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[1225] • JUAN PABLO II (1978-2005) • CARÁCTER SAGRADO DE LA VIDA HUMANA

Del Discurso Sono lieto, a los participantes en el II Congreso Internacional Médico, organizado por el “Movimiento italiano en favor de la vida”, desarrollado en Fiuggi Terme, en colaboración con el Segundo Instituto de la Clínica obstétrica y ginecológica de la Universidad de la Sapienza de Roma y del Instituto de la Clínica obstétrica y ginecológica de la Universidad del Sacro Cuore, 12 octubre 1985

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1. [...] He visto atentamente y con interés el detallado programa que con tanta delicadeza me han entregado los organizadores. Habéis tocado aspectos de la vida de la mujer y del ser que nacerá, que merecen todas las consideraciones, porque, más allá de la investigación científica, las vicisitudes de un embarazo o, mejor, la historia de una vida que comienza, encuentra su razón de ser en el misterioso proyecto de Dios, el “Viviente” por excelencia (cfr. Dt 5, 23; 1 Reg 17, 1).

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2. Es de buen auspicio ver reunidos, para promocionar los sacrosantos derechos de la madre y del niño, no sólo a profesionales que se inspiran en los ideales proclamados por la divina Revelación y desde siempre sostenidos por la Iglesia, sino también a quienes tienen diversos criterios culturales e ideológicos. Esto indica que el valor de la vida es sublime; más aún, único e irrepetible. Efectivamente, todos los hombres, de cualquier estrato cultural, sienten que este valor es fundamental y que ninguno puede renunciar a él, sin traicionar la misma causa del hombre.

Pero esta reflexión llega a ser todavía más exigente y comprometedora para el hombre bíblico, o sea, para el que acoge la Palabra de Dios como norma de vida, a la luz del magisterio de la Iglesia. En efecto, según la Revelación cristiana, el hombre no es dueño de su propia vida, sino que la recibe en usufructo; no es propietario, sino administrador, porque solamente Dios es el Señor de la vida. A este respecto el Antiguo Testamento se expresa en términos perentorios: “Y ciertamente os demandaré vuestra sangre, que es vuestra vida; de mano de cualquier viviente la reclamaré, como la demandaré de mano del hombre, extraño o deudo, pidiendo cuentas de la vida humana. El que derramare la sangre humana, por mano de hombre será derramada la suya, porque el hombre ha sido hecho a imagen de Dios” (Gén 9, 5-6). Una consecuencia directa del origen divino de la vida es su indisponibilidad, su intocabilidad, o sea, su sacralidad: “Ved, pues, que soy yo, yo solo, y que no hay Dios alguno más que yo. Yo doy la vida y yo doy la muerte. Yo hiero y yo sano. No hay nadie que se libre de mi mano” (Dt 32, 39; Job 12, 10; 34, 14). El hombre en su totalidad, alma y cuerpo, pertenece a Dios; por lo cual Él se proclama vengador de toda vida inocente truncada: “Aléjate de toda mentira, y no hagas morir al inocente y al justo, porque yo no absolveré al culpable de ello” (Éx 23, 7).

Esta sacralidad de la vida humana aparece claramente replanteada con acentos siempre diversos en el Nuevo Testamento. Al joven rico que pregunta cuáles son los principales mandamientos para “entrar en la vida”, Jesús responde señalando como primer deber: “No matarás” (Mt 19, 18). La tradición apostólica, en atención a esta apremiante norma, propone la prohibición del homicidio en el más amplio contexto del mandamiento del amor: “No estéis en deuda con nadie, a no ser en el amaros unos a otros, porque quien ama al prójimo ha cumplido la ley. Pues ‘no adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás’ y cualquier otro precepto, en esta sentencia se resume: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. El amor no obra mal al prójimo” (Rom 13, 8-10).

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3. La Iglesia, fiel a esta tradición bíblica, a través de los siglos no ha cesado de utilizar todos los medios a su disposición, para defender la vida humana, en cualquier momento de la existencia del hombre y de la mujer, en cualquier situación en la que ellos se hayan encontrado. A este respecto, el Concilio Vaticano II se ha pronunciado con un vigor especial: “Pues Dios, Señor de la vida, ha confiado a los hombres la insigne misión de proteger la vida, misión que ha de llevarse a cabo de modo digno del hombre. Por tanto, la vida, desde su concepción, ha de ser salvaguardada con el máximo cuidado” (Gaudium et spes, 51).

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4. Queridos hermanos y hermanas: Al repetir estos principios cristianos, me conforta saber que vuestra obra de médicos y estudiosos de los problemas morales relacionados con vuestra profesión, se desarrolla en este contexto ideal. Además, prueba de esto es el congreso que apenas habéis terminado, orientado a dar una importante contribución a la causa de un mejor servicio humano y cristiano a las mujeres y a los que han de nacer en un momento tan delicado de su existencia. Es mi deseo que vuestros encuentros hayan servido también para poner al día los aspectos más importantes de vuestra profesión médica y para iluminar siempre mejor vuestras responsabilidades de cara al misterio de la vida, que estáis llamados a defender de cualquier amenaza y a promover su calidad. Espero, además, que el congreso os sea útil también para reaccionar contra ciertas corrientes de opinión, que intentan influir en las conciencias de los médicos, “para inducirlos –como he dicho en otra ocasión– a prestar su trabajo en prácticas contrarias a la ética, no sólo cristiana, sino también sencillamente natural, en contradicción abierta con la deontología profesional, expresada en el celebérrimo juramento del antiguo médico pagano” (L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 28 de enero de 1979, pág. 9).

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5. Las dificultades que indudablemente, de una u otra forma, encontraréis, no os deben desanimar en este vuestro compromiso. Por tratarse de la causa del hombre, ningún sacrificio debe ser escatimado, nada se debe dejar de intentar. Vosotros, que sois los especialistas de la vida, haced que ésta florezca en cada persona: así devolveréis de nuevo la sonrisa a aquellos que se confían a vuestros cuidados, y daréis también gloria a Dios, porque, como dice San Ireneo: “El hombre viviente es gloria de Dios” (Adv. Haereses, IV, 20, 7).

En este vuestro noble esfuerzo, os sirva de apoyo la certeza de mi oración por vosotros, a la que con mucho gusto uno mi especial bendición.

[DP (1985), 250]