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[1047] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL FUTURO DEL HOMBRE LIGADO A LA FAMILIA

Homilía en el Santuario del Sameiro, Braga (Portugal), 15 mayo 1982

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1. “No temas, Abraham... numerosa será tu descendencia” (Gén 15, 1-5).

La maravillosa historia de Abraham, “Padre de nuestra fe”, evocada por la lectura de la liturgia de hoy, pone de relieve dos verdades fundamentales. En ellas se concentrará nuestra atención y nuestra oración durante esta Eucaristía.

La primera es que el futuro del hombre sobre la tierra está ligado a la familia. La segunda, que el plan divino de la salvación y la historia de la salvación pasan por la familia.

Es un encuentro de familia –de la familia de los hijos de Dios, reunidos para celebrar el Sacrificio eucarístico– el que hoy nos invita a profundizar estas verdades.

Permitidme que, ante todo, salude a la familia portuguesa aquí representada por un gran número de parejas y familias de la ciudad y archidiócesis de Braga y de varias regiones de Portugal: vengo a traerle una palabra de estímulo para que cultive los valores esenciales del matrimonio.

Un saludo también para los Movimientos y organizaciones familiares, sobre todo los de signo eclesial, empeñados unos en la preparación del matrimonio, otros en la promoción de la espiritualidad conyugal, otros en la atención a los problemas que surgen en el seno de las familias: les traigo un incentivo para que lleven adelante una pastoral familiar sólida, amplia, bien articulada, eficaz para el bien de muchos hogares portugueses.

Que las familias de este país se consoliden en el amor y en la unidad como imagen del amor de Cristo a su Iglesia (cf. Ef 5, 25) y continúen así cumpliendo la misión que Dios les ha confiado: eso es lo que pedimos en esta Eucaristía, persuadidos de que también el futuro de Portugal pasa por la familia (cf. Familiaris consortio, Concl.).

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2. En la familia reside, y de la familia depende, más que de cualquier otra sociedad, institución o ambiente, el futuro del hombre.

Esta verdad fundamental resonaba en el diálogo de Abraham con Dios, escuchado hace un instante en la lectura de la sugestiva página del Génesis.

“Tu recompensa será muy grande”, prometía el Señor a su amigo. “Señor, Yahvé, ¿qué vas a darme?” –preguntaba Abraham con un cierto escepticismo– “Yo me iré sin hijos...” (Gén 15, 2).

A la desconsolada postración de Abrabam seguirá su alegría, cuando, “en el tiempo señalado por Dios” (Gén 21, 2), Sara le da un hijo.

El futuro del hombre es, ante todo, el mismo hombre. Es el hombre nacido del hombre, de un padre y de una madre, de un hombre y de una mujer. Por eso el futuro del hombre se decide en la familia.

El matrimonio es la base de la familia, como la familia es el vértice del matrimonio. Es imposible separar uno de otra. Es preciso considerarlos en conjunto a la luz del futuro del hombre.

Ésta es una verdad evidente y, sin embargo, es también una verdad amenazada. Por muchas razones, la humanidad se ve llevada a pensar su propia existencia presente y futura, más según categorías de lo que el hombre produce –o sea, con categorías de medios– que según la dimensión del fin, propia del hombre.

Diversas circunstancias parecen explicar y justificar esta manera de pensar. Puede incluso decirse que el hombre actúa así por “consideración hacia el hombre”: por la preocupación de asegurar su existencia material sobre la tierra. Sobre este punto tendrían mucho que decir las publicaciones contemporáneas en el campo de la demografía o de la economía.

Sin embargo, pensando en el hombre, en su futuro sobre la tierra, primariamente según categorías de lo que produce y hace producir a la tierra, muy fácilmente cometemos un error fundamental: el hombre deja de ser el valor principal y esencial. De fin, pasa a ser medio.

Así, nuestro modo de pensar se aparta del pensamiento del Creador que, de entre todas las criaturas de la tierra, sólo ha amado por sí mismo al hombre (cf. Gaudium et spes, 24).

En este punto, precisamente, es insustituible la vocación de la familia. También la familia, por su propia naturaleza, “ama al hombre por sí mismo”; se forma como comunidad de personas, referida al hombre como tal: al hombre concreto, siempre único e irrepetible, marido, mujer, padre, madre, hijo e hija.

Por eso la familia, en el ambiente actual del mundo –especialmente del mundo “rico”, del mundo de la “elevada civilización material”– está amenazada. Sigue siendo, no obstante, la fuente de esperanza del mundo. En ella a pesar de todo, se decide el futuro del hombre; y –permítaseme concretar– del hombre en Portugal, empeñado en consolidar las bases sobre las que se asientan el progreso equilibrado, la concordia y la paz.

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3. “Mira al cielo, y cuenta, si puedes, las estrellas...; así de numerosa será tu descendencia” (Gén 15, 5), dice el Señor a Abraham. El hijo que va a nacer será el comienzo de la familia y de la estirpe, el tronco o el fundador de la tribu y de la nación.

El hombre no está destinado a vivir solo. No subsiste solitario sobre la tierra. Está llamado a vivir su vida en comunidad. Por eso nacen las comunidades, de las que la primera y más fundamental es precisamente la familia. Y mediante las comunidades, primeramente la familia, el hombre se va formando y madurando como hombre. Así, nacido en la comunidad matrimonial del hombre y de la mujer, el hombre debe su educación a la familia.

La educación, de acuerdo con el significado particular de esta palabra, se destina a “humanizar” al hombre. Hombre desde el primer instante de su concepción en el seno materno, gradualmente “aprende a ser hombre”, y este aprendizaje fundamental se identifica precisamente con la educación. El hombre es el futuro de la propia familia y de la humanidad entera, pero su futuro está inseparablemente ligado a la educación.

La familia tiene el derecho primario y fundamental de educar; pero le incumbe también el deber primario y fundamental de la educación. En el cumplimiento de este deber esencial, que pertenece estrictamente a su vocación, la familia va a beber en las fuentes del gran tesoro de toda la humanidad que es la cultura; y más directamente, la cultura del ambiente en que está radicada.

En este orden de cosas el hombre se hace heredero del pasado, que para él se va transformando en futuro: no sólo en futuro de la propia familia, sino también de la propia nación y de la humanidad entera.

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4. Al mismo tiempo que se va desarrollando este ciclo normal de la familia, del nacimiento y de la educación del hombre, a través de él pasa orgánicamente el plan divino de la salvación, proporcionado al hombre desde el principio, juntamente con la alianza matrimonial, y confirmado y renovado –después de la caída– en Jesucristo. En Jesucristo, el plan divino de la salvación adquiere su plenitud.

Quisiera, hermanos y hermanas muy queridos, al enunciar esta doctrina, de validez universal, poder limitarme a dar gracias a Dios y congratularme con las familias portuguesas, porque aquí se respetan y observan:

–Los principios de la primacía del hombre en la institución familiar.

–Las implicaciones y los imperativos prácticos en cuanto a la función de la cultura y al papel de la educación.

Sin embargo, dada la rápida generalización que tienen los fenómenos sociales con incidencia en la mentalidad y comportamiento de las células de la sociedad y de las personas, no puedo dejar de alertar aquí la conciencia humana y cristiana de todos, porque la noble causa de la familia interesa a todos; de comprometer en ello a los responsables más directos de la cultura, sobre todo de la cultura llamada “de masa”, a los responsables de la educación, a los agentes de la pastoral; de hacer finalmente un llamamiento a cuantos pueden contribuir a mantener y preservar una situación favorable a la comunidad conyugal y familiar, en que, con la transmisión de la vida, existe la gravísima obligación de educar a la prole.

Y vosotros, queridos padres y madres de familia, conscientes de que vuestro hogar es la primera escuela de valoración humana de los hijos que Dios os ha dado, seréis también conscientes, sin duda, de este otro grave deber que os incumbe: hacer todo lo posible, llegando incluso a la exigencia, para que vuestros hijos puedan progresar armónicamente en su proyecto de vida, apoyados en una conveniente formación humana y cristiana. La Iglesia se alegra cuando los poderes constituidos en la sociedad, teniendo en cuenta el pluralismo y la justa libertad religiosa, “ayudan a las familias para que pueda darse a sus hijos en todas las escuelas una educación conforme a los principios morales y religiosos de las familias” (Gravissimum educationis, 7).

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5. La primera verdad sobre la familia, explicada hasta el momento, destaca en el episodio de la presentación de Jesús en el templo, episodio evocado hace poco por la lectura del texto de San Lucas.

Recordemos lo que pasó: de acuerdo con la prescripción de la ley del Antiguo Testamento, llevan al templo un Niño, cuarenta días después de haber venido al mundo. Lo llevó María para someterse a la ley ritual de la purificación de la madre, después de concebir. Con ella vino también José para ofrecer el sacrificio obligatorio en estas circunstancias. Nacido en la noche de Belén, el Hijo de María entraba así en la herencia espiritual de Israel, de su nación.

Al mismo tiempo, el Niño traía consigo otra herencia espiritual: la herencia del amor eterno del Padre, quien “tanto amó al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan la vida eterna” (cf. Jn 3, 16).

Con Jesucristo la herencia divina de la vida eterna entra no sólo en la vida de Israel, sino también en la de toda la humanidad. Lo expresan las palabras proféticas pronunciadas por Simeón, al ver al Niño: “Ahora Señor, puedes ya dejar ir a tu siervo en paz según tu palabra, porque han visto mis ojos tu salud, la que has presentado ante la faz de todos los pueblos; luz para iluminación de las gentes y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2, 29-32).

El mismo Simeón, en sus palabras inspiradas y proféticas, da a entender contemporáneamente que se trata de una herencia difícil. Dice a la Madre del recién nacido: “Este Niño puesto está para caída y levantamiento de muchos en Israel y para signo de contradicción; y una espada atravesará tu alma para que se descubran los pensamientos de muchos corazones” (Lc 2, 34).

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6. Los bienes divinos de la Alianza y de la gracia están, desde el principio, unidos a la familia. Por eso también el matrimonio, en cierto sentido, desde el principio, es un sacramento, como símbolo de la futura encarnación del Verbo de Dios. Sacramento que Cristo ha confirmado y al mismo tiempo renovado con la palabra del Evangelio y con el misterio de su redención.

Por virtud del Espíritu Santo, el hombre y la mujer contraen entre sí la alianza matrimonial, que, por institución divina, es indisoluble “desde el principio”.

Radicada en la complementariedad natural que hay entre el hombre y la mujer, la indisolubilidad está sancionada por el compromiso recíproco de la donación personal y total, y es exigida por el bien de los hijos. A la luz de la fe, se manifiesta su verdad última, que es la de ser propuesta “como fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia”. Con estas palabras expuse la enseñanza tradicional de la Iglesia, en la Exhortación Apostólica “Familiaris consortio” (cf. n. 20), a petición de los obispos de todas las partes del Mundo, reunidos en Sínodo, en Roma, para estudiar los problemas de la familia cristiana en el mundo de hoy.

Esta doctrina no se armoniza, ciertamente, con la mentalidad de muchos contemporáneos nuestros, que juzgan imposible un compromiso de fidelidad para toda la vida. Los padres del Sínodo, aunque conscientes de las actuales corrientes ideológicas contrarias, declaran que es misión específica de la Iglesia “repetir el buen anuncio de la perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo su fundamento y su fuerza” (ibid. 20). Y puntualizan que esta misión no incumbe sólo a la jerarquía, sino también a vosotros, a cada una de las parejas cristianas, llamadas a ser en el mundo actual un “signo”, siempre renovado, “de la incansable fidelidad con que Dios y Jesucristo aman a todos los hombres y a cada hombre” (ibid.).

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7. A cada hombre: por tanto también a aquel o aquella que se encuentra implicado en un matrimonio fracasado. Dios no deja de amar a quienes se han separado ni tampoco a quienes han contraído nueva unión irregular. Él sigue acompañando a estas personas con la inmutable fidelidad de su amor, llamando continuamente su atención sobre la santidad de la norma quebrantada y, al mismo tiempo, invitándoles a no abandonar la esperanza.

Reflejando, de algún modo, el amor de Dios, tampoco la Iglesia excluye de preocupación pastoral a los cónyuges separados y casados de nuevo. Aun manteniendo la práctica, fundada en la Sagrada Escritura, de no admitir a estas personas a la comunión eucarística, dado que su condición de vida se opone objetivamente a lo que la Eucaristía significa y realiza, la Iglesia les exhorta a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración y en las obras de caridad, a educar a los hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia, a fin de implorar de esa forma la gracia de Dios y disponerse a recibirla (cf. Familiaris consortio, 84).

La Iglesia tiene conciencia de ser en el mundo, con esta enseñanza, “signo de contradicción”. Las palabras proféticas que Simeón pronunció sobre el Niño, se aplican a Cristo en su vida, y también a la Iglesia en su historia. Muchas veces Cristo, su Evangelio y su Iglesia se convierten en “signo de contradicción” ante aquello que en el hombre no es “de Dios”, sino del mundo o incluso del “príncipe de las tinieblas”.

Llamando incluso el mal por su nombre y enfrentándose a él decididamente, Cristo sale siempre al encuentro de la debilidad humana. Busca la oveja descarriada. Cura las heridas de las almas. Conforta al hombre con su cruz. En el Evangelio no propone exigencias que el hombre no pueda cumplir con la gracia de Dios y con su propia voluntad. Por el contrario, sus exigencias tienen como finalidad el bien del hombre: su verdadera dignidad.

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8. Es necesario que la visión del matrimonio y de la familia, por la que intentáis guiaros, se forme a partir de la luz traída por Cristo: que esta perspectiva sea fruto de una fe viva.

“Por la fe, Abraham, al ser llamado, obedeció y salió hacia la tierra que había de recibir en herencia, pero sin saber a dónde iba” (Heb 11, 8).

Este llamamiento divino, que un día recibió Abraham, nos compromete a cada uno de nosotros, en primer lugar por medio del bautismo. Por el bautismo estamos llamados a ser “coherederos de la promesa divina”, para asumir la vida como “peregrinación hacia la tierra prometida”, o sea, la ciudad permanente, “cuyo arquitecto y constructor es el mismo Dios”.

Con esta concepción de la vida, sabéis que es una constante de la preocupación de la Iglesia proclamar los derechos de la persona humana, subordinados a los derechos de Dios, supremo Señor; y dentro de tales derechos, el derecho a la vida ocupa siempre un lugar preeminente. En el matrimonio, el hombre y la mujer están llamados a transmitir el tesoro de la vida a otros hombres, por una paternidad y una maternidad humanamente responsables.

En continuidad con las normas reafirmadas en el Concilio Vaticano II y en la Encíclica Humanae vitae, y recogiendo el sentir de los padres del último Sínodo de los Obispos, recordé en la reciente Exhortación Apostólica Familiaris consortio, entre los derechos prioritarios de los padres, el de tener los hijos que deseen, recibiendo al mismo tiempo lo necesario para criarlos y educarlos dignamente. Por eso, la Iglesia condena como ofensa grave a la dignidad humana y a la justicia las maniobras para recortar de manera indiscriminada la libertad de los cónyuges respecto a la transmisión de la vida y a la educación de los hijos.

Me siento en el deber de denunciar también una insidiosa “mentalidad contra la vida”, que se está infiltrando en el pensamiento actual.

Dios dice a cada hombre, ¡acoge la vida concebida por obra tuya! Se lo dice por sus mandamientos y por la voz de la Iglesia; se lo dice directamente, por la voz de la conciencia humana. Voz poderosa que no puede dejar de escucharse, a pesar de otras “voces” disonantes, a pesar de cuanto se haga por acallarla.

El carácter a la vez corporal y espiritual de la unión conyugal, siempre iluminada por el amor personal, debe inducir a respetar la sexualidad, su dimensión plenamente humana, y a no “usarla” jamás como un “objeto”, a fin de no destruir la unión personal del alma y del cuerpo, hiriendo “la misma creación de Dios en la trama más profunda entre naturaleza y persona” (ibid. 32).

¡La responsabilidad en la generación de la vida humana –de la vida que debe nacer en una familia– es grande delante de Dios!

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9. Sirviéndose de la colaboración creadora de los padres, Dios Padre quiere repetir una vez más su llamamiento a un nuevo descendiente del género humano. Quiere llamarlo también a él para que se haga “coheredero de la promesa de Dios”, y para que marche hacia la “tierra” que fue “prometida” en Jesucristo a todos los hombres.

La familia es el lugar de la vocación divina del hombre. Es necesario que las parejas cristianas y los padres sean conscientes de esta responsabilidad y colaboren con su mejor buena voluntad a esta vocación divina del nuevo hombre, desarrollando la obra de la educación cristiana, sobre todo con esa catequesis que supone la vida ejemplar.

¡También las vocaciones, especialmente importantes para la misión salvífica de la Iglesia, nacen de las familias cristianas, cuna de los futuros sacerdotes, religiosos, religiosas, misioneros y apóstoles!

Aunque existan hoy dificultades en la labor educativa, los padres cristianos deben, con confianza y valor, formar a sus hijos para los valores esenciales de la vida humana, sin perder nunca de vista que, siendo responsables de la Iglesia doméstica de su hogar, están llamados a edificar en sus hijos la gran Iglesia (cf. Familiaris consortio, 38), y quizás a edificarle a través de sus hijos “llamados por Dios”. Y si Dios los llama de hecho para el servicio de su reino, queridos padres y madres, sed generosos con Él, como Él lo ha sido con vosotros.

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10. [...] Hermanos y hermanas: ¡Es grande el sacramento del matrimonio que ha dado origen a vuestras familias y sigue vivificándolas!

¡Es grande la misión de vuestras familias:

–El futuro del hombre sobre la tierra está ligado a la familia.

–El plan divino de la salvación y la historia de la salvación pasan a través de la familia humana!

[DP (1982), 146]