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[1163] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA POLÍTICA DEMOGRÁFICA, ACORDE SIEMPRE CON LA DIGNIDAD DE LA PERSONA

Mensaje I am pleased, a la Conferencia Internacional sobre la Población, 7 junio 1984

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1. Me alegra recibirle hoy aquí y compartir con Vd. algunas reflexiones sobre la ya próxima Conferencia Internacional de Población 1984, para la cual ha sido usted nombrado Secretario General. Esta Conferencia que se celebrará en la Ciudad de México en Agosto de 1984, nos brinda la oportunidad de volver a examinar muchos importantes aspectos relacionados con el crecimiento, o la disminución, de la población diez años después de la Conferencia Mundial de Población de 1974. La Santa Sede ha seguido las deliberaciones sobre población durante estos años, y ha estudiado las implicaciones de los factores demográficos sobre la totalidad de la familia humana. Es obvio, que a escala del mundo, la situación de la población es muy compleja y varía de una región a otra. Detrás de los hechos demográficos hay muchos problemas interconexos que tienen que ver con el mejoramiento de las condiciones de vida en orden a que las personas puedan vivir con dignidad, justicia y paz, así como que puedan ejercer su derecho –recibido de Dios– a formar sus familias, engendrar y educar a sus hijos, y con ello puedan alcanzar su destino eterno: la unión con Dios amabilísimo que los ha creado. Por eso la Iglesia Católica valora positivamente los esfuerzos para mejorar los sistemas educativos y la atención sanitaria, reconocer la importancia de las tareas de las personas de edad, y lograr mayores oportunidades para que las gentes puedan participar activamente en los procesos de desarrollo y en la construcción de un nuevo sistema económico global basado en la justicia y la equidad.

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2. La Iglesia reconoce el deber de los gobiernos y la comunidad internacional de estudiar y afrontar responsablemente el problema de la población, considerado en el contexto del bien común de cada nación y de toda la humanidad (Populorum progressio, 37). Pero las políticas demográficas no deben considerar a los seres humanos como meros números, o tan sólo en términos económicos, o con cualquier clase de prejuicios. Deben respetar y potenciar la dignidad y los derechos fundamentales de la persona humana y de la familia.

La dignidad de la persona humana –de todas y cada una de las personas– su singularidad y capacidad para contribuir al bienestar de la sociedad, son de capital importancia para la Iglesia cuando entra en juicios de valor sobre la población. La Iglesia sabe que la dignidad humana se basa en el hecho de que Dios ha creado a cada persona, que hemos sido redimidos por Cristo, y que, de acuerdo con el Plan Divino, tendremos en Dios nuestra alegría eternamente. La Iglesia debe siempre permanecer como signo y salvaguarda de la condición trascendente de la persona humana (cfr. Gaudium et spes, 76), devolviendo la esperanza a aquellos que de otro modo podrían desesperar de encontrar nada mejor que su suerte actual. Esta convicción de la Iglesia es compartida por otros, está en armonía con los más secretos deseos del corazón del hombre y responde a los anhelos más profundos de la persona humana. La dignidad de la persona, por tanto, es un valor de universal importancia, defendido por gentes de diferentes principios religiosos, culturales, nacionales. Esta justificada insistencia en el altísimo valor de la persona, exige el respeto por la vida humana, que es siempre un espléndido regalo de la bondad de Dios. Frente al pesimismo y el egoísmo, que arrojan una sombra sobre el mundo, la Iglesia está a favor de la vida y clama para que se efectúen esfuerzos cada vez mayores para corregir las situaciones que ponen en peligro o disminuyen el valor y el adecuado disfrute de la vida humana. En este sentido, repito las palabras de mi Exhortación Apostólica “Familiaris Consortio”, que recoge los acuerdos del Sínodo Mundial de los Obispos de 1980, sobre la familia en el mundo moderno:

“La Iglesia se ve obligada a manifestar de nuevo a todo el mundo, con la más clara y firme convicción, su voluntad de apoyar la vida humana por todos los medios, y de defenderla contra todos los ataques, sea cual sea la condición y el estado de desarrollo en que se encuentre.”

“Por eso la Iglesia condena como una grave ofensa contra la dignidad humana y la justicia todas aquellas actividades de los gobiernos, o de otras autoridades públicas, que tratan de alguna manera de limitar la libertad de los cónyuges para decidir sobre sus hijos. De acuerdo con esto, cualquier violencia que apliquen las mencionadas autoridades en favor de la contracepción, o, lo que aún es peor, de la esterilización y el aborto procurado, deben ser conjuntamente condenadas y enérgicamente rechazadas. Igualmente deben ser denunciados como gravemente injustos los casos en los cuales, en las relaciones internacionales, se condiciona la concesión de ayuda económica para el desarrollo de la puesta en marcha de programas de contracepción, esterilización y aborto procurado” (núm. 30).

Las experiencias y tendencias en el comportamiento de los últimos años ponen muy de manifiesto claramente los efectos tremendamente negativos de los programas contraceptivos. Estos programas han incrementado la permisividad sexual y fomentado conductas irresponsables de consecuencias graves especialmente para la educación de la juventud y la dignidad de las mujeres. Las auténticas nociones de “paternidad responsable” y “planificación familiar” han sido prostituidas con la distribución de anticonceptivos a los adolescentes. Además, desde los programas anticonceptivos se ha ido pasando, a veces, a la práctica de esterilizaciones y abortos, financiados por gobiernos y organizaciones internacionales.

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3. La Iglesia reafirma la importancia de la familia, que es “la unidad natural y fundamental de la sociedad, y tiene derecho a ser protegida por la sociedad y por el Estado” (cfr. Declaración Universal de los Derechos Humanos, 16, 3). A petición del Sínodo Internacional de Obispos, la propia Santa Sede ha promulgado una Carta de los Derechos de la Familia en la cual “urge a todos los Estados, Organizaciones Internacionales, y a todas las Instituciones y personas interesadas a fomentar el respeto a estos derechos de la familia y a asegurar su efectivo reconocimiento y observancia” (Preámbulo). En este documento se reconoce a la familia como “una comunidad de amor y solidaridad, la única, insuperablemente, apropiada para enseñar y transmitir los valores culturales, éticos, sociales y espirituales, esenciales para el bienestar de sus propios miembros y de la sociedad” (Preámbulo, E.). La familia es real y verdaderamente una comunidad de personas, unidas por el amor, por la mutua solicitud, por vinculaciones con el pasado y cara al futuro. Aun cuando, obviamente, los miembros principales de la familia son los cónyuges y sus hijos, es importante tener siempre presente mantener la conciencia de que la familia es una comunidad en la cual viven juntas las diferentes generaciones, y cuya fuerza está precisamente en ofrecer un lugar de identidad y de seguridad a las personas ligadas por vínculos de parentesco que la constituyen y también a quienes están asimilados a ellos.

La familia tiene un singularísimo, insustituible, cometido en la administración del don de la vida y en proporcionar el mejor ambiente para la educación de los niños y su introducción paulatina en la sociedad. En la familia es en donde primero encuentra el niño amor y aceptación desde el momento mismo de su concepción y a lo largo de todo su proceso de crecimiento y desarrollo. La inseguridad ante el futuro no puede menguar la esperanza y alegría que suscitan los niños en nosotros. Ahora más que nunca debemos reafirmar nuestra fe en el niño y en la contribución que los niños de hoy pueden prestar a la totalidad de la familia humana. Como ya dije ante la Asamblea General de las Naciones Unidas: “...En presencia de los representantes de tantas naciones del mundo reunidas aquí, quiero manifestar la alegría que todos encontramos en los niños, primavera de la vida, primicias de la futura historia de cada una de nuestras patrias terrenas. Ningún país del mundo, ningún sistema político puede pensar en su propio futuro de otro modo que no sea a través de la imagen de estas nuevas generaciones que recibirán de sus padres la rica herencia de valores, deberes y aspiraciones de la nación a la que pertenecen y de toda la familia humana. La solicitud por el niño, antes incluso de nacer, desde el primer momento de su concepción y a lo largo de los años de su infancia y juventud, es la manifestación primaria y fundamental de las relaciones de un ser humano con otro”.

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4. Ciertamente todos sabemos que la decisión de los cónyuges en favor de la concepción y la crianza de los hijos no es siempre fácil y con frecuencia ocasiona sacrificios. La Iglesia es muy consciente de ello y su enseñanza sobre la paternidad responsable se dirige a las parejas unidas en matrimonio –las únicas que tienen derecho a la procreación– para ayudarles a tomar lo que debe ser una libre, informada, consciente y mutua decisión sobre el espaciamiento de los embarazos y el tamaño de la familia. Esta decisión debe estar basada sobre su intensa oración y su generosa apreciación de su colaboración con Dios en la obra de la creación, y en sus obligaciones para consigo mismos, con sus hijos, con su familia y con la sociedad. Esta decisión debe ponerse por obra con el empleo de métodos, de espaciar o limitar los nacimientos, moralmente aceptables, sobre los cuales la Iglesia tiene el derecho y el deber de pronunciarse. Por otra parte es misión de los gobiernos y de las organizaciones internacionales asistir a los matrimonios creando un orden socio-económico que favorezca la vida familiar, gestación y crianza de los hijos, y facilitando información segura y precisa sobre la situación demográfica, de modo que los cónyuges puedan valorar objetivamente sus obligaciones y posibilidades.

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5. Debe concederse especial atención al papel de la mujer en la sociedad moderna. Es importante mejorar el status de las mujeres. Al decir esto no tenemos en menos los trabajos que desempeñan las mujeres en el hogar, y lo que supone su singular capacidad de alimentar al bebé y guiar al niño en la fase más temprana de su educación. Esta tan particular contribución de las mujeres es ignorada a veces, o minusvalorada, en apoyo de consideraciones económicas o de oportunidades de empleo, e incluso en ocasiones se presenta como argumento en favor de una disminución del número de hijos. Hay, por supuesto, que hacer incesantes esfuerzos para asegurar la plena integración de las mujeres en la sociedad, pero al mismo tiempo prestar el debido reconocimiento a su trascendental cometido social como madres. Este reconocimiento debe incluir prestaciones sanitarias a la madre y al hijo, períodos –pagados– de baja en su trabajo por maternidad y suplementos de renta familiar.

La Iglesia conoce y valora también las iniciativas auspiciadas y sostenidas por el UNFPA (Fondo de las Naciones Unidas para Actividades en Materia de Población) en favor de los ancianos. El número de personas de edades avanzadas crece en muchos países. Sus necesidades son a veces ignoradas, así como también lo es la contribución que prestan a la sociedad. Los ancianos aportan experiencia, sabiduría y una paciencia peculiar, para solucionar los problemas humanos, y pueden, y deben, ser miembros activos de la sociedad contemporánea.

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6. Se concede hoy mucha atención a las relaciones de la población con el desarrollo económico y social. Es ampliamente aceptado que una política de población es tan sólo un aspecto de una estrategia global de desarrollo. De nuevo la Iglesia quiere subrayar vigorosamente que las necesidades de las familias deben tener un tratamiento preferente en las estrategias de desarrollo, que hay que animar y apoyar a las familias para que asuman la responsabilidad de transformar la sociedad y sean activos participantes en los procesos de desarrollo económico y social. Obviamente el propio desarrollo debe ser mucho más que la mera busca de beneficios materiales, debe significar una aproximación, mucho más amplia, al problema, que respete y satisfaga tanto las necesidades espirituales como las materiales de cada persona y de la sociedad entera. En una palabra, las estrategias de desarrollo deben fundamentarse en un orden socio-económico justo a escala mundial, orientado hacia una equitativa distribución de los bienes creados, una respetuosa administración de los recursos naturales y el medio ambiente, y un sentido de responsabilidad moral y de cooperación entre las naciones, encaminado a lograr la paz, seguridad y estabilidad para todos. Por encima de todo, el desarrollo económico no puede considerarse simplemente en términos de control de la población, ni pueden los gobiernos o los organismos internacionales hacer depender la ayuda al desarrollo del logro de los objetivos de la planificación familiar.

En esta ocasión, Sr. Secretario General, recurro a Vd. y a través de Vd. a todos los participantes en la Conferencia Internacional de Población de 1984, para que afronten los problemas de la población con renovada confianza en la persona humana y en el poder que los valores morales y espirituales tienen para contribuir a la verdadera solución de los problemas humanos de nuestros días. Que Dios mismo le asista para culminar esta importante tarea.

[DP (1984), 191]