[1047] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL FUTURO DEL HOMBRE LIGADO A LA FAMILIA
Homilía en el Santuario del Sameiro, Braga (Portugal), 15 mayo 1982
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1. “No temas, Abraham... numerosa será tu descendencia” (Gén 15, 1-5).
La maravillosa historia de Abraham, “Padre de nuestra fe”, evocada por la lectura de la liturgia de hoy, pone de relieve dos verdades fundamentales. En ellas se concentrará nuestra atención y nuestra oración durante esta Eucaristía.
La primera es que el futuro del hombre sobre la tierra está ligado a la familia. La segunda, que el plan divino de la salvación y la historia de la salvación pasan por la familia.
Es un encuentro de familia –de la familia de los hijos de Dios, reunidos para celebrar el Sacrificio eucarístico– el que hoy nos invita a profundizar estas verdades.
Permitidme que, ante todo, salude a la familia portuguesa aquí representada por un gran número de parejas y familias de la ciudad y archidiócesis de Braga y de varias regiones de Portugal: vengo a traerle una palabra de estímulo para que cultive los valores esenciales del matrimonio.
Un saludo también para los Movimientos y organizaciones familiares, sobre todo los de signo eclesial, empeñados unos en la preparación del matrimonio, otros en la promoción de la espiritualidad conyugal, otros en la atención a los problemas que surgen en el seno de las familias: les traigo un incentivo para que lleven adelante una pastoral familiar sólida, amplia, bien articulada, eficaz para el bien de muchos hogares portugueses.
Que las familias de este país se consoliden en el amor y en la unidad como imagen del amor de Cristo a su Iglesia (cf. Ef 5, 25) y continúen así cumpliendo la misión que Dios les ha confiado: eso es lo que pedimos en esta Eucaristía, persuadidos de que también el futuro de Portugal pasa por la familia (cf. Familiaris consortio, Concl.).
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2. En la familia reside, y de la familia depende, más que de cualquier otra sociedad, institución o ambiente, el futuro del hombre.
Esta verdad fundamental resonaba en el diálogo de Abraham con Dios, escuchado hace un instante en la lectura de la sugestiva página del Génesis.
“Tu recompensa será muy grande”, prometía el Señor a su amigo. “Señor, Yahvé, ¿qué vas a darme?” –preguntaba Abraham con un cierto escepticismo– “Yo me iré sin hijos...” (Gén 15, 2).
A la desconsolada postración de Abrabam seguirá su alegría, cuando, “en el tiempo señalado por Dios” (Gén 21, 2), Sara le da un hijo.
El futuro del hombre es, ante todo, el mismo hombre. Es el hombre nacido del hombre, de un padre y de una madre, de un hombre y de una mujer. Por eso el futuro del hombre se decide en la familia.
El matrimonio es la base de la familia, como la familia es el vértice del matrimonio. Es imposible separar uno de otra. Es preciso considerarlos en conjunto a la luz del futuro del hombre.
Ésta es una verdad evidente y, sin embargo, es también una verdad amenazada. Por muchas razones, la humanidad se ve llevada a pensar su propia existencia presente y futura, más según categorías de lo que el hombre produce –o sea, con categorías de medios– que según la dimensión del fin, propia del hombre.
Diversas circunstancias parecen explicar y justificar esta manera de pensar. Puede incluso decirse que el hombre actúa así por “consideración hacia el hombre”: por la preocupación de asegurar su existencia material sobre la tierra. Sobre este punto tendrían mucho que decir las publicaciones contemporáneas en el campo de la demografía o de la economía.
Sin embargo, pensando en el hombre, en su futuro sobre la tierra, primariamente según categorías de lo que produce y hace producir a la tierra, muy fácilmente cometemos un error fundamental: el hombre deja de ser el valor principal y esencial. De fin, pasa a ser medio.
Así, nuestro modo de pensar se aparta del pensamiento del Creador que, de entre todas las criaturas de la tierra, sólo ha amado por sí mismo al hombre (cf. Gaudium et spes, 24).
En este punto, precisamente, es insustituible la vocación de la familia. También la familia, por su propia naturaleza, “ama al hombre por sí mismo”; se forma como comunidad de personas, referida al hombre como tal: al hombre concreto, siempre único e irrepetible, marido, mujer, padre, madre, hijo e hija.
Por eso la familia, en el ambiente actual del mundo –especialmente del mundo “rico”, del mundo de la “elevada civilización material”– está amenazada. Sigue siendo, no obstante, la fuente de esperanza del mundo. En ella a pesar de todo, se decide el futuro del hombre; y –permítaseme concretar– del hombre en Portugal, empeñado en consolidar las bases sobre las que se asientan el progreso equilibrado, la concordia y la paz.
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3. “Mira al cielo, y cuenta, si puedes, las estrellas...; así de numerosa será tu descendencia” (Gén 15, 5), dice el Señor a Abraham. El hijo que va a nacer será el comienzo de la familia y de la estirpe, el tronco o el fundador de la tribu y de la nación.
El hombre no está destinado a vivir solo. No subsiste solitario sobre la tierra. Está llamado a vivir su vida en comunidad. Por eso nacen las comunidades, de las que la primera y más fundamental es precisamente la familia. Y mediante las comunidades, primeramente la familia, el hombre se va formando y madurando como hombre. Así, nacido en la comunidad matrimonial del hombre y de la mujer, el hombre debe su educación a la familia.
La educación, de acuerdo con el significado particular de esta palabra, se destina a “humanizar” al hombre. Hombre desde el primer instante de su concepción en el seno materno, gradualmente “aprende a ser hombre”, y este aprendizaje fundamental se identifica precisamente con la educación. El hombre es el futuro de la propia familia y de la humanidad entera, pero su futuro está inseparablemente ligado a la educación.
La familia tiene el derecho primario y fundamental de educar; pero le incumbe también el deber primario y fundamental de la educación. En el cumplimiento de este deber esencial, que pertenece estrictamente a su vocación, la familia va a beber en las fuentes del gran tesoro de toda la humanidad que es la cultura; y más directamente, la cultura del ambiente en que está radicada.
En este orden de cosas el hombre se hace heredero del pasado, que para él se va transformando en futuro: no sólo en futuro de la propia familia, sino también de la propia nación y de la humanidad entera.
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4. Al mismo tiempo que se va desarrollando este ciclo normal de la familia, del nacimiento y de la educación del hombre, a través de él pasa orgánicamente el plan divino de la salvación, proporcionado al hombre desde el principio, juntamente con la alianza matrimonial, y confirmado y renovado –después de la caída– en Jesucristo. En Jesucristo, el plan divino de la salvación adquiere su plenitud.
Quisiera, hermanos y hermanas muy queridos, al enunciar esta doctrina, de validez universal, poder limitarme a dar gracias a Dios y congratularme con las familias portuguesas, porque aquí se respetan y observan:
–Los principios de la primacía del hombre en la institución familiar.
–Las implicaciones y los imperativos prácticos en cuanto a la función de la cultura y al papel de la educación.
Sin embargo, dada la rápida generalización que tienen los fenómenos sociales con incidencia en la mentalidad y comportamiento de las células de la sociedad y de las personas, no puedo dejar de alertar aquí la conciencia humana y cristiana de todos, porque la noble causa de la familia interesa a todos; de comprometer en ello a los responsables más directos de la cultura, sobre todo de la cultura llamada “de masa”, a los responsables de la educación, a los agentes de la pastoral; de hacer finalmente un llamamiento a cuantos pueden contribuir a mantener y preservar una situación favorable a la comunidad conyugal y familiar, en que, con la transmisión de la vida, existe la gravísima obligación de educar a la prole.
Y vosotros, queridos padres y madres de familia, conscientes de que vuestro hogar es la primera escuela de valoración humana de los hijos que Dios os ha dado, seréis también conscientes, sin duda, de este otro grave deber que os incumbe: hacer todo lo posible, llegando incluso a la exigencia, para que vuestros hijos puedan progresar armónicamente en su proyecto de vida, apoyados en una conveniente formación humana y cristiana. La Iglesia se alegra cuando los poderes constituidos en la sociedad, teniendo en cuenta el pluralismo y la justa libertad religiosa, “ayudan a las familias para que pueda darse a sus hijos en todas las escuelas una educación conforme a los principios morales y religiosos de las familias” (Gravissimum educationis, 7).
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5. La primera verdad sobre la familia, explicada hasta el momento, destaca en el episodio de la presentación de Jesús en el templo, episodio evocado hace poco por la lectura del texto de San Lucas.
Recordemos lo que pasó: de acuerdo con la prescripción de la ley del Antiguo Testamento, llevan al templo un Niño, cuarenta días después de haber venido al mundo. Lo llevó María para someterse a la ley ritual de la purificación de la madre, después de concebir. Con ella vino también José para ofrecer el sacrificio obligatorio en estas circunstancias. Nacido en la noche de Belén, el Hijo de María entraba así en la herencia espiritual de Israel, de su nación.
Al mismo tiempo, el Niño traía consigo otra herencia espiritual: la herencia del amor eterno del Padre, quien “tanto amó al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan la vida eterna” (cf. Jn 3, 16).
Con Jesucristo la herencia divina de la vida eterna entra no sólo en la vida de Israel, sino también en la de toda la humanidad. Lo expresan las palabras proféticas pronunciadas por Simeón, al ver al Niño: “Ahora Señor, puedes ya dejar ir a tu siervo en paz según tu palabra, porque han visto mis ojos tu salud, la que has presentado ante la faz de todos los pueblos; luz para iluminación de las gentes y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2, 29-32).
El mismo Simeón, en sus palabras inspiradas y proféticas, da a entender contemporáneamente que se trata de una herencia difícil. Dice a la Madre del recién nacido: “Este Niño puesto está para caída y levantamiento de muchos en Israel y para signo de contradicción; y una espada atravesará tu alma para que se descubran los pensamientos de muchos corazones” (Lc 2, 34).
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6. Los bienes divinos de la Alianza y de la gracia están, desde el principio, unidos a la familia. Por eso también el matrimonio, en cierto sentido, desde el principio, es un sacramento, como símbolo de la futura encarnación del Verbo de Dios. Sacramento que Cristo ha confirmado y al mismo tiempo renovado con la palabra del Evangelio y con el misterio de su redención.
Por virtud del Espíritu Santo, el hombre y la mujer contraen entre sí la alianza matrimonial, que, por institución divina, es indisoluble “desde el principio”.
Radicada en la complementariedad natural que hay entre el hombre y la mujer, la indisolubilidad está sancionada por el compromiso recíproco de la donación personal y total, y es exigida por el bien de los hijos. A la luz de la fe, se manifiesta su verdad última, que es la de ser propuesta “como fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia”. Con estas palabras expuse la enseñanza tradicional de la Iglesia, en la Exhortación Apostólica “Familiaris consortio” (cf. n. 20), a petición de los obispos de todas las partes del Mundo, reunidos en Sínodo, en Roma, para estudiar los problemas de la familia cristiana en el mundo de hoy.
Esta doctrina no se armoniza, ciertamente, con la mentalidad de muchos contemporáneos nuestros, que juzgan imposible un compromiso de fidelidad para toda la vida. Los padres del Sínodo, aunque conscientes de las actuales corrientes ideológicas contrarias, declaran que es misión específica de la Iglesia “repetir el buen anuncio de la perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo su fundamento y su fuerza” (ibid. 20). Y puntualizan que esta misión no incumbe sólo a la jerarquía, sino también a vosotros, a cada una de las parejas cristianas, llamadas a ser en el mundo actual un “signo”, siempre renovado, “de la incansable fidelidad con que Dios y Jesucristo aman a todos los hombres y a cada hombre” (ibid.).
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7. A cada hombre: por tanto también a aquel o aquella que se encuentra implicado en un matrimonio fracasado. Dios no deja de amar a quienes se han separado ni tampoco a quienes han contraído nueva unión irregular. Él sigue acompañando a estas personas con la inmutable fidelidad de su amor, llamando continuamente su atención sobre la santidad de la norma quebrantada y, al mismo tiempo, invitándoles a no abandonar la esperanza.
Reflejando, de algún modo, el amor de Dios, tampoco la Iglesia excluye de preocupación pastoral a los cónyuges separados y casados de nuevo. Aun manteniendo la práctica, fundada en la Sagrada Escritura, de no admitir a estas personas a la comunión eucarística, dado que su condición de vida se opone objetivamente a lo que la Eucaristía significa y realiza, la Iglesia les exhorta a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración y en las obras de caridad, a educar a los hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia, a fin de implorar de esa forma la gracia de Dios y disponerse a recibirla (cf. Familiaris consortio, 84).
La Iglesia tiene conciencia de ser en el mundo, con esta enseñanza, “signo de contradicción”. Las palabras proféticas que Simeón pronunció sobre el Niño, se aplican a Cristo en su vida, y también a la Iglesia en su historia. Muchas veces Cristo, su Evangelio y su Iglesia se convierten en “signo de contradicción” ante aquello que en el hombre no es “de Dios”, sino del mundo o incluso del “príncipe de las tinieblas”.
Llamando incluso el mal por su nombre y enfrentándose a él decididamente, Cristo sale siempre al encuentro de la debilidad humana. Busca la oveja descarriada. Cura las heridas de las almas. Conforta al hombre con su cruz. En el Evangelio no propone exigencias que el hombre no pueda cumplir con la gracia de Dios y con su propia voluntad. Por el contrario, sus exigencias tienen como finalidad el bien del hombre: su verdadera dignidad.
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8. Es necesario que la visión del matrimonio y de la familia, por la que intentáis guiaros, se forme a partir de la luz traída por Cristo: que esta perspectiva sea fruto de una fe viva.
“Por la fe, Abraham, al ser llamado, obedeció y salió hacia la tierra que había de recibir en herencia, pero sin saber a dónde iba” (Heb 11, 8).
Este llamamiento divino, que un día recibió Abraham, nos compromete a cada uno de nosotros, en primer lugar por medio del bautismo. Por el bautismo estamos llamados a ser “coherederos de la promesa divina”, para asumir la vida como “peregrinación hacia la tierra prometida”, o sea, la ciudad permanente, “cuyo arquitecto y constructor es el mismo Dios”.
Con esta concepción de la vida, sabéis que es una constante de la preocupación de la Iglesia proclamar los derechos de la persona humana, subordinados a los derechos de Dios, supremo Señor; y dentro de tales derechos, el derecho a la vida ocupa siempre un lugar preeminente. En el matrimonio, el hombre y la mujer están llamados a transmitir el tesoro de la vida a otros hombres, por una paternidad y una maternidad humanamente responsables.
En continuidad con las normas reafirmadas en el Concilio Vaticano II y en la Encíclica Humanae vitae, y recogiendo el sentir de los padres del último Sínodo de los Obispos, recordé en la reciente Exhortación Apostólica Familiaris consortio, entre los derechos prioritarios de los padres, el de tener los hijos que deseen, recibiendo al mismo tiempo lo necesario para criarlos y educarlos dignamente. Por eso, la Iglesia condena como ofensa grave a la dignidad humana y a la justicia las maniobras para recortar de manera indiscriminada la libertad de los cónyuges respecto a la transmisión de la vida y a la educación de los hijos.
Me siento en el deber de denunciar también una insidiosa “mentalidad contra la vida”, que se está infiltrando en el pensamiento actual.
Dios dice a cada hombre, ¡acoge la vida concebida por obra tuya! Se lo dice por sus mandamientos y por la voz de la Iglesia; se lo dice directamente, por la voz de la conciencia humana. Voz poderosa que no puede dejar de escucharse, a pesar de otras “voces” disonantes, a pesar de cuanto se haga por acallarla.
El carácter a la vez corporal y espiritual de la unión conyugal, siempre iluminada por el amor personal, debe inducir a respetar la sexualidad, su dimensión plenamente humana, y a no “usarla” jamás como un “objeto”, a fin de no destruir la unión personal del alma y del cuerpo, hiriendo “la misma creación de Dios en la trama más profunda entre naturaleza y persona” (ibid. 32).
¡La responsabilidad en la generación de la vida humana –de la vida que debe nacer en una familia– es grande delante de Dios!
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9. Sirviéndose de la colaboración creadora de los padres, Dios Padre quiere repetir una vez más su llamamiento a un nuevo descendiente del género humano. Quiere llamarlo también a él para que se haga “coheredero de la promesa de Dios”, y para que marche hacia la “tierra” que fue “prometida” en Jesucristo a todos los hombres.
La familia es el lugar de la vocación divina del hombre. Es necesario que las parejas cristianas y los padres sean conscientes de esta responsabilidad y colaboren con su mejor buena voluntad a esta vocación divina del nuevo hombre, desarrollando la obra de la educación cristiana, sobre todo con esa catequesis que supone la vida ejemplar.
¡También las vocaciones, especialmente importantes para la misión salvífica de la Iglesia, nacen de las familias cristianas, cuna de los futuros sacerdotes, religiosos, religiosas, misioneros y apóstoles!
Aunque existan hoy dificultades en la labor educativa, los padres cristianos deben, con confianza y valor, formar a sus hijos para los valores esenciales de la vida humana, sin perder nunca de vista que, siendo responsables de la Iglesia doméstica de su hogar, están llamados a edificar en sus hijos la gran Iglesia (cf. Familiaris consortio, 38), y quizás a edificarle a través de sus hijos “llamados por Dios”. Y si Dios los llama de hecho para el servicio de su reino, queridos padres y madres, sed generosos con Él, como Él lo ha sido con vosotros.
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10. [...] Hermanos y hermanas: ¡Es grande el sacramento del matrimonio que ha dado origen a vuestras familias y sigue vivificándolas!
¡Es grande la misión de vuestras familias:
–El futuro del hombre sobre la tierra está ligado a la familia.
–El plan divino de la salvación y la historia de la salvación pasan a través de la familia humana!
[DP (1982), 146]
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1. “Não temas, Abraão... a tua discendência será numerosa (1).
A maravilhosa história de Abraão, “Pai da nossa fé”, evocada pela leitura da liturgia de hoje, põe em relevo duas verdades fundamentais. Nelas se concentrará a nossa atenção e a nossa oração durante esta Eucaristia.
A primeira é que o futuro do homem sobre a terra está ligado à família. A segunda, que o Plano Divino da Salvação e a história da Salvação passam pela família.
É num encontro de família –da família dos filhos de Deus, reunidos para celebrar o sacrifício eucarístico– que vamos aprofundar estas verdades.
Permiti que, antes de mais nada eu saúde a família portuguesa aqui representada por um grande número de casais e famílias da cidade e Aquidiocese de Braga e de várias regiões de Portugal: venho trazerlhes uma palavra de estímulo a cultivar os valores essenciais do matrimónio.
Uma saudação também aos movimentos e organição familiares, sobretudo de cunho eclesial, empenhados uns na preparação do casamento, outros na promoção da espiritualidade conjugal, outros no atendimento a problemas que surgem no seio das famílias; trago-lhes um incentivo a levar avante uma Pastoral Familiar sólida, ampla, bem articulada, eficaz para o bem de muitos lares portugueses.
Que as famílias deste País se consolidem no amor e na unidade como imagem do amor de Cristo à sua Igreja (2) e continuem assim a cumprir a missão que Deus lhes confiou: para isso rezamos nesta Eucaristia, persuadidos de que também o futuro de Portugal passa pela família (3).
1. Gen. 15, 1-5.
2. Cfr. Eph. 5, 25.
3. Cfr. IOANNIS PAULIPP. II, Familiaris consortio, Concl. [1981 11 22/86].
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2. Na família reside e da família, mais do que de qualquer outra sociedade, instituição ou ambiente, depende o futuro do homem.
Esta verdade fundamental ressoava no colóquio de Abraão com Deus, ouvido há instantes na leitura da sugestiva página do Génesis.
“A tua recompensa será muito grande”, prometia o Senhor ao seu amigo. “Que é que me dareis, Senhor?” –interrogava Abraão, com uma ponta de cepticismo– “Vou partir sem filhos...” (4).
À desconsolada prostração de Abraão seguir-se-á a sua alegria quando, “no tempo fixado por Deus” (5) Sara lhe dará um filho.
O futuro do homem é, antes de tudo, o próprio homem. É o homem nascido do homem: de um pai e de uma mãe, de um homem e de uma mulher. Por isso o futuro de homem decide-se na família.
O matrimónio é o alicerce da família como a família é o vértice do matrimónio. É impossível separar um da outra. É preciso considerálos juntos à luz do futuro do homem.
Esta é uma verdade evidente e, não obstante, é também uma verdade ameaçada. Por muitas razões, a humanidade é levada a pensar na sua própria existência presente e futura mais segundo categorias daquilo que o homem produz –ou seja, com categorias de meios– do que segundo a dimensão do fim, própria do homem.
Várias circunstâncias parecem explicar e justificar tal maneira de pensar. Pode até dizer-se que o homem faz assim po “consideração para com o homem”; pela preocupação da assegurar a sua existência material sobre a terra. Sobre este ponto, teriam muito a dizer as publicações contemporâneas no campo da demografia ou da economia.
Contudo, pensando no homem, no seu futuro sobre a terra, primariamente segundo categorias do que ele produz e faz produzir à terra, muito facilmente cometemos um erro fundamental: o homem deixa de ser o valor principal e essencial. De fim, passa a ser meio.
Assim, o nosso modo de pensar afasta-se do pensamento do Criador que, dentre todas as criaturas da terra, somente quis por si mesmo o homem (6).
Nesto ponto, precisamente, é insubstituível a vocação da família. Também a família, pela sua própria natureza, “quer o homem por ele mesmo”; forma-se como comunidade de pessoas voltada para o homem como tal: o homem concreto, sempre único e irrepetível, marido, mulher, pai, mãe, filho e filha.
Por isso a família, na atmosfera actual do mundo –especialmente do mundo “rico”, do mundo da “elevada civilização material”– está ameaçada. Ela permanece, contudo, a fonte de esperança do mundo. É nela que, apesar de tudo, se decide o futuro do homem; e –seja-me permitido concretizar– do homem em Portugal, empenhado em consolidar as bases sobre as quais assentam o progresso equilibrado, a concórdia e a paz.
4. Gen. 15, 2.
5. Ibid. 21, 2.
6. Cfr. Gaudium et spes, 24.
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3. “Ergue os olhos para os céus e conta as estrelas, se és capaz... assim será a tua descendência (7) –diz o Senhor a Abraão. O filho que está para nascer será o início da família e da estirpe, o tronco ou o fundador da tribo e da nação.
O homem não é destinado a estar sozinho. Não subsiste solitário sobre a terra. É chamado a viver a sua vida em comunidade. Por isso nascem as comunidades, a primeira e a mais fundamental das quais é exactamente a família. E por meio das comunidades, primeira delas, a família, o homem vai-se formando e amadurecendo como homem.
Assim, nascido na comunidade matrimonial do homem e da mulher, o homem fica a dever a sua educação à família.
A educação, de acordo com o significado particular desta palavra, destina-se a “humanizar” o homem. Homem desde o primeiro instante da sua concepção no seio materno, gradualmente ele “aprende a ser homem”; e esta aprendizagem fundamental identifica-se precisamente com a educação. O homem é a futuro da própria família e da humanidade inteira –mas o seu futuro acha-se inseparavelmente ligado à educação.
A família tem o primeiro e fundamental direito a educar; mas incumbe-lhe também o primeiro e fundamental dever da educação. No cumprimento deste dever essencial, que pertence estritamente à sua vocação, a família vai beber nas fontes do grande tesouro de toda a humanidade que é a cultura; e mais directamente, da cultura do ambiente onde está radicada.
Por esta ordem de factos o homem torna-se herdeiro do passado que nele se vai transformando em futuro: Não só futuro da própria família, mas também da própria nação e da humanidade inteira.
7. Gen. 15, 5.
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4. Ao mesmo tempo que se vai processando este ciclo normal da família, do nascimento e da educação do homem, através dele passa organicamente o Plano Divino da Salvação, proporcionado ao homem desde o princípio, conjuntamente à aliança matrimonial, e confirmado e renovado –depois da queda no pecado– em Jesus Cristo. Em Jesus Cristo, o Plano Divino da Salvação tem a sua plenitude.
Desejaria, irmãos e irmãs muito amados, ao enunciar esta doutrina, de validade universal, não ter senão que dar graças a Deus e congratularme com as famílias portuguesas, por serem aqui respeitados e observados:
–Os princípios da centralidade do homem na instituição familiar.
–As implicações e os imperativos práticos para o papel da cultura e para o múnus da educação.
Dada, porém, a generalização rápida que têm os fenómenos sociais com incidências na mentalidade e comportamento das células da sociedade e das pessoas, não deixarei de alertar aqui a consciència humana e cristã de todos, porque a grande causa da família a todos interessa; de apelar para o empenho dos mais directamente responsáveis pela cultura, sobretudo da cultura chamada “de massa”, dos responsáveis pela educação, dos agentes de pastoral; de apelar enfim, para todos os que podem contribuir para manter e preservar uma situação favorável à comunidade conjugal e familiar, onde, com a transmissão da vida, existe a gravíssima obrigação de educar a prole.
E vós, queridos pais e mães de família, conscientes de que a vosso lar é a primeira escola de valorização humana dos filhos que Deus vos deu, estareis conscientes também, certamente, deste outro grave dever que vos incumbe: de tudo dispor ou até exigir, para que os vossos filhos possam progredir harmonicamente, na ascensão para a vida, apoiados numa conveniente formação humana e cristã. A Igreja alegrase quando os poderes constituídos na sociedade, tendo em conta o pluralismo e a justa liberdade religiosa, “ajudam as famílias, para que a educação dos filhos possa ser dada em todas as escolas, segundo os princípios morais e religiosos das mesmas famílias” (8).
8. Gravissimum educationis, 7.
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5. A primeira verdade sobre a família, apresentada até aqui, sobressai no episódio da apresentação de Jesus no Templo, episódio há pouco relembrado pela leitura do texto de São Lucas.
Recordemos o que se passou: de acordo com a prescrição da lei do Antigo Testamento, é levado ao Templo um menino, quarenta dias depois de vir ao mundo. Levou-O Maria para se submeter à lei ritual da Purificação da mãe, depois de conceber. Com Ela, veio também José para oferecer o sacrificio obrigatório em tais circunstâncias. Nascido na noite de Belém, o filho de Maria entrava assim na herança espiritual de Israel– da sua Nação.
Ao mesmo tempo, o Menino trazia consigo outra Herança espiritual: a herança do Eterno Amor do Pai, o qual “amou de tal modo o mundo que lhe deu o Seu Filho para que nenhum homem pereça, mas tenha a vida eterna” (9).
Com Jesus Cristo, a divina Herança da vida eterna entra não apenas na vida de Israel, mas na de toda a humanidade. Exprimem-no as palavras proféticas pronunciadas por Simeão, ao ver o Menino: “Agora, Senhor, podes deixar ir o Teu servo, segundo a Tua promessa, em paz; porque os meus olhos viram a Tua salvação, que preparaste, em favor de todos os povos, luz para iluminar as nações e glória de Israel, Teu povo” (10).
O próprio Simeão, nas suas palavras inspiradas e proféticas, dá a entender ao mesmo tempo que se trata de uma Herança difícil. Diz à Mãe do recém-nascido: “Este Menino está aqui para queda e ressurgimento de muitos em Israel, e para ser sinal de contradição, a fim de se revelarem os pensamentos de muitos corações. E também a ti, uma espada trespassará a tua alma” (11).
9. Cfr. Io. 3, 16.
10. Luc. 2, 29-32.
11. Ibid. 2, 34.
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6. Os bens divinos da Aliança e da Graça estão, desde o princípio, unidos à família. Por isso, também o matrimónio, em certo sentido, desde o princípio, é sacramento, como símbolo da futura encarnação do Verbo de Deus. Sacramento que Cristo confirmou e ao mesmo tempo renovou com a palavra do Evangelho e com o mistério da sua Redenção.
Pela virtude do Espírito Santo, o homem e a mulher estreitam entre si a Aliança Matrimonial, que, por instituição divina, “desde o princípio” é indissolúvel.
Radicada na complementariedade natural que existe entre o homem e a mulher, a indissolubilidade é sancionada pelo recíproco compromisso de doação pessoal e total, e é exigida pelo bem dos filhos. À luz da fé, manifesta-se a sua verdade última, que é a de ser proposta “como fruto, sinal e exigência do amor absolutamente fiel, que Deus Pai tem para com o homem, e que o Senhor Jesus vive para com a Igreja”. Com estas palavras expus o ensino tradicional da Igreja, na Exortação Apostólica “Familiaris Consorcio” (12), a pedido dos Bispos de todas as partes do mundo, reunidos em Sínodo, em Roma, para estudar os problemas da família cristã no mundo de hoje.
Esta doutrina não se harmoniza, certamente, com a mentalidade de tantos contemporâneos nossos que julgam impossível um compromisso de fidelidade para a vida inteira. Os Padres do Sínodo, conscientes embora das actuais correntes ideológicas contrárias, declararam que é missão específica da Igreja “apregoar o alegre anúncio da irrevocabilidade daquele amor conjugal que tem em Jesus Cristo o fundamento e o vigor” (13). E esclareceram que tal missão não se impõe somente à Hierarquia; também a vós, a cada um dos casais cristãos, chamados a ser no mundo um “sinal”, sempre renovado, “da fidelidade imutável com que Deus e Jesus Cristo amam a todos e cada um dos homens” (14).
12. Cfr. IOANNIS PAULI PP. II, Familiaris consortio, 20 [1981 11 22/20].
13. IOANNIS PAULI PP. II, Familiaris consortio, 20 [1981 11 22/20].
14. Ibid.
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7. Cada um dos homens: portando também aquele ou aquela que se encontra a braços con um casamento que fracassou. Deus não deixa de amar os que se separam, nem mesmo os que iniciaram uma nova união irregular. Ele continua a acompanhar tais pessoas com a imutável fidelidade do seu amor, chamando continuamente a atenção para a santidade da norma violada e, ao mesmo tempo, convidando a não abandonarem a esperança.
Reflectindo, de algum modo, o amor de Deus, também a Igreja não exclui da sua preocupação pastoral os cônjuges separados e novamente casados; pelo contrário, põe à sua disposição os meios de salvação. Embora mantendo a prática, fundada na Sagrada Escritura, de não admitir tais pessoas à comunhão eucarística, dado que a sua condição de vida se opõe objectivamente ao que a Eucarístia significa e opera, a Igreja exorta-os a ouvir a Palavra de Deus, a frequentar o sacrifício da Missa, a perseverar na oração e nas obras de caridade, a educar os filhos na fé cristã, a cultivar o espírito e as obras de penitência, a fim de implorarem dessa forma a graça de Deus e se disporem para a receber (15).
A Igreja tem consciência de ser no mundo, com este ensino, “sinal de contradição”. As palavras proféticas, que Simeão pronunciou sobre o Menino, aplicam-se a Cristo na sua vida, e também à Igreja na sua história. Muitas vezes Cristo, o seu Evangelho e a Igreja, tornam-se “sinal de contradição” perante aquilo que no homem não é “de Deus”, mas do mundo ou até do “príncipe das trevas”.
Mesmo chamando o mal pelo nome e opondo-se-lhe decididamente Cristo vem sempre ao encontro da fraqueza humana. Procura a ovelha tresmalhada. Cura as feridas das almas. Consola o homem com a sua cruz. No Evangelho não faz exigências a que o homem não possa satisfazer com a graça de Deus e com a própria vontade. Pelo contrário, as suas exigências têm como finalidade o bem do homem: a sua verdadeira dignidade.
15. Cfr. IOANNIS PAULI PP. II, Familiaris consortio, 84 [1981 11 22/84].
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8. É preciso que a visão do matrimónio e da família, pela qual vos procurais guiar, queridos irmãos e irmãs, se forme a partir da luz trazida por Cristo: que tal perspectiva seja fruto de fé viva.
“Pela fé Abraão, chamado por Deus, obedeceu, partindo para um lugar que devia receber em herança, e partiu sem saber para onde ia” (16).
Este chamamento divino que um dia coube a Abraão, torna-se pertença de cada um de nós, em primeiro lugar por meio do Baptismo. Pelo Baptismo somos chamados a ser “co-herdeiros da promessa divina” para tomarmos a vida como “peregrinação em direcção à Terra Prometida”, ou seja, à Cidade duradoura “cujo arquitecto e construtor é o próprio Deus”.
Com esta concepção da vida, vós sabeis que é uma constante da solicitude da Igreja proclamar os direitos da pessoa humana, subordi nados aos direitos de Deus supremo Senhor; e dentre tais direitos, o direito à vida ocupa sempre um lugar cimeiro. No matrimónio, o homem e a mulher são chamados a transmitir o tesouro da vida a outros homens, por uma paternidade e uma maternidade humanamente responsáveis.
Em continuidade com as normas reafirmadas no Concílio Vaticano II e na Encíclica “Humanae Vitae” e recolhendo o sentimento dos Padres do último Sínodo dos Bispos, recordei na recente Exortação Apostólica “Familiaris Consortio”, entre os direitos prioritários dos pais, o de terem os filhos que desejarem, recebendo ao mesmo tempo o necessário para criá-los e educá-los dignamente. Por isso, a Igreja condena como ofensa grave à dignidade humana e à justiça as manobras para cercear de maneira indiscriminada a liberdade dos cônjuges em relação à transmissão da vida e à educação dos filhos.
Senti-me no dever de denunciar também uma insidiosa “mentalidade contra a vida”, que se infiltra no pensamento actual.
Deus diz a cada homem: acolhe a vida concebida por obra tua! Di-lo pelos seus mandamentos e pela voz da Igreja; e di-lo directamente, pela voz da consciência humana. Voz potente que não se pode deixar de ouvir, não obstante outras “vozes” dissonantes, não obstante o que se fizer para a abafar.
O carácter ao mesmo tempo corporal e espiritual da união conjugal, sempre iluminada pelo amor pessoal, há-de levar a respeitar a sexualidade, a sua dimensão plenamente humana, e a nunca “usá-la” como um “objecto”, a fim de não dissolver a unidade pessoal da alma e do corpo, ferindo “a própria criação de Deus, na relação mais íntima entre natureza e pessoa” (17).
A responsabilidade na geração da vida humana –da vida que deve nascer numa família– é grande diante de Deus!
16. Hebr. 11, 8.
17. IOANNIS PAULI PP. II, Familiaris consortio, 32 [1981 11 22/32].
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9. Servindo-se da colaboração criadora dos pais, Deus-Pai quer repetir mais uma vez o seu chamamento a um novo descendente do género humano. Quer chamá-lo também a ele para que se torne “co-herdeiro da promessa de Deus” e a partir para a “Terra” que foi “Prometida” em Jesus Cristo a todos os homens.
A família é o lugar da vocação divina do homem. É preciso que os casais cristãos e os pais estejam conscientes desta responsabilidade e colaborem com a melhor boa vontade nesta vocação divina do novo homem, desenvolvendo a obra da educação cristã, sobretudo com aquela catequese que é feita pela vida exemplar.
Também as vocações, particularmente importantes para a missão salvífica da Igreja, nascem das famílias cristãs, berço dos futuros sacerdotes, religiosos, religiosas, missionários e apóstolos!
Embora existam hoje dificuldades na obra educativa, os pais cristãos devem, com confiança e coragem, formar os filhos para os valores essenciais da vida humana, sem nunca perder de vista que, sendo responsáveis pela igreja doméstica do seu lar, são chamados a edificar a grande Igreja nos filhos (18) e, quiçá, a edificá-la pelos seus filhos “chamados por Deus”. E se Deus de facto os chamar para o serviço do Seu reino, queridos pais e mães, sede generosos para com Ele, como Ele o foi para convosco.
18. Cfr. IOANNIS PAULI PP. II, Familiaris consortio, 38 [1981 11 22/38].
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10. [...] Irmãos e Irmãs.
É grande o sacramento do Matrimónio, que deu origem às vossas famílias e continua a vivificá-las!
É grande a missão das vossas famílias:
–o futuro do homem sobre a terra está ligado à família;
–o Plano Divino da Salvação e a história da Salvação passam através da família humana!
[Insegnamenti GP II, 5/2, 1706-1716]