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[1234] • JUAN PABLO II (1978-2005) • INDISOLUBILIDAD DEL MATRIMONIO

De la Homilía en la Parroquia de San Cayetano, Roma (Italia), 19 enero 1986

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1. Queridos hermanos y hermanas:

La liturgia de este domingo nos lleva a Caná de Galilea. Al escuchar el Evangelio según san Juan, participamos en ese desposorio. Somos testigos también del primer signo, del primer milagro que el Señor Jesús hizo precisamente allí: en Caná de Galilea, donde “manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en Él” (Jn 2, 11). De este modo comienza la misión mesiánica de Jesús de Nazaret en medio de Israel.

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2. Que comience con una boda tiene su elocuencia particular.

En las personas de los nuevos esposos, el esposo y la esposa, se hace sentir, de algún modo, la primera y fundamental verdad sobre el hombre, al que Dios creó “a su imagen” como varón y mujer.

Mediante esto el Creador ha grabado, de alguna manera, en su humanidad la vocación a esta particular comunidad que varón y mujer constituyen en el matrimonio. Ha colocado también en sus corazones una garantía del amor nupcial, mediante el cual los dos se eligen recíprocamente, “se dan y se reciben mutuamente” (Gaudium et spes, 48).

Todo esto se hace mediante la interpersonal alianza matrimonial.

Esta alianza, cuya dignidad de sacramento originario volvió a confirmar Jesucristo, une a hombre y mujer con el vínculo indisoluble “del amor, de la fidelidad y de la honestidad matrimonial” para toda la vida. Ésta es la fuerza del sacramento del matrimonio, y ésta es también la lógica interna del amor nupcial.

Consiste en el don irrevocable de la propia persona a otra persona.

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3. El hecho de que Jesús de Nazaret haya comenzado su misión mesiánica a partir de una boda constituye también una referencia muy elocuente a la Antigua Alianza, como da testimonio de ello la primera lectura de hoy tomada del Libro del Profeta Isaías.

En el Antiguo Testamento Dios eligió a Israel, a semejanza de un esposo que elige a su esposa, y se unió a él con la Alianza indisoluble. Israel fue infiel frecuentemente a esta Alianza, y sin embargo Dios no retiró su elección.

“Como un joven se casa con su novia, / así te desposa el que te construyó...”, dice el Profeta (Is 62, 5).

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4. Esta elección, que Dios hizo en la Antigua Alianza, forma, en cierto sentido, la figura y la imagen de la elección universal con la que, en su amor eterno, Dios abraza a cada uno y a todos en Jesucristo. Precisamente el Hijo de Dios debía nacer en Israel, y en Él –todos y cada uno– hemos sido llamados a nacer de Dios mediante la gracia como “hijos e hijas en el Hijo único y eterno”.

Cuando Jesús de Nazaret comienza su misión mesiánica desde Caná de Galilea, da a conocer, en cierto sentido, que Él es precisamente el Ministro del amor nupcial del Dios de la Alianza. Él marcará este amor con la sangre de su cruz, abrazando ya, con la gracia de la redención realizada, no sólo al Pueblo elegido, sino a todos los hombres elegidos en Él –en el Hijo y Redentor– como Pueblo de Dios.

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5. Durante las bodas de Caná de Galilea, Jesús realiza el primer milagro, que es signo y anuncio de todos los dones que vienen de Dios.

De esto habla San Pablo en la segunda lectura de la liturgia de hoy: “Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu...; uno recibe del Espíritu el hablar con sabiduría; otro el hablar con inteligencia según el mismo Espíritu..., etc.” (1 Cor 12, 4-8): el Apóstol enumera diversos dones que tuvieron un significado especial en la primera comunidad cristiana en Corinto.

Esos dones del Espíritu, llamados también carismas, tienen un significado igual en la Iglesia contemporánea, como nos enseña el Concilio Vaticano II. Son importantes no sólo para la santificación personal, sino también para el bien de la comunidad, en cuanto que “a cada uno se le da la manifestación del Espíritu para el bien común” (1 Cor 12, 7).

Esos dones, los carismas, se manifiestan luego en diversos ministerios y en diversas actividades en favor del bien común. Leemos: “Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de servicios, pero un mismo Señor; hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos” (1 Cor 12, 4-6).

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6. Volvamos de nuevo a Caná de Galilea y al misterio del matrimonio que allí se significa.

El sacramento de la unión nupcial consolida, purifica y lleva a plenitud el amor, convirtiéndolo en caridad conyugal y dando así a los esposos la gracia de participar, de modo propio y específico, en la caridad de Cristo por su Iglesia.

La característica de esta gracia es ser fruto del amor que une al Redentor con la comunidad de los creyentes en íntima unión, la cual es ley y modelo de todas las demás. Grabada en la relación de Cristo con la Iglesia, la unión sacramental del hombre con la mujer lleva en sí su consistencia, su pureza, su fecundidad, y recibe también un don particular: una gracia particular.

Por lo cual, en este amor vivificante a los varios miembros del núcleo familiar se les conceden los carismas típicos de su estado de vida: el don y la función de esposo y de padre, que permite afanarse con fuerza y generosidad para garantizar el desarrollo unitario de todos los miembros de la casa (cfr. Familiaris consortio, 25); el don y función de esposa y de madre, que constituye a la mujer como centro afectivo de sus seres queridos, con esa delicada y atenta ternura que le es propia. Pero no se olvida, por lo que a los padres se refiere, el don y la función de maestros de vida y de fe, que les hace capaces de cuidar el crecimiento y la formación de los hijos; y, por lo que se refiere a los jóvenes, el don y la función de hijos, por el cual deben contribuir de modo precioso “a la edificación de la comunidad familiar y a la misma santificación de los padres” (ib. 26), obedeciéndoles y respetándoles.

La vida es un don, y la presencia de los hijos nos hace cada vez más conscientes de que cuanto hay de bello y positivo en la existencia viene gratuitamente de Dios.

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7. Sin embargo, puesto que el amor, todo amor, tiende por exigencia intrínseca a expandirse, a difundir el bien en torno a sí, también este ámbito constituido por el amor nupcial no puede permanecer cerrado en sí mismo, sino que debe abrirse a bien de la comunidad eclesial y social. Debe comprometerse con responsabilidad y vínculos cada vez más amplios, mediante una solidaridad, una disponibilidad y una entrega tales que sean capaces de hacer de la familia una escuela de socialidad, porque es escuela de humanidad rica y completa (cfr. Gaudium et spes, 52).

Por esto, siguiendo la inspiración, que sacamos de la liturgia de hoy, pedimos de modo particular para que las parejas casadas y las familias colaboren con la gracia del sacramento del matrimonio, de manera que la gracia de Dios en ellos “no se reciba en vano” (cfr. 2 Cor 6, 1).

Pedimos para que no se multipliquen los matrimonios destruidos. Estos dolorosos fallos se deben frecuentemente al hecho de que la concepción de la libertad no se apoya en la roca de la verdad sobre el hombre, sino que exaspera su independencia y su individualismo. Precisamente de aquí se derivan las plagas que afligen al matrimonio en la sociedad contemporánea: la mentalidad hedonista y consumista, la incapacidad de aceptar sacrificios, la infidelidad, el egoísmo y la no apertura a nuevas vidas, la esterilización, el aborto.

El no adecuado conocimiento de los valores morales y la falta de preparación para una convivencia familiar inspirada en ellos es luego causa del hecho de que no se da el debido crédito a la institución familiar y se llega a rechazar el matrimonio religioso.

Por todo esto pidamos hoy en esta iglesia de San Cayetano, no sólo por las familias de esta parroquia y de la ciudad de Roma, sino por las de toda la Iglesia y de todo el mundo. Pidamos, además, para que cada cristiano aporte su obra a fin de poner remedio a las heridas que hemos recordado, convirtiéndose cada vez más en sincero testigo de Cristo, como, por lo demás, nos enseña a hacer a escala ecuménica el Octavario de Oración por la unidad de los cristianos que comenzó ayer.

Elevemos oraciones al Señor a fin de que se cumpla entre los creyentes en Cristo ese designio de unidad, para el que hemos sido queridos y creados. Es la unidad el irrenunciable testimonio evangélico ante toda la humanidad y la expresión de una característica esencial de la Iglesia: la de ser comunión. “Hagamos crecer todas las cosas hacia Él, que es la Cabeza: Cristo, del cual todo el cuerpo, bien ajustado y unido a través de todo el complejo de junturas que lo nutren, actuando a la medida de cada parte, se procura el crecimiento del cuerpo, para construcción de sí mismo en el amor” (Ef 4, 16).

[OR (ed. esp.), 26-I-1986, 2]