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[0957] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA TUTELA JURÍDICA DE LA FAMILIA EN LA ACCIÓN JUDICIAL DE LOS TRIBUNALES ECLESIÁSTICOS

Del Discurso Sono felice, a la Rota Romana, en la Inauguración del Año Judicial, 24 enero 1981

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Según el espíritu y normas del Concilio y del Sínodo

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2. Con profundo espíritu evangélico nos ha acostumbrado el Concilio Vaticano II a dirigir la mirada al hombre para conocer todos sus problemas y ayudarle a resolver los problemas existenciales a la luz de la verdad revelada por Cristo y con la gracia que nos ofrecen los misterios divinos de salvación.

Entre los que atormentan más el corazón del hombre y, consiguientemente, el ambiente humano, tanto familiar como social, en el que vive y actúa, se incluye con prioridad y urgencia el del amor conyugal, que une a dos seres humanos de distinto sexo haciendo de ellos una comunidad de vida y amor, o sea, uniéndolos en matrimonio.

En el matrimonio tiene su origen la familia, “en la que –pone de relieve el Vaticano II– distintas generaciones coinciden y se ayudan mutuamente a lograr una mayor sabiduría y armonizar los derechos de las personas con las demás exigencias de la vida social”; y de este modo la familia “es de verdad el fundamento de la sociedad”. Verdaderamente –añade el Concilio–, “el bienestar de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligado a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar”. Pero debemos reconocer con el mismo Concilio que “la dignidad de esta institución no brilla en todas partes con el mismo esplendor, puesto que está oscurecida por la poligamia, la epidemia del divorcio, el llamado amor libre y otras deformaciones. Es más, el amor matrimonial queda frecuentemente profanado por el egoísmo, el hedonismo y las prácticas ilícitas contra la generación” (Gaudium et spes, 47).

Por el mismo hecho de las serias dificultades, que nacen a veces incluso con violencia, de las profundas transformaciones de la sociedad de hoy, se hace aún más patente el valor insustituible de la institución matrimonial, y la familia sigue siendo “escuela del más rico humanismo” (ibíd. 52).

Ante los graves males que atormentan en casi todos los sitios a este gran bien que es la familia, se ha lanzado la idea de elaborar una Carta de los derechos de la familia que se respete universalmente, a fin de garantizar a esta institución la tutela debida para bien, asimismo, de toda la sociedad.

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3. Por su parte, y dentro del campo de sus competencias, la Iglesia siempre ha procurado tutelar a la familia, incluso con una legislación apropiada, además de favorecerla y ayudarla con distintas iniciativas pastorales. He citado ya el reciente Sínodo de los Obispos. Pero es bien sabido que confortada por la palabra del Evangelio[1], ya desde los comienzos de su Magisterio, la Iglesia ha enseñado y reiterado explícitamente el precepto de Jesús sobre la unidad e indisolubilidad del matrimonio, sin el que ninguna familia puede ser segura, sana y auténtica célula viva de la sociedad. Contra la praxis grecorromana, que daba bastantes facilidades al divorcio, el apóstol Pablo declaraba ya entonces: “Cuanto a los casados, precepto es no mío, sino del Señor, que la mujer no se separe del marido (...) y que el marido no repudie a su mujer” (1 Cor 7, 10-11). Siguió luego la predicación de los Padres, que afirmaban insistentemente, ante la difusión del divorcio, que el matrimonio es indisoluble por voluntad divina.

Así pues, el respeto de las leyes queridas por Dios para el encuentro entre el hombre y la mujer y para que su unión perdure, fue el elemento nuevo que introdujo el cristianismo en la institución matrimonial. El matrimonio –dirá después el Vaticano II–, en cuanto “íntima comunidad conyugal de vida y de amor, fundada por el Creador y estructurada según leyes propias, se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable. Así, del acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución (el matrimonio) confirmada por la ley divina” (Gaudium et spes, 48).

Esta doctrina fue en seguida guía de la pastoral, de la conducta de los cónyuges cristianos, de la ética matrimonial y de la disciplina jurídica. Y la labor catequético-pastoral de la Iglesia, mantenida y valorizada por el testimonio de las familias cristianas, introdujo modificaciones, incluso en la legislación romana, que ya en tiempos de Justiniano no admitía el divorcio sine causa e iba asumiendo gradualmente la institución matrimonial cristiana. Fue una gran conquista para la sociedad, pues la Iglesia, que había devuelto su dignidad a la mujer y al matrimonio a través de la familia, contribuyó a salvaguardar lo mejor de la cultura grecorromana.

3[1]. Cfr. Matth. 19, 5; 5, 32.

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La unidad e indisolubilidad del matrimonio

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4. En el contexto social de hoy la Iglesia se propone repetir el mismo esfuerzo primitivo doctrinal y pastoral, de conducta y praxis, y también el legislativo y judicial.

El bien de la persona humana y de la familia en la que el individuo hace realidad gran parte de su dignidad, y también el bien de la misma sociedad, exigen que la Iglesia rodee de tutela particular la institución matrimonial y familiar, hoy más aún que en el pasado.

Podría resultar casi inútil el esfuerzo pastoral tan deseado también por el último Sínodo de los Obispos, si no le acompañara una acción legislativa y judicial apropiada. Para satisfacción de todos los Pastores podemos decir que la nueva codificación canónica se está ocupando de traducir en sabias normas jurídicas cuanto surgió en el último Concilio Ecuménico en favor del matrimonio y la familia. Las voces que se oyeron en el último Sínodo de los Obispos sobre el alarmante aumento de causas matrimoniales en los tribunales eclesiásticos serán tenidas en cuenta, claro está, en la revisión del Código de derecho canónico. Es seguro también que en respuesta asimismo a las demandas del citado Sínodo, los Pastores sabrán intensificar con creciente empeño pastoral la preparación debida de los novios a la celebración del matrimonio, ya que la estabilidad del vínculo conyugal y el mantenimiento feliz de la comunidad familiar dependen no poco de la preparación de los novios anterior a la boda. Pero es igualmente verdad que en la misma preparación al matrimonio podrían repercutir negativamente los dictámenes o sentencias de nulidad de matrimonio, si éstas se consiguen con demasiada facilidad. Si entre los males del divorcio figura también el de hacer menos seria y comprometida la celebración del matrimonio hasta el punto de que ésta ha perdido hoy la consideración debida entre algunos jóvenes, es de temer que encaminarían a la misma perspectiva existencial y psicológica las sentencias de declaración de nulidad matrimonial si se comprobara que se multiplican como dictámenes fáciles y apresurados. “De donde resulta que el juez eclesiástico –recordaba ya mi venerado predecesor Pío XII– no debe mostrarse fácil a la declaración de la nulidad del matrimonio, sino que sobre todo debe esforzarse por que se convalide lo que se ha contraído inválidamente, más aún cuando lo aconsejan las circunstancias del caso particular”. Para explicar este consejo había dicho antes: “En cuanto a las declaraciones de nulidad de los matrimonios, nadie ignora que la Iglesia es cauta y poco inclinada a ello. Pues si la tranquilidad, estabilidad y seguridad de las relaciones humanas en general exigen que no se declaren a la ligera inválidos los contratos, ello vale todavía más para un contrato de tanta trascendencia como es el matrimonio, cuya firmeza y estabilidad son exigencia del bien común de la sociedad humana y del bien privado de los cónyuges y la prole, y cuya dignidad de sacramento prohíbe que cuanto es sagrado y sacramental se vea fácilmente expuesto al peligro de la profanación” (Discurso a la Sacra Rota Romana, 3 de octubre de 1941: AAS 33 [1941], p. 423-424). A alejar este peligro está contribuyendo laudablemente el Supremo Tribunal de la Signatura Apostólica con su labor sabia y prudente de vigilancia. Igualmente valiosa me resulta la labor judicial del Tribunal de la Sacra Rota Romana. A la vigilancia del Primero y a la sana jurisprudencia del segundo debe corresponder la actuación igualmente sabia y responsable de los tribunales inferiores.

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Seguir fielmente las directrices de la Santa Sede y las normas canónicas

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5. A la tutela debida a la familia contribuyen en medida no pequeña la atención y pronta disponibilidad de los tribunales diocesanos y regionales a seguir las directrices de la Santa Sede, la jurisprudencia rotal continua y la aplicación fiel de las normas sustanciales y procesales ya codificadas, sin recurrir a presuntas o probables innovaciones o a interpretaciones que no responden objetivamente a la norma canónica o no las sostiene ninguna jurisprudencia cualificada. En efecto, es temeraria toda innovación en el derecho sustantivo o procesal que no responde a la jurisprudencia o a la praxis de los tribunales y dicasterios de la Santa Sede. Debemos convencernos de que un examen sereno, atento, meditado, completo y exhaustivo de las causas matrimoniales exige la plena conformidad con la recta doctrina de la Iglesia, el derecho canónico y la sana jurisprudencia canónica tal y como ha ido madurando sobre todo con la aportación de la Sacra Rota Romana; ello es considerado, como os dijo ya Pablo VI, de venerada memoria, “medio sapiente” y “vía de deslizamiento, cuyo eje está precisamente en la búsqueda de la verdad objetiva y cuyo final es la recta administración de la justicia” (PABLO VI, 28 de enero de 1978: AAS 70 [1978], p. 182; Enseñanzas al Pueblo de Dios. 1978, p. 99).

En esta búsqueda, todos los ministros del tribunal eclesiástico –cada uno con el debido respeto a su tarea y a la de los demás– deben poner cuidado particular constante y concienzudo de que se forme el consenso matrimonial libre y válido, añadiendo siempre a este cuidado la solicitud igualmente constante y concienzuda por la tutela del sacramento del matrimonio. A llegar al conocimiento de la verdad objetiva, o sea, la existencia del vínculo matrimonial contraído válidamente o su inexistencia, contribuyen la atención a los problemas de la persona e igualmente la atención a las leyes que subyacen por derecho natural divino o positivo de la Iglesia en la celebración válida del matrimonio y en la perduración del matrimonio. La justicia canónica que, según la hermosa expresión de San Gregorio Magno, llamamos más significativamente sacerdotal, emerge del conjunto de todas las pruebas procesales sopesadas concienzudamente a la luz de la doctrina y del derecho de la Iglesia y con la ayuda de la jurisprudencia más cualificada. Lo exige el bien de la familia, teniendo presente que todo lo que sea tutelar a la familia legítima va siempre en favor de la persona; mientras que la preocupación unilateral en favor del individuo puede resultar en perjuicio de la misma persona humana, además de dañar el matrimonio y la familia, que son bienes de la persona y de la sociedad. Con esta perspectiva se han de contemplar las disposiciones del código vigente sobre el matrimonio.

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Realizar en la sociedad humana el proyecto divino sobre el matrimonio

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6. En el mensaje del Sínodo a las familias cristianas se hace hincapié en el gran bien que la familia, sobre todo la familia cristiana, es y realiza para la persona humana. La familia “ayuda a sus miembros a ser agentes de la historia de la salvación y signos vivos del plan amoroso de Dios sobre el mundo” (n. 8). Por ser actividad de la Iglesia, la actividad judicial debe tener presente esta realidad –que no es sólo natural, sino también sobrenatural– del matrimonio y de la familia, la cual tiene su origen en el matrimonio. La naturaleza y la gracia nos revelan, si bien con modos y medidas diferentes, un proyecto divino sobre el matrimonio y la familia, proyecto que contempla, tutela y favorece la Iglesia según las competencias propias de cada una de sus actividades, con el fin de que sea aceptado por la sociedad humana lo más ampliamente posible.

Por tanto, la Iglesia puede y debe salvaguardar los valores del matrimonio y la familia también con su derecho y con el ejercicio de la potestas iudicialis, para hacer progresar al hombre y valorizar su dignidad.

La actividad judicial de los tribunales eclesiásticos matrimoniales, al igual que la actividad legislativa, deberá ayudar a la persona humana en la búsqueda de la verdad objetiva y, consiguientemente, también en la afirmación de esta verdad, a fin de que la misma persona esté en grado de conocer, vivir y realizar el proyecto de amor que Dios le ha asignado.

La invitación que dirigió el Vaticano II a todos, y en especial a los que “tienen influencia en la sociedad y en sus diversos grupos”, incluye también y responsabiliza, por tanto, a los ministros de los tribunales eclesiásticos de causas matrimoniales para que ellos colaboren también “en el bien del matrimonio y la familia” (Gaudium et spes, 52), sirviendo bien a la verdad y administrando bien la justicia.

[Enseñanzas 9, 352-357]

 

© Javier Escrivá-Ivars y Augusto Sarmiento. Universidad de Navarra