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[1113] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA FAMILIA CRISTIANA ANTE LA VOCACIÓN DE LOS HIJOS

Del Discurso La vostra gradita visita, a los padres de los alumnos del Seminario Mayor Romano, 20 marzo 1983

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1. [...] En efecto, el Señor, en el misterio de su plan de Amor, ha llamado a un miembro de vuestra familia a prepararse para ser un día ministro de aquella Santa Liturgia, en la cual –sobre todo en el Sacrificio eucarístico– está simbolizada y realizada la forma más profunda de unión de Dios con el hombre y de los hombres entre sí, produciendo, como tal, una de las alegrías más bellas y más puras del espíritu.

Si después reflexionamos en el hecho de que los días que nos aprestamos a vivir son los más sugestivos e intensos de todo el año litúrgico, comprendemos bien, bajo esta luz, el significado de este encuentro nuestro.

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2. Creo que no es necesario, queridos míos, que subraye con qué intensidad, como Obispo de Roma, llevo en el pensamiento y en el corazón y con tiernísimo afecto a estos miembros elegidos de vuestras familias. Con San Pablo, cuando se dirigía a su discípulo Timoteo, no vacilo en llamarles “mis verdaderos hijos en la fe” (cfr. 1 Tim 1, 2). Y vosotros, queridos padres, seguramente no os asombráis, si yo comparto vuestra paternidad y maternidad en relación con estos vuestros hijos, ya que “la paternidad en Jesucristo”, de la que habla el Apóstol (cfr. 1 Cor 4, 15), es una generación sobrenatural, “según el Espíritu”, que presupone y ennoblece la natural “según la carne”. Y también vosotros, padres cristianos, habéis estado y habéis participado de esta generación espiritual, habiendo sido para vuestros hijos los primeros testigos de la fe: los “sacerdotes” –podríamos decir– de aquella “Iglesia doméstica” que es la comunidad familiar cristiana, en la cual el hombre, viniendo al mundo, tiene la primera experiencia de la Iglesia y asimila, de modo más existencial que reflexivo, a través del ejemplo de los padres, aquellos conceptos de “padre” y de “madre”, que ayudarán sucesivamente a entender mejor las grandes nociones de “paternidad divina” y “maternidad de María Santísima y de la Iglesia”.

Queridos padres, ciertamente han sido estas nociones elementales de la existencia humana –es decir, la de “padre” y de “madre”–, transfiguradas por la luz de vuestra fe vivida, las que han depositado en el corazón de vuestros hijos –con la extraordinaria potencia evocativa que ellos poseen– los gérmenes de la vocación sacerdotal, que es vocación a ser signo e instrumento de una paternidad generosa y universal, fuerte y misericordiosa, en la cual se refleja como en ninguna otra la paternidad misma de Dios.

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3. Queridos padres y familiares, precisamente ayer festejamos a San José y, con él, a la Familia de Nazaret, modelo de toda familia cristiana. De algunas enseñanzas que he transmitido, veíamos qué importante es la realidad familiar, tanto para que broten santas vocaciones al sacerdocio, como para cualquier otro estado de vida. Y que nosotros tenemos una de las pruebas más claras de aquel estrechísimo lazo y de la mutua complementariedad que unen matrimonio y familia al celibato “por el Reino de los cielos”; son temas sobre los que insistí en algunas Audiencias Generales del año pasado. El celibato consagrado, en el sacerdocio como en la vida religiosa, con su testimonio de lo absoluto de Dios y de una fraternidad universal, paternidad y maternidad espirituales, ayuda a los cónyuges y familiares a mantener viva la conciencia y la práctica de los ideales más elevados de su unión; y por otra parte, los afectos familiares verdaderamente cristianos, con su práctica de un amor generoso hacia los componentes de la familia y también hacia los demás, no hacen más que preparar en el corazón de los hijos el terreno más apropiado para que el divino Sembrador pueda arrojar con fruto –cuando Él quiera– la simiente de su llamada a seguirlo en el Sacerdocio.

Dios goza ciertamente de una libertad soberana al servirse de los medios y cauces más diversos y también más impensados para llamar a Sí a las almas y enderezarlas a las más altas misiones. También dificultades graves en el seno de la familia, no son ciertamente un límite o un obstáculo a la acción que la gracia realiza en las almas para hacerlas conscientes de la llamada divina; más bien, como a veces constatamos, ésta puede hacerse sentir también en ambientes familiares no capaces todavía de apreciar tal inmenso don de Dios y, tal vez, francamente contrarios a ella. Las dificultades que surgen constituyen entonces una prueba de la vocación, la cual, si es auténtica, termina por salir robustecida y, no raramente, tales dificultades llevan también a los mismos familiares a una madurez espiritual, por la que ellos llegan a apreciar la elección del hijo o del hermano a la que primeramente se opusieron o despreciaron.

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4. Mis queridos padres y familiares, al considerar el don que el Señor ha hecho a un miembro de vuestras familias llamándolo al Sacerdocio, podéis ciertamente sentir por ello un humilde y santo orgullo: también vosotros, por el cariño que os une a él, estáis llamados, de algún modo, a participar de su especial cercanía –como sacerdote– a Dios, para “habitar en su santa morada” (cfr. Sal 22, 4) y “en el lugar donde habita su gloria” (cfr. Sal 26, 8). Sed agradecidos al Señor por todo.

Y, sobre todo, estad cerca, con la oración, de vuestro familiar que se prepara a ser sacerdote. La meta del sacerdocio es bellísima y no defrauda, pero no es siempre fácil alcanzarla: se necesita tenacidad, convicciones, espíritu de sacrificio, gran docilidad al Espíritu Santo y a la Iglesia para poder llegar a ser –como decía Santa Catalina de Siena– “ministros de la Sangre”, padre de las almas, santos y santificadores. Por este motivo, estos hijos o hermanos vuestros deben ser sostenidos con mucha, mucha oración. En particular, la oración de vosotras, queridas madres. Sí, como María Santísima, la Madre de los sacerdotes, vosotras tenéis una misión muy especial en la preparación de vuestros hijos al sacerdocio. Como madres terrenas y naturales, les habéis abierto el camino de la vida en este mundo; bajo el modelo de María y por intercesión de María, la Madre celestial, vosotras ahora podéis y debéis ayudarles, como verdaderas madres cristianas, a descubrir nuevos e ilimitados horizontes: los de un Amor “que ojo humano jamás vio, ni oído oyó, y que corazón humano nunca ha experimentado” (cfr. 1 Cor 2, 9).

[DP (1983), 86]