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[1256] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LOS DERECHOS DE LA FAMILIA EN LA IGLESIA Y EN LA SOCIEDAD

Del Discurso Sono lieto, a los participantes en el VI Coloquio Jurídico, organizado por el Pontificio Instituto Utriusque Iuris de la Universidad Lateranense y el Pontificio Instituto para los Estudios sobre el Matrimonio y la Familia, 26 abril 1986

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1. Me alegra saludaros a todos vosotros, reunidos en Roma para el sexto Coloquio Jurídico, organizado por el Pontificio Instituto Utriusque Iuris de la Universidad Lateranense en colaboración con el Pontificio Instituto para los Estudios sobre el Matrimonio y la Familia.

Al dirigir un particular saludo al Rector, Mons. Pietro Rossano y a Mons. Carlo Caffarra, os doy a cada uno de vosotros la bienvenida y os manifiesto mi alegría por tan alta iniciativa cultural, que tiene como tema “La familia y sus derechos en la comunidad civil y religiosa”. Es un tema de gran importancia, que tiene relación con lo que tuve ocasión de manifestar en febrero de 1980, durante mi visita a la Universidad del Laterano. En aquella circunstancia, después de haber delineado la función de este particular centro de estudios jurídicos, subrayé que al menos eran tres los ámbitos en los cuales podría dar su importante contribución. Entre éstos indiqué el de profundizar en aquellos derechos que, ya que con frecuencia se descuidan en la sociedad contemporánea, deben ser cuidados con especial atención por parte de la Iglesia.

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2. Las relaciones de justicia, que están en la base de la convivencia social cuando responden adecuadamente a la naturaleza del hombre, no coartan ni restringen la libertad de la persona humana, al contrario la ayudan y la protegen en el ejercicio de sus decisiones connaturales. El matrimonio y la familia, que procuráis servir con vuestra ciencia jurídica, son instituciones naturales, radicadas en el ser mismo de la persona, de cuyo bien específico se beneficia toda la sociedad.

La Constitución Pastoral Gaudium et spes del Vaticano II, recuerda: “Dios no creó al hombre dejándolo solo; desde el principio ‘hombre y mujer los creó’ (Gén 1, 27). Esta sociedad del hombre y de la mujer constituye la primera forma de comunión de personas. El hombre, de hecho, por su íntima naturaleza es un ser social, y sin las relaciones con los otros no puede vivir, ni desarrollar sus dotes” (n. 12).

La familia y el matrimonio, que es su fundamento, son instituciones a las que toda la comunidad civil y religiosa deben servir. Si se comprende que “esta sociedad del hombre con la mujer es la primera forma de comunión de personas humanas”, se entiende plenamente que toda iniciativa al servicio de la comunidad matrimonial y familiar fortalece y beneficia a las distintas formas de convivencia y, en definitiva, a la entera sociedad humana.

No obstante se descubre también que esta “primera sociedad” tiene sus exigencias naturales y no pueden ser manipuladas por ideologías o por concepciones parciales de la sociedad. Introducir en la regulación de las instituciones sociales normas o leyes, que puedan violar las exigencias que le son propias, además de poner en dificultad y a un nivel no apropiado lo que es útil para la familia, empobrece a toda la sociedad y la priva de los valores morales que contribuyen eficazmente al bien común, dañando la base de la convivencia. Así, nada de lo que perjudique directamente a la familia puede ser beneficioso para la sociedad.

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3. Es importante que la autoridad pública, y cuantos con su trabajo científico se ocupan de lo que es conforme a las auténticas exigencias del hombre y de la sociedad, comprendan lo que significa una verdadera colaboración entre la legislación civil y la legislación religiosa relativa a los derechos de la familia. “Persiguiendo su fin salvador –enseña el Concilio Vaticano II–, la Iglesia no sólo comunica al hombre la vida divina, sino que también proyecta el reflejo de su luz, en cierto modo, sobre todo el mundo, principalmente porque sana y eleva la dignidad de la persona, robustece la trabazón de la sociedad humana e impregna la actividad cotidiana de los hombres un sentido y significado más profundos” (Gaudium et spes, 40). Por tanto, al difundir la visión cristiana del matrimonio y de la familia, la Iglesia contribuye y fortalece también la comunidad civil con firmes y estables vínculos de orden moral.

Por eso la adhesión de los fieles a la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia contribuye eficazmente a que entre los componentes de una comunidad reinen las virtudes morales que hacen posible la justicia y la fidelidad, el respeto a la persona, el sentido de responsabilidad, la comprensión mutua, la ayuda recíproca.

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4. Los derechos de la familia no son un tema puramente espiritual y religioso, que, por tanto, la sociedad civil puede dejar a un lado, como si no fuera una cuestión fundamentalmente humana, que le afecta íntimamente.

Ciertamente la Iglesia, promoviendo los valores fundamentales de la familia, responde a las obligaciones de su propia misión; pero también sobre la autoridad civil grava la obligación de promover la salvaguardia de esos derechos que forman parte de los bienes primordiales del matrimonio.

El destino de la comunidad humana está estrechamente ligado a la salud de la institución familiar. Cuando, en su legislación, el poder civil no reconoce el valor específico que la familia rectamente constituida lleva al bien de la sociedad, cuando se comporta como espectador indiferente frente a los valores éticos de la vida sexual y de la vida matrimonial, entonces, en vez de promover el bien y la permanencia de los valores humanos, favorece con su comportamiento la disolución de las costumbres. Asimismo una actitud permisiva con relación a la transmisión de la vida más allá de la ley natural de la unión conyugal, aunque pueda resolver algunos problemas inmediatos relativos a una paternidad deseada, contribuye a oscurecer la naturaleza y la dignidad del matrimonio.

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5. No es menos importante recordar otros distintos aspectos, que habéis afrontado en estos días de estudio y reflexión, como son los derechos específicos de la mujer, del niño, del anciano y los de la familia misma globalmente considerada, sobre los que he hablado en la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio, y que han sido recordados también por la Santa Sede en la “Carta de los Derechos de la Familia”.

Aunque todos sean importantes, considero oportuno subrayar el derecho-deber de los padres a la educación de los hijos.

Es una obligación precisa suya formar en la prole una personalidad madura, fruto del patrimonio de los valores fundamentales ante la vida. “Esta función educativa –dice el Concilio Vaticano II– es tanto más importante que, si falta, difícilmente puede ser suplida. Corresponde a los padres crear en el seno de la familia la atmósfera vivificada por el amor y por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorece la educación completa de los hijos en su aspecto personal y social. La familia es por tanto la primera escuela de virtudes sociales, que necesitan todas las sociedades” (Vat. II: Declaración Gravissimum educationis, n. 3).

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6. Por su parte, los poderes públicos, reconociendo este derecho-deber de los padres, deben favorecer la verdadera libertad de enseñanza, para que la escuela coopere, como una extensión del hogar familiar, a que crezcan en los alumnos los valores fundamentales que desean los que les han dado la vida. Desgraciadamente, se limita la libertad de enseñanza cuando en la prác tica, por dificultades económicas las familias no están en condiciones de escoger la orientación formativa que pueda continuar de manera más adecuada su trabajo educativo. Cuando, por otra parte, la escuela elegida es declaradamente católica, los padres tienen el derecho, y por tanto pueden exigirlo, de que la educación allí impartida esté conforme a la enseñanza del Magisterio de la Iglesia. Lo contrario sería un engaño que lesiona la virtud misma de la justicia.

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7. Queridísimos, estas palabras mías quieren ser una manifestación de atención pastoral que llevo a los serios problemas de la familia, y también un testimonio de mi confianza en vuestro trabajo y de mi invitación a proseguir con esfuerzo.

Mientras pido al Señor que os ilumine siempre en vuestra investigación, para que vuestros estudios puedan contribuir a la construcción de comunidades familiares serenas y felices, células vivas del Pueblo de Dios y de la civilización del amor, pido para vosotros la intercesión de la Virgen María. Que Ella obtenga para vosotros de su Hijo resucitado luz y fortaleza.

Con afecto y con estima os imparto mi Bendición Apostólica.

[DP (1986), 95]