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[1017] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA FAMILIA, EN EL CENTRO DE LA ATENCIÓN DE LA IGLESIA

Del Discurso L’agréable coutume, al Cuerpo Diplomático, 16 enero 1982

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[El trabajo, la familia]

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9. Recordé al comienzo el principio conductor de la acción de la Santa Sede en sus relaciones con la vida internacional, a saber, que el hombre “es el camino primero y fundamental de la Iglesia”. En este contexto cobran todo su sentido los dos problemas cruciales que afectan al hombre contemporáneo y a los que he dedicado este año mi magisterio ordinario: el trabajo y la familia. Estos dos problemas son fundamentales no sólo para la vida personal del hombre, sino también y sobre todo si se mira a toda la sociedad. Así considerados, atañen a la vida misma de cada una de sus naciones, pues forman como sus soportes esenciales, como la trama de su cohesión.

Ustedes saben que el documento sobre el trabajo ha querido ser una contribución del pensamiento de la Iglesia y de hoy a la cuestión social, en el nonagésimo aniversario de la Encíclica Rerum novarum de mi predecesor León XIII, y en la línea de las enseñanzas pontificias desarrolladas durante estos noventa años sobre el tema del trabajo; se trataba de aplicar sus reflexiones a la considerable evolución que ha conocido el trabajo en el mundo contemporáneo hasta alcanzar las dimensiones universales que presenta en la hora actual. Saben igualmente que la Exhortación sobre la familia ha reunido y sintetizado las contribuciones del Sínodo de los Obispos, celebrado aquí en Roma el mes de octubre de 1980. Así, en la línea de las “Proposiciones” que resultaron del debate de los obispos, ha sido elaborado un tratado completo de la problemática actual de la vida familiar, confrontándola con las posiciones clásicas sobre la doctrina inmutable de la Iglesia, que tienen su fuente en la Revelación.

El trabajo y la familia son los dos polos alrededor de los cuales se desenvuelve la vida del hombre, desde el albor de la humanidad. El trabajo existe en función de la familia y la familia sólo puede desarrollarse gracias a la aportación del trabajo. Éste es el fundamento sobre el que se edifica la vida familiar, que es al mismo tiempo un derecho natural y una vocación del hombre. Estas dos esferas de valores –la una, relativa al trabajo; la otra, como consecuencia del carácter familiar de la vida humana– deben unirse correctamente entre sí e impregnarse mutuamente. La interacción entre el trabajo y la familia me permite recordar este año ante la benevolente atención de ustedes, los valores fundamentales de estas dos realidades que la Iglesia quiere proclamar y sostener a toda costa, pues tocan de cerca, e incluso íntimamente, la vida y la condición del hombre, prescindiendo de las consideraciones de carácter teológico propias de la civilización cristiana. Trabajo y familia son un bien del hombre, un bien de la sociedad.

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[Ayuda de la Iglesia para la afirmación de un nuevo Humanismo]

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12. El problema de la familia estrechamente ligado al del trabajo, es ciertamente más crucial aún para la vida de la sociedad actual. Poniéndose al servicio del desarrollo natural del hombre, que consiste, normalmente y de modo universal, en formarse una familia, la Iglesia cumple uno de sus primordiales e imprescindibles deberes. Esto explica la solicitud que, con ocasión del último Sínodo, han manifestado conmigo los Episcopados de todo el mundo por la familia, en todas las situaciones socio-culturales y políticas de los diversos continentes, y sé bien que también ustedes le han prestado una particular atención. La Exhortación Apostólica citada más arriba ha hecho suyas las indicaciones y sugerencias del Sínodo.

Teniendo en cuenta la realidad que aparece en el contexto de la rápida transformación de las mentalidades y costumbres, y teniendo también en cuenta los peligros para la verdadera dignidad del hombre, la Iglesia, dispuesta a acoger las aportaciones válidas de cualquier cultura, siente que debe ayudar a que se consolide un “nuevo humanismo”. A nadie le pasa desapercibido que los gérmenes de disgregación que están actuando en el seno de tantas familias tienen como consecuencia inevitable la descomposición de la sociedad. Es necesario hacer de nuevo de la familia una comunidad de personas que viva la indivisible unidad del amor conyugal, a pesar de la opinión contraria de quienes hoy piensan que es difícil e incluso imposible unirse a una persona para toda la vida, o de quienes se ven arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad del matrimonio y se burla abiertamente del compromiso de fidelidad de los esposos.

Es necesario recordar enseguida, siempre en el contexto del servicio del hombre, la gravísima responsabilidad de la transmisión de la vida humana. La Iglesia es consciente de las dificultades que la actual situación social y cultural opone a esta misión del hombre, sabiendo al mismo tiempo hasta qué punto es ésta urgente e irreemplazable. Pero, lo repito una vez más, “La Iglesia opta por la vida”. Desgraciadamente, este proyecto se ve amenazado por los peligros inherentes al progreso científico, por la difusión de una mentalidad realmente contraria a la vida, y por las intervenciones gubernamentales que tienden a limitar la libertad de los cónyuges en sus decisiones sobre los hijos, así como por las discriminaciones en las subvenciones internacionales, concedidas a veces con objeto de favorecer programas de contracepción.

Hay que recordar también con vigor el derecho y el deber que tienen los esposos de ocuparse de la educación de sus hijos, especialmente escogiendo una educación de acuerdo con su fe religiosa. El Estado y la Iglesia tienen la obligación de ofrecer a las familias toda la ayuda posible, para que puedan éstas ejercer como conviene su labor educativa. Quienes tienen en la sociedad la responsabilidad de las escuelas no deben olvidar jamás que los padres han sido constituidos por Dios mismo como los primeros y principales educadores de sus hijos, y que su derecho es absolutamente inalienable.

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[Por una carta de los derechos de la familia],

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13. Siendo además la familia “la célula primera y vital de la sociedad”, como dijo el Concilio Vaticano II (Decreto Apostolicam actuositatem, 11), lejos de replegarse sobre sí misma, debe abrirse al ambiente social que la rodea. Queda de este modo bien claro cuál es la función de la familia en relación con la sociedad. Efectivamente, la familia es la primera escuela de sociabilidad para sus miembros más jóvenes, y resulta irreemplazable. Al actuar así, la familia se convierte en el instrumento más eficaz de humanización y personalización de una sociedad, que corre el peligro de hacerse cada vez más despersonalizada y masificada y, por tanto, inhumana y deshumanizante, con las consecuencias negativas de tantas formas de evasión, como son, por ejemplo, el alcoholismo, la droga e incluso el terrorismo. Además, las familias, solas o en grupo, pueden y deben dedicarse a múltiples obras de servicio social, especialmente en beneficio de los pobres; y su labor social está llamada también a encontrar expresión bajo la forma de intervención política. Dicho de otra manera, las familias deben ser las primeras en trabajar para que las leyes e instituciones del Estado se abstengan de lesionar, y sobre todo apoyen y defiendan positivamente los derechos y los deberes de la familia. En este sentido las familias deben ser cada vez más conscientes de que son las “protagonistas” de la “política familiar” y asumir la responsabilidad de transformar la sociedad. Están llamadas igualmente a cooperar en un nuevo orden internacional.

Por otra parte, la sociedad debe comprender que está al servicio de la familia. La familia y la sociedad tienen una función complementaria en la defensa y en la promoción del bien de todos los hombres y de todo hombre.

Estoy seguro de que ustedes han concedido una particular atención a todos los derechos de la familia que enumeraron los padres sinodales y que la Santa Sede se propone profundizar, elaborando una “Carta de los derechos de la familia” que será propuesta a las instancias interesadas y a las autoridades de los diversos Estados, así como de las Organizaciones Internacionales competentes.

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14. Como ustedes ven, al dedicar su atención a la familia, al salvaguardar sus derechos, al esforzarse por promover la dignidad de sus miembros, la Iglesia tiene conciencia de proponer una contribución positiva no sólo para la persona humana –principal objeto de su solicitud–, sino también para el progreso dentro del orden, para la prosperidad y la paz de las diversas naciones. No se puede pensar, en efecto, que un pueblo pueda prosperar con dignidad y, menos aún, que Dios continúe derramando sobre él sus bendiciones –pues “Si Yahvé no edifica la casa, en vano trabajan los que la construyen. /Si no guarda Yahvé la ciudad, / en vano vigilan sus centinelas” (Sal 127 [126], 1)– allí donde son conculcados los derechos fundamentales del hombre y de la mujer, allí donde la vida es asfixiada en el seno de la madre, allí donde una permisividad ciega e irresponsable acepta que sean minados en su base los valores espirituales y morales, sin los cuales se derrumban no sólo las familias, sino también las naciones.

Sobre este punto verdaderamente importante, hago un llamamiento a la sensibilidad de ustedes; y deseo que en todos sus países se conceda prioridad, mediante disposiciones de orden jurídico, social y de previsión, a una mayor preocupación por el bien de la “Familiaris consortio”, es decir, de la “comunidad familiar” que constituye el bien más precioso del hombre.

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[Prevalece el bien]

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15. Excelencias, señoras, señores:

En el campo cuajado de promesas que se abre a la acción conjunta de la Iglesia y los Estados, obrando cada uno de modo autónomo en su propia esfera de responsabilidad por la defensa de la paz en el mundo, por la elevación cultural, espiritual y moral del hombre y de la sociedad y, muy particularmente, por la promoción de los derechos que se refieren al trabajo y a la familia, no puede faltamos ni el optimismo ni la esperanza. Los tiempos son realmente difíciles, y sobre el horizonte se levantan nubes sombrías. Pero no tengamos miedo. ¡Las fuerzas del bien son aún mayores! Trabajan silenciosamente en la construcción, siempre reanudada, de un mundo más sano y más justo. Millones y millones de hombres quieren la paz en su patria y la posibilidad de ser verdaderamente hombres libres, con espíritu constructivo, en su familia y en su trabajo. ¡Ayudémosles!

La Iglesia no dejará nunca de cumplir su función, incluso arriesgando la suerte de sus mejores hijos.

[DP (1982), 17]

 

© Javier Escrivá-Ivars y Augusto Sarmiento. Universidad de Navarra