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[1248] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA PATERNIDAD Y MATERNIDAD Y LA VERDAD DEL AMOR CONYUGAL

De la Homilía en la Misa en la Plaza del Mercado, Prato (Italia), 19 marzo 1986

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2. La Iglesia mira a San José, “hombre justo”, como aquel que fue padre de Jesús de Nazaret ante los hombres. Por eso, en el Evangelio de hoy escuchamos las siguientes palabras: “Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados”.

Estas palabras las pronuncia la Madre de Jesús cuando encuentra al Niño de doce años “en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándoles y haciéndoles preguntas” (Lc 2, 46), y tras haber pasado tres días buscándolo.

Todos tenemos presente este hecho narrado por el Evangelista Lucas. Nos lo propone la liturgia de hoy. Es el único hecho de la adolescencia de Jesús recordado por los Evangelios. Hecho significativo, dado que aquel Peregrino de 12 años de Nazaret era capaz de que los doctores lo escucharan así en el templo de Jerusalén. “Y todos los que lo oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba” (Lc 2, 47).

Al mismo tiempo, este hecho arroja una luz especial sobre el misterio de la paternidad de José de Nazaret. Ante nuestros ojos aparece María que, llamando la atención a su Hijo (“Hijo, ¿por qué nos has tratado así?”), dice: “Mira que tu padre y yo te buscábamos”. Y Jesús responde: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que Yo debía estar en las cosas de mi Padre?” (Lc 2, 49). María se refiere a la solicitud paterna de José. Jesús, con sus doce años, se retrotrae a la Paternidad del mismo Dios.

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3. La liturgia de la solemnidad de este día nos lleva a contemplar la paternidad del hombre, de José, a través de la Paternidad del mismo Dios.

Por esto nuestro pensamiento se dirige a la promesa hecha a Abraham, que constituye, en cierto sentido, el inicio de la gran Alianza de Dios con el hombre.

Abraham “creyó. Apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza, que llegaría a ser padre de muchas naciones, según lo que se le había dicho” (Rom 4, 18).

La paternidad de Abraham se basaba en la fe. Se basaba en la esperanza “contra toda esperanza”. Y mediante la fe llegó a convertirse en padre de una numerosa descendencia, no en sentido físico, sino espiritual.

También la paternidad de José de Nazaret se basaba en la fe. Se basa en la fe de forma completa y exclusiva. Por obra del Espíritu Santo, creyó en el misterio de la concepción del Hijo de Dios en el seno de la Virgen, que era su Esposa. Por obra del Espíritu Santo –mediante la fe– llegó a ser testigo del nacimiento del Hijo de Dios en la noche de Belén. Se convirtió en el custodio más diligente de este misterio y en custodio de la Madre y del Hijo. Primero en Belén. Luego en Egipto, donde se vieron obligados a huir para evitar la crueldad de Herodes. Y por fin en Nazaret, donde Jesús crecía bajo su mirada, y estaba continuamente a su lado para trabajar la madera como “hijo del carpintero” (cfr. Mt 13, 55; Mc 6, 3).

Cuando encuentran a Jesús a los doce años en el templo de Jerusalén, María dice: “Mira que tu padre y yo te buscábamos”. Estas palabras tan “humanas” contienen toda la grandeza del misterio divino. La paternidad virginal de José de Nazaret encuentra su confirmación en este misterio. En él encuentra además la fuente de su irradiación espiritual.

Ahí tenemos a José, que “creyó esperando contra toda esperanza”. La fe de Abraham se cumplió en él de un modo muy especial.

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4. En la luminosa figura de José se nos concede entrever el nexo profundo que existe entre la paternidad humana y la Paternidad divina: cómo aquélla se funda en ésta y saca de ella su verdadera dignidad y grandeza.

Para el hombre, engendrar un hijo es, sobre todo, “recibirlo de Dios”: se trata de escoger como un don de Dios la criatura que se engendra. Por esta razón, los hijos pertenecen antes a Dios que a sus mismos padres: y esta verdad es muy rica en implicaciones, tanto para los unos como para los otros.

¿No se sitúa tal vez aquí la grandeza de la misión confiada al padre y a la madre? Ser instrumentos del Padre celestial en la obra de formar los propios hijos. Pero ahí se sitúa además el límite insuperable que los padres deben respetar en el cumplimiento de su misión. Los padres no podrán sentirse nunca “patronos” de sus hijos, sino que deberán educarlos prestando atención constante a la relación privilegiada que los hijos tienen con el Padre celestial, del cual, más que de sus padres terrenos, deben “ocuparse” en definitiva, como Jesús.

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5. La Familia de Nazaret es rica en enseñanzas no sólo para los padres, sino también para los hijos: para vosotros, jóvenes, que os preparáis a la vida en la relación cotidiana con vuestros padres. También a vosotros os vendrá bien reflexionar sobre esta dimensión vertical que vincula la paternidad humana con la divina, de la que –como subraya San Pablo– “toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra” (Ef 3, 15). Ahora bien, si vosotros sabéis reconocer con la luz de Dios la riqueza de la misión confiada a vuestros padres; si os esforzáis por corresponder con generosidad, prestando vuestra colaboración a la vida de la familia con actitud de diálogo confiado y abierto, os prepararéis del mejor modo a vuestro matrimonio de mañana y a las futuras tareas que, como padres y madres, tendréis que asumir por vuestra parte.

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6. Y se trata de tareas que no son fáciles. Una paternidad y una maternidad que quieran ser dignas de la persona humana no pueden limitarse, en efecto, al horizonte de la generación física, sino que se entienden también –y yo diría sobre todo– en un sentido moral y espiritual. Para traer un niño al mundo bastan unos cuantos meses; para hacerlo crecer y educarlo no basta una vida. Hay, en efecto, un mundo de valores humanos y sobrenaturales que los padres deben transmitir a sus hijos, para que su “dar la vida” tenga una dimensión plenamente humana. Y esto exige cierto tiempo, exige paciencia, exige reservas inagotables de inteligencia, de tacto, de amor. Es un camino que toda la familia está llamada a recorrer conjuntamente, día tras día, en un crecimiento progresivo, en el que todos los miembros de la familia se hallan interesados: no sólo los hijos, sino también los padres, los cuales, viviendo responsablemente su paternidad y maternidad, llegan a descubrir aspectos inesperados y maravillosos de su amor conyugal.

Son precisamente estos aspectos más íntimos y profundos los que permiten entrever aquel horizonte más amplio, en virtud del cual el amor entre un hombre y una mujer trasciende la experiencia en el tiempo y se abre a la perspectiva de futura resurrección gloriosa, donde la generación física será superada evidentemente, aunque no por ello desaparecerá la unión espiritual de los corazones.

Desde esta perspectiva adquiere una elocuencia extraordinaria la figura de San José, que, en el matrimonio virginal con María Santísima, anticipó en cierto modo la experiencia definitiva del cielo, poniendo ante nuestros ojos las riquezas de un amor matrimonial construido sobre las secretas armonías del alma y alimentado en las fuentes inagotables del corazón. Una lección que parece tanto más importante en esta época nuestra, en la que la familia se halla no pocas veces en crisis precisamente porque el amor sobre el que se funda presenta una preocupante carencia de alma, en el contexto de una sobrevaloración del componente psicológico, importante ciertamente, del instinto y de la atracción. Para volver a dar solidaridad a la institución familiar es preciso ante todo procurar introducir en el circuito amoroso de la pareja un “suplemento de alma”.

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7. Queridísimos: Sé que las familias cristianas de Prato se esfuerzan por fundamentar su existencia en los valores evangélicos. En esta vuestra comunidad eclesial se siente de forma especial la exigencia de un redescubrimiento de la fe y de una auténtica espiritualidad. Conozco el esfuerzo con que los Pastores y las mismas familias trabajan para responder a tal exigencia. Los resultados de este esfuerzo, de los que dan testimonio incluso las estadísticas, son alentadores y nos revelan una situación que, en ciertos aspectos, es ventajosa comparada con la media nacional. En vuestra tierra se sigue siendo muy fieles al matrimonio religioso, y en general las familias están unidas. La casi totalidad de los padres bautiza a sus hijos y los prepara para la primera comunión y la confirmación.

Las dificultades se plantean, tal vez, después: sigue siendo difícil poder seguir a los chicos en el período delicado que sigue a la confirmación. Y por esta razón será preciso profundizar e intensificar el esfuerzo educativo en este punto concreto, pues es generalmente en esta edad cuando el adolescente hace sus grandes opciones, por lo cual es sumamente importante que, en esa situación delicada, pueda ser ayudado y aconsejado por una presencia paterna y materna realmente sabia e iluminada, fundada en la fe.

Las luces existentes en las situaciones de las familias animan a afrontar las sombras con decisión y sano optimismo. Será necesario un compromiso mayor para vencer las tendencias hedonistas y secularizantes, que también entre vosotros, como en otras partes, asedian los fundamentos mismos de la institución familiar, tanto en el sentido humano como en el cristiano. Para obviar esas dificultades se puede esperar mucho, tanto de la obra diligente de los Pastores, como –y yo diría sobre todo– del ejemplo y el interés concreto de aquellas familias –que no faltan, afortunadamente–, que están viviendo la experiencia cristiana del matrimonio de una forma especialmente comprometida.

Toca a la familia cristiana dar testimonio de sí misma ante el mundo, realizando en su mismo seno aquella “íntima comunidad de vida y de amor” (Const. Gaudium et spes, 48), que Dios previó para ella en su proyecto inicial. Fieles de Prato: En esta vuestra tierra, que sigue siendo singularmente sensible a los valores de la familia, tened el orgullo de ofrecer el ejemplo de familias verdaderamente unidas, en las que la experiencia de la comunión se viva a todos los niveles: comunión con Dios en la oración y en la práctica litúrgica, sobre todo en la participación en la Eucaristía; comunión, en el mismo seno de la familia, entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre jóvenes y ancianos, con una auténtica corriente de amor; comunión con los hermanos, comenzando por quienes viven en un mismo edificio, hasta alcanzar a los habitantes del barrio y los de la ciudad, en actitud de respeto, de cortesía, de disponibilidad cada vez mayor; comunión con la Iglesia, en la que la familia cristiana presenta en sí un reflejo especial a la que está llamada a prestar una aportación insustituible.

En este vuestro compromiso tenéis ante vosotros el modelo insuperable de la Sagrada Familia, cuyas vicisitudes ofrecen luz que enseña y guía no sólo para los momentos de la alegría, sino también para los de la dificultad y la prueba. La página evangélica propuesta en este día es un ejemplo de ello.

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8. “Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados” (Lc 2, 48).

Una frase sacada de la historia de San José, Esposo de la Madre de Dios, que era ante los hombres padre de Jesús de Nazaret, de Jesús Cristo-Hijo de Dios.

Una frase tomada de la historia del hombre. Una frase muy “humana” en su contenido. Una recriminación, pero ante todo manifestación de solicitud. La paternidad y la maternidad se expresan precisamente en esta solicitud; en la cotidiana solicitud creadora por el hombre desde el momento de su concepción en el seno de la madre..., por el niño, por el adolescente, por el adulto. Esta solicitud paterna y materna es un reflejo de la Providencia divina.

Y he aquí otra frase sacada de la historia de José de Nazaret: “¿No sabíais que Yo debía estar en las cosas de mi Padre?” (Lc 2, 49).

Estas palabras fueron pronunciadas por Jesús, pero al mismo tiempo pertenecen a la historia de José: de María y de José.

En el ámbito de la solicitud del padre y de la madre se abre en el alma del niño el espacio interior de la vocación que procede del mismo Dios: “Debo ocuparme...”.

Dichosa aquella paternidad, dichoso aquel engendrar humano que restituye el hombre a Dios: a la Paternidad del mismo Dios.

[DP (1986), 63]