo esta última, en la situación actual del hombre, dado su estado pecaminoso hereditario, está constantemente expuesta a la debilidad e insuficiencia de la primera, a la que cede con frecuencia, si no se refuerza en el interior para hacer precisamente lo “que quiere el Espíritu”. Podemos deducir de ello que las palabras de Pablo, que tratan de la vida “según la carne” y “según el Espíritu”, son al mismo tiempo una síntesis y un programa; y es preciso entenderlas en esta clave.

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3. Encontramos la misma contraposición de la vida “según la carne” y la vida “según el Espíritu” en la Carta a los Romanos. También aquí (como, por lo demás, en la Carta a los Gálatas) esa contraposición se coloca en el contexto de la doctrina paulina acerca de la justificación mediante la fe, es decir, mediante la potencia de Cristo mismo que obra en el interior del hombre por medio del Espíritu Santo. En este contexto, Pablo lleva esa contraposición a sus últimas consecuencias cuando escribe: “Los que son según la carne sienten las cosas carnales; los que son según el Espíritu sienten las cosas espirituales. Porque el apetito de la carne es muerte, pero el apetito del Espíritu es vida y paz. Por lo cual el apetito de la carne es enemistad con Dios y no se sujeta ni puede sujetarse a la Ley de Dios. Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios; pero vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que de verdad el Espíritu de Dios habita en vosotros. Pero si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, éste no es de Cristo. Mas si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justicia” (Rom 8, 5-10).

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4. Se ven con claridad los horizontes que Pablo delinea en este texto: él se remonta al “principio”; es decir, en este caso, al primer pecado del que tomó origen la vida “según la carne” y que creó en el hombre la herencia de una predisposición a vivir únicamente semejante vida, juntamente con la herencia de la muerte. Al mismo tiempo Pablo presenta la victoria final sobre el pecado y sobre la muerte, de lo que es signo y anuncio la resurrección de Cristo: “El que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu, que habita en vosotros” (Rom 8, 11). Y en esta perspectiva escatológica, San Pablo pone de relieve la “justificación” en Cristo, destinada ya al hombre “histórico” a todo hombre de “ayer, de hoy y de mañana” de la historia del mundo y también de la historia de la salvación: justificación que es esencial para el hombre interior, y está destinada precisamente a ese “corazón” al que Cristo se ha referido, hablando de la “pureza” y de la “impureza” en sentido moral. Esta “justificación” por la fe no constituye simplemente una dimensión del plan divino de la salvación y de la santificación del hombre, sino que es, según San Pablo, una auténtica fuerza que actúa en el hombre y que se revela y afirma en sus acciones.

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5. He aquí de nuevo las palabras de la Carta a los Gálatas: “Ahora bien: las obras de la carne son manifiestas, a saber: fornicación, impureza, lascivia, idolatría, hechicería, odios, discordias, celos, rencillas, disensiones, divisiones, envidias, homicidios, embriagueces, orgías y otras como éstas...” (5, 19-21). “Los frutos del Espíritu son: caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, afabilidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza...” (5, 22-23). En la doctrina paulina, la vida “según la carne” se opone a la vida “según el Espíritu”, no sólo en el interior del hombre, en su “corazón”, sino, como se ve, encuentra un amplio y diferenciado campo para traducirse en obras. Pablo habla, por un lado, de las “obras” que nacen de la “carne” –se podría decir: de las obras en las que se manifiesta el hombre que vive “según la carne”–, y, por otro, del “fruto del Espíritu”, esto es, de las acciones (4), de los modos de comportarse, de las virtudes, en las que se manifiesta el hombre que vive “según el Espíritu”. Mientras en el primer caso nos encontramos con el hombre abandonado a la triple concupiscencia, de la que dice Juan que viene “del mundo”, en el segundo caso nos hallamos frente a lo que ya antes hemos llamado el ethos de la redención. Ahora sólo estamos en disposición de esclarecer plenamente la naturaleza y la estructura de ese “ethos”. Se manifiesta y se afirma a través de lo que en el hombre, en todo su “obrar”, en las acciones y en el comportamiento, es fruto del dominio sobre la triple concupiscencia: de la carne, de los ojos y de la soberbia de la vida (de todo eso de lo que puede ser justamente “acusado” el corazón humano y de lo que pueden ser continuamente “sospechosos” el hombre y su interioridad).

14. Los exegetas hacen observar que, aunque, a veces, para Pablo el concepto de “fruto” se aplica también a las “obras de la carne” (por ejemplo, Rom. 6, 21; 7, 5), sin embargo, “el fruto del Espíritu” jamás se llama “obra”.

En efecto, para Pablo “las obras” son los actos propios del hombre (o aquello en lo que Israel pone, sin razón, la esperanza), de los que él responderá ante Dios.

Pablo evita también el término “virtud”, areté; se encuentra una sola vez, con sentido muy general, en Flp. 4, 8. En el mundo griego esta palabra tenía un significado demasiado antropocéntrico; especialmente, los estoicos ponían de relieve la autosuficiencia o autarquía de la virtud.

En cambio, el término “fruto del Espíritu” subraya la acción de Dios en el hombre. Este “fruto” crece en él como el don de una vida, cuyo único autor es Dios; el hombre puede, a lo sumo, favorecer las condiciones adecuadas para que el fruto pueda crecer y madurar.

El fruto del Espíritu, en forma singular, corresponde de algún modo a la “justicia” del Antiguo Testamento, que abarca el conjunto de la vida conforme a la voluntad de Dios; corresponde también, en cierto sentido, a la “virtud” de los estoicos, que era indivisible. Lo vemos, por ejemplo, en Ef. 5, 9-11: El fruto de la luz es todo bondad, justicia y verdad... no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas...”

Sin embargo, “el fruto del Espíritu” es diferente, tanto de la “justicia” como de la “virtud”, porque él (en todas sus manifestaciones y diferenciaciones que se ven en los catálogos de las virtudes) contiene el efecto de la acción del Espíritu, que en la Iglesia es fundamento y realización de la vida del cristiano.

Cfr. H. SCHELIER, Der Brief an die Galater, Meyer’s Kommentar (Gotinga, Vandenhoeck-Ruprecht, 1971) pp. 255-264; O. BAUERNFEIND, areté, en Theological Dictionary of the New Testament, ed. G. Kittel y G. Bromley, v. I (Grand Rapids, Errdmans, 91978) p. 460; W. TATARKIEWICZ, Historia Filozofii, t. I (Warszawa, PWN, 1970) p. 121; E. KAMLAH, Die Form der katalogischen Paränese im Neuen Testament, Wissenschaftliche Untersuchungen zum Neuen Testament, 7 (Tubinga, Mhr, 1964) p. 14.

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6. Si el dominio en la esfera del ethos se manifiesta y se realiza como “amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí” –así leemos en la Carta a los Gálatas–, entonces detrás de cada una de estas realizaciones de estos comportamientos, de estas virtudes morales, hay una opción especifica, es decir, un esfuerzo de la voluntad, fruto del espíritu humano penetrado por el Espíritu de Dios, que se manifiesta en la elección del bien. Hablando con lenguaje de Pablo: “El Espíritu tiene tendencias contrarias a la carne” (Gál 5, 17), y en estos “deseos” suyos se demuestra más fuerte que la “carne” y que los deseos que engendra la triple concupiscencia. En esta lucha entre el bien y el mal, el hombre se demuestra más fuerte gracias a la potencia del Espíritu Santo que, actuando dentro del espíritu humano, hace realmente que sus deseos fructifiquen en bien. Por tanto, éstas son no sólo –y no tanto– “obras” del hombre cuanto “fruto”; esto es, efecto de la acción del “Espíritu” en el hombre. Y por eso Pablo habla del “fruto del Espíritu”, entendiendo esta palabra con mayúscula.

Sin penetrar en las estructuras de la interioridad humana mediante sutiles diferenciaciones que nos suministra la teología sistemática (especialmente a partir de Tomás de Aquino), nos limitamos a la exposición sintética de la doctrina bíblica, que nos permite comprender, de manera esencial y suficiente, la distinción y contraposición de la “carne” y del “Espíritu”.

Hemos observado que entre los frutos del Espíritu el Apóstol pone también el “dominio de sí”. Es necesario no olvidarlo, porque en las reflexiones ulteriores reanudaremos este tema para tratarlo de modo más detallado.

[Enseñanzas 7, 201-205]