[1135] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL ENCUENTRO PERSONAL EN EL AMOR CONYUGAL
Alocución Gli disse Nicodemo, en la Audiencia General, 16 noviembre 1983
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1. Le dijo Nicodemo: “¿Cómo puede el hombre nacer siendo viejo? ¿Acaso puede entrar de nuevo en el seno de su madre y volver a nacer?” (Jn 3, 4).
La pregunta de Nicodemo a Jesús manifiesta bien la preocupada admiración del hombre ante el misterio de Dios, un misterio que descubre en el encuentro con Cristo. Todo el diálogo entre Jesús y Nicodemo pone de relieve la extraordinaria riqueza de significado de todo encuentro, incluso del encuentro del hombre con otro hombre. Efectivamente, el encuentro es el fenómeno sorprendente y real, gracias al cual el hombre sale de su soledad originaria para afrontar la existencia. Es la condición normal a través de la cual es llevado a captar el valor de la realidad, de las personas y de las cosas que la constituyen, en una palabra, de la historia. En este sentido se puede comparar con un nuevo nacimiento.
En el Evangelio de Juan el encuentro de Cristo con Nicodemo tiene como contenido el nacimiento a la vida definitiva, la del reino de Dios. Pero en la vida de cada uno de los hombres, ¿acaso no son los encuentros los que tejen la trama imprevista y concreta de la existencia? ¿No están ellos en la base del nacimiento de la autoconciencia capaz de acción, la única que permite una vida digna del nombre de hombre?
En el encuentro con el otro, el hombre descubre que es persona y que tiene que reconocer igual dignidad a los demás hombres. Por medio de los encuentros significativos aprende a conocer el valor de las dimensiones constitutivas de la existencia humana, ante todo, las de la religión, de la familia y del pueblo al que pertenece.
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2. El valor del ser con sus connotaciones universales –la verdad, el bien, la belleza–, se le presenta al hombre encarnado sensiblemente en los encuentros decisivos de su existencia.
En el amor conyugal el encuentro entre el amante y el amado, que tiene su realización en el matrimonio, comienza por la experiencia sensible de lo bello encarnado en la “forma” del otro. Pero el ser, a través de la atracción de lo bello, exige expresarse en la plenitud del bien auténtico. El deseo vivo y desinteresado de toda persona que ama verdaderamente es que el otro sea, que se realice su bien, que se cumpla el destino que ha trazado para él Dios providente. Por otra parte, el deseo de bien duradero, capaz de generar y regenerarse en los hijos, no sería posible, si no se apoyase sobre la verdad. No se puede dar la consistencia de un bien definitivo a la atracción de la belleza sin la búsqueda de la verdad de sí y la voluntad de perseverar en ella.
Y continuando: ¿Cómo podría existir un hombre plenamente realizado, sin el encuentro, que tiene lugar en su intimidad con la propia tierra, con los hombres que han forjado su historia mediante la oración, el testimonio, la sangre, el ingenio, la poesía? A su vez, la fascinación por la belleza de la tierra natal y el deseo de verdad y de bien para el pueblo que continuamente la “regenera”, aumentan el deseo de la paz, única que hace posible la unidad del género humano. El cristiano se educa para comprender la urgencia del ministerio de la paz por su encuentro con la Iglesia, donde vive el Pueblo de Dios, al que mi predecesor Pablo VI definió “entidad étnica sui géneris”.
Su historia desafía al tiempo desde hace ya dos mil años, dejando inalterada su originaria apertura a lo verdadero, a lo bueno, a lo bello, a pesar de las miserias de los hombres que pertenecen a ella.
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3. Pero el hombre, más pronto o más tarde, se da cuenta, en términos dramáticos, de que no posee todavía el significado último de estos encuentros multiformes e irrepetibles, capaz de hacerlos definitivamente buenos, verdaderos y bellos. Intuye en ellos la presencia del ser, pero el ser, en cuanto tal, se le escapa. El bien por el que se siente atraído, la verdad que sabe afirmar, la belleza que sabe descubrir están efectivamente lejos de satisfacerle. La indigencia estructural o el deseo insaciable se detienen ante el hombre aún más dramáticamente, después que el otro ha entrado en su vida. Creado para lo infinito, el hombre se siente por todas partes prisionero de lo finito.
¿Qué camino puede hacer, qué misteriosa salida de su intimidad podrá intentar el que ha dejado su soledad originaria para ir al encuentro del otro, buscando allí satisfacción definitiva? El hombre que se ha comprometido con seriedad genuina en su experiencia humana, se halla situado frente a un tremendo aut-aut: o pedir a Otro, con la “O” mayúscula, que surja en el horizonte de la existencia para desvelar y hacer posible su plena realización, o retraerse en sí, en una soledad existencial donde se niega lo positivo mismo del ser. El grito de súplica, o la blasfemia: ¡Esto es lo que le queda!
Pero la misericordia con que Dios nos ha amado es más fuerte que todo dilema. No se detiene ni siquiera ante la blasfemia. Incluso desde el interior de la experiencia del pecado, el hombre puede reflexionar siempre y todavía sobre su fragilidad metafísica y salir de ella. Puede captar la necesidad absoluta del Otro, con la “O” mayúscula, que puede calmar para siempre su sed. ¡El hombre puede encontrar de nuevo el camino de la invocación al Artífice de nuestra salvación, para que venga! Entonces el espíritu se abandona en el abrazo misericordioso de Dios, experimentando finalmente, en este encuentro resolutivo, la alegría de una esperanza “que no defrauda” (Rom 5, 5).
[DP (1983), 319]
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1. Gli disse Nicodemo: “Come può un uomo nascere quando è vecchio? Può forse entrare una seconda volta nel grembo di sua madre e rinascere?” (1).
La domanda di Nicodemo a Gesù esprime bene la meraviglia inquieta dell’uomo di fronte al Mistero di Dio, un mistero che egli scopre nell’incontro con Cristo. Tutto il dialogo tra Gesù e Nicodemo rivela la straordinaria ricchezza di significato di ogni incontro, anche di quello dell’uomo con l’altro uomo. L’incontro infatti è il fenomeno sorprendente e reale con cui l’uomo esce dalla sua solitudine originaria per affrontare l’esistenza. È la condizione normale attraverso la quale egli è condotto a cogliere il valore della realtà, delle persone e delle cose che la costituiscono, in una parola, della storia. In questo senso è paragonabile ad una nuova nascita.
Nel Vangelo di Giovanni l’incontro di Cristo con Nicodemo ha come contenuto la nascita alla vita definitiva, quella del Regno di Dio. Ma nella vita di ogni uomo non sono forse gli incontri a tessere la trama imprevista e concreta dell’esistenza? Non sono essi alla base della nascita di quella autocoscienza capace di azione, che sola consente un vivere degno del nome di uomo?
Nell’incontro con l’altro, l’uomo scopre di essere persona e di dover riconoscere pari dignità agli altri uomini. Attraverso incontri significativi egli impara a conoscere il valore delle dimensioni costitutive dell’esistere umano, prime fra tutte quelle della religione, della famiglia e del popolo cui appartiene.
1. Io. 3, 4.
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2. Il valore dell’essere con le sue connotazioni universali –il vero, il bene, il bello–, si presenta all’uomo sensibilmente incarnato negli incontri decisivi della sua esistenza.
Nell’affezione coniugale l’incontro fra l’amante e l’amato, che trova compimento nel matrimonio, incomincia dall’esperienza sensibile del bello incarnato nella “forma” dell’altro. Ma l’essere, attraverso l’attrattiva del bello, chiede di esprimersi nella pienezza del bene autentico. Che l’altro sia, che il suo bene si realizzi, che il destino tracciato su di lui dal Dio Provvidente si compia, è il desiderio vivo e desinteressato di ogni persona che ama veramente. La volontà di bene duratura, capace di generare e di rigenerarsi nei figli, non sarebbe, per altro, possibile, se non poggiasse sul vero. Non si può dare all’attrattiva del bello la consistenza di un bene definitivo senza la ricerca della verità di sè e la volontà di perseverare in essa.
E proseguendo: come potrebbe aversi un uomo pienamente realizzato, senza l’incontro, che avviene nell’intimo di sè, con la propria terra, con gli uomini che ne hanno costruito la storia mediante la preghiera, la testimonianza, il sangue, l’ingegno, la poesia? A loro volta il fascino per la bellezza della terra natale e il desiderio di verità e di bene per il popolo che continuamente la “rigenera”, accrescono il desiderio della pace, che sola rende attuabile l’unità del genere umano. Il cristiano è educato a comprendere l’urgenza del ministero della pace dal suo incontro con la Chiesa, dove vive il popolo di Dio che il mio predecessore Paolo VI ebbe a definire “...entità etnica sui generis”.
La sua storia sfida il tempo ormai da duemila anni lasciandone inalterata, nonostante le miserie degli uomini che vi appartengono, l’originaria apertura al vero, al bene e al bello.
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3. Ma l’uomo prima o poi si accorge, in termini drammatici, che di tali incontri multiformi ed irrepetibili egli non possiede ancora il significato ultimo, capace di renderli definitivamente buoni, veri, belli. Intuisce in essi la presenza dell’essere, ma l’essere in quanto tale gli sfugge. Il bene da cui si sente attratto, il vero che sa affermare, il bello che sa scoprire sono infatti lontani dal soddisfarlo. L’indigenzza strutturale o il desiderio incolmabile si parano davanti all’uomo ancor più drammaticamente, dopo che l’altro è entrato nella sua vita. Fatto per l’infinito, l’uomo si sente da ogni parte prigioniero del finito!
Quale tragitto può ancora compiere, quale altra misteriosa sortita dall’intimo di sè potrà tentare colui che ha lasciato la sua originaria solitudine per andare incontro all’altro, cercandovi definitivo appagamento? L’uomo, impegnatosi con genuina serietà nella sua esperienza umana, si trova posto di fronte a un tremendo aut aut: domandare ad un Altro, con la A maiuscola, che sorga all’orizzonte dell’esistenza per svelarne e renderne possibile il pieno avveramento o ritrarsi in sè, in una solitudine esistenziale in cui è negata la positività stessa dell’essere. Il grido di domanda o la bestemmia: ecco ciò che gli resta!
Ma la misericordia con cui Dio ci ha amati è più forte di ogni dilemma. Non si ferma neppure di fronte alla bestemmia. Anche dall’interno dell’esperienza del peccato l’uomo può riflettere sempre ed ancora sulla sua fragilità metafisica e uscirne. Può cogliere il bisogno assoluto di quell’ Altro con la A maiuscola, che può colmare per sempre la sua sete! L’uomo può ritrovare la strada dell’invocazione all’Artefice della nostra salvezza, perchè egli venga! Allora l’animo si abbandona all’abbraccio misericordioso di Dio, sperimentando infine, in questo incontro risolutivo, la gioia di una speranza “che non delude” (2).
[Insegnamenti GP II, 6/2, 1089-1091]
2. Rom. 5, 5.