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[1257] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL AUTÉNTICO HUMANISMO DE LA FAMILIA

Del Discurso Pace a voi, a los Obispos de Emilia-Romagna (Italia), en la visita ad limina, 2 mayo 1986

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2. Examinando vuestras relaciones para esta visita ad limina, por una parte observo motivos de esperanza y de confianza ante la necesidad de fe y de verdad evangélica que se perciben en cada sector de la población, y ante el celo apostólico del clero, de los religiosos, de las religiosas y de los movimientos eclesiales comprometidos en el testimonio cristiano, en el ministerio de la palabra y en la caridad efectiva; por otra parte, noto motivos de preocupación ante la creciente difusión de una mentalidad secularizada y materialista, como sucede también en otras regiones industrializadas de Italia.

De aquí la urgencia de una acción pastoral orientada a despertar en las conciencias una más fuerte sensibilidad por las realidades espirituales y un claro conocimiento de la prioridad que, en la escala de valores, tiene la persona humana, hecha a “imagen y semejanza” de Dios. Contra la cual hoy conspira una cierta tendencia a la disgregación de la familia, que seguirá siendo siempre el cauce natural, en el que la persona nace, crece y se nutre material y espiritualmente y en el que se consolida su personalidad. No se puede por lo tanto defender la persona, sin salvaguardar la institución familiar. Sé que vosotros tenéis este mismo convencimiento y lo habéis manifestado tanto en los encuentros privados que he mantenido con vosotros, como en la reciente Nota pastoral, en la cual justamente habéis advertido que: “hay que dar una máxima atención a la pastoral de la familia, tanto en sus metas sacramentales (del matrimonio al bautismo y a la confirmación de los hijos), como en las circunstancias ordinarias y cotidianas. En la familia, efectivamente, se llega a las personas en su más íntima y comprometedora experiencia de vida”. Este compromiso se manifiesta mucho más urgente –como se observa con preocupación en la misma Nota–, en la medida en que vuestra acción pastoral se desarrolla en un contexto, en el cual “la práctica religiosa resulta en conjunto muy baja, por motivos que van desde la indiferencia y el materialismo práctico, a los residuos de anticlericalismo y también a sectores de un explícito ateísmo, motivado ideológica y políticamente” (n. 5). Pero afortunadamente (y lo digo con profunda satisfacción) no faltan, entre las dinámicas poblaciones de “Emilia-Romaña”, “importantes factores de cohesión, como la generosidad y el compromiso de solidaridad, la lealtad y la proverbial franqueza, la pasión por la justicia, el sentido y el gusto por la familia que se mantiene profundamente arraigado, a pesar de la grave crisis actual” (ib. 4). Es necesario apoyarse en estas preciosas cualidades para comenzar de nuevo y emprender inicia tivas adecuadas, “a fin de que la fe cristiana tenga o recupere su papel directivo y una eficacia arrolladora en el camino hacia el futuro”, como dije en el Convenio de la Iglesia Italiana en Loreto (L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 28 de abril de 1985, pág. 9). Ahora bien, “el porvenir de la humanidad pasa a través de la familia”: esta constatación que sintetiza, por decirlo así, todo el mensaje de la Exhortación Apostólica “Familiaris Consortio” (n. 86), exige a cada Pastor un gran compromiso, o sea, el de promover los valores y las exigencias de la familia.

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3. La catequesis sobre el matrimonio y la familia no puede prescindir ante todo de iluminar bien la espiritualidad de la pareja. Los esposos deben ser instruidos sobre el hecho de que el matrimonio y la familia no solamente son obra del hombre, sino que responden a un plan eterno de Dios, que trasciende de las mutables condiciones de los tiempos y perdura inmutable a través de las vicisitudes de la historia. Con la institución del matrimonio uno e indisoluble, Dios ha querido hacer al hombre participante de sus más elevadas prerrogativas, que son su amor a los hombres y su facultad creadora. Por eso el hombre tiene una relación trascendente con Dios, en cuanto que procede de Él y a Él está ordenado. La familia, es verdad, en su fase inicial se funda y vive sobre la tierra, pero está destinada a reunirse en el cielo. Toda doctrina que no tenga en cuenta esta relación esencial y trascendente con Dios, corre el riesgo de no comprender la profunda realidad del amor esponsalicio y de no resolver los problemas del mismo.

El matrimonio, nacido del amor creador de Dios, encuentra su ley fundamental y su valor moral en el auténtico amor recíproco, por el que cada uno de los esposos se compromete con todas las fuerzas del corazón a ayudar al otro, y en el deseo común de interpretar fielmente el amor de Dios, Creador y Padre, generando nuevas vidas. Esta misión recibida de Dios exige hoy a los esposos un mayor compromiso y una mayor conciencia de sus responsabilidades humanas y cristianas; ellos deben estar seguros que Dios no dejará de darles generosamente las gracias propias del sacramento del matrimonio, que son muy necesarias ante las dificultades actuales. En dichas gracias divinas los esposos encontrarán la luz y la fuerza para resolver sus problemas personales; con ellas sabrán vivir una caridad verdaderamente grande y universal: en primer lugar la caridad para con Dios, cuya gloria y dilatación de su reino deben anhelar; la caridad para con los hijos en segundo lugar, a la luz del principio paulino según el cual “la caridad... no es interesada” (1 Cor 13, 5); finalmente la caridad recíproca, por la que cada uno busca el bien del otro y le previene los buenos deseos, sin imponer arbitrariamente la propia voluntad. Esto indica cómo la espiritualidad matrimonial requiere un compromiso moral coherente y un largo camino hacia la santificación, que se alimenta de las alegrías y de los sacrificios de cada día. En la búsqueda de estos objetivos, los esposos no deben sentirse solos. Efectivamente, el Concilio les recuerda que: “el Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del matrimonio. Además, permanece con ellos, para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad, como Él mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella. El genuino amor conyugal es asumido en el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia, para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y la maternidad” (Gaudium et spes, 48).

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4. Pero una pastoral que mire sólo al interior de una familia no basta. Es necesario examinar la situación familiar en una perspectiva más amplia y dentro del contexto histórico y cultural en el que vive y actúa. Como he dicho también en la Exhortación Familiaris consortio, vivimos en “un momento histórico en que la familia es objeto de muchas fuerzas que tratan de destruirla o deformarla” (n. 3). Vosotros sabéis bien cómo la familia ha sido afectada por una serie de transformaciones económicas y sociales que la han modificado en sus mismas características fundamentales, y cómo una nueva mentalidad ha alterado sus valores. La Iglesia no puede limitarse a registrar los numerosos cambios, sino que debe entrar en este complejo histórico y transformarlo. Los cristianos deben hacerse conciencia crítica de esta mentalidad y ser artífices de un auténtico humanismo familiar. Lo cual lleva consigo el discernimiento evangélico, o sea, la lectura y la interpretación de la realidad familiar a la luz de Cristo, “el Esposo que ama y se da como Salvador de la humanidad, uniéndola a Sí como su Cuerpo” (ib. n. 13). Sólo a la luz del Evangelio de Cristo se podrán corregir criterios de opinión, líneas de pensamiento y modelos de vida que están en desacuerdo con el designio divino sobre el hombre y sobre la mujer. En el fondo, el origen de la crisis familiar está en la ruptura entre Evangelio y cultura, que es el drama de nuestra época, como lo ha sido el de otras épocas.

El cardenal Biffi, en su escrito “Itinerario pastorale”, ha dedicado algunas páginas interesantes a las asechanzas y a las esperanzas de la familia. Entre otras cosas, afirma “que la familia es hoy la gran enferma de nuestra sociedad”, y a veces es incluso ridiculizada. Por lo tanto, curar la familia significa hacer toda clase de esfuerzos para evangelizar la cultura. Si ésta es renovada mediante el encuentro con la Buena Nueva, la familia se remontará “al principio”, se realizará plenamente y vivirá la propia identidad de comunión y de comunidad de personas, en el pleno respeto de todos sus componentes: de la mujer, del hombre, del niño, del joven y del anciano.

De esta manera, en lugar de encerrarse dentro de las paredes domésticas y de anquilosarse en actitudes permisivas, con el riesgo de ser víctima de otras fuerzas que actúan en la sociedad, la familia se hace protagonista del porvenir de la sociedad, de la cual es la primera célula. La familia se debe pues abrir a las numerosas obras de servicio social, especialmente en favor de los pobres y de los marginados; debe asumir un compromiso civil para animar cristianamente las realidades temporales. La familia cristiana tiene también en la Iglesia su lugar y su ministerio, estando llamada a participar, precisamente como familia, en la misión de salvación de la misma Iglesia. Esto lo realiza la familia en la medida en que es fiel a su identidad y se desarrolla como comunidad creyente y evangelizadora, en el diálogo con Dios y en el servicio de todos los hombres según el mandamiento de la caridad. De esta forma la familia se convierte también en un manantial de vocaciones porque, como “Iglesia doméstica”, participa de la triple misión de la Iglesia de Cristo: la misión sacerdotal, real y profética.

En este contexto, los padres sinodales reunidos en Roma el año 1980 para tratar sobre “Misión de la familia cristiana en el mundo contemporáneo”, afirmaron en su Mensaje final que la esperanza del “florecimiento de las vocaciones sacerdotales y religiosas” (n. 2) se apoya en las familias instruidas evangélicamente.

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5. La solicitud de la Iglesia no puede limitarse solamente a las familias cristianas más cercanas; debe en cambio ampliar sus horizontes a la totalidad de las familias y, en especial, a las que se encuentran en situaciones difíciles. Vuestros centros de pastoral jamás deben cesar de ofrecer sobre todo a estas últimas familias una palabra de verdad, de bondad, de comprensión, de esperanza y de participación en sus problemas, así como de interés por suprimir las causas de sus privaciones. Conocéis las graves situaciones en las que están obligadas a vivir ciertas familias de emigrantes, militares, navegantes y toda clase de itinerantes, los cuales se hallan obligados a largas ausencias; las familias de los encarcelados, de los prófugos y de los apátridas; las familias con hijos minusválidos, drogadictos o alcoholizados; las familias cuyos componentes son ancianos que viven en soledad y en la marginación humana y civil. Conocéis también los casos penosos de familias marcadas por discordias y peleas, en las cuales la actuación de los padres es contestada por los hijos que se muestran soliviantados e ingratos; los casos dolorosos por la pérdida de un cónyuge que abre la dura experiencia de la viudez; o de la muerte de un familiar que mutila el núcleo familiar, precipitándolo en el luto y en el dolor.

Existen también las situaciones irregulares desde el punto de vista religioso y con frecuencia civil. Éstas plantean a la Iglesia arduos problemas pastorales por las graves consecuencias que de ello se derivan y que no pueden dejar indiferentes a cuantos se preocupan del bien de las almas.

Éstos procurarán examinar a fondo dichas situaciones: estudiar sus causas remotas y próximas, acercarse a los convivientes con discreción y respeto, y se esforzarán con paciencia y amor en quitar los impedimentos y allanar el camino hasta llegar a normalizar la situación, con la ayuda de la divina gracia, que jamás es negada a quien la invoca con sincero corazón. Los Pastores no se cansen de exhortar a los convivientes a que no se consideren separados de la Iglesia y a que perseveren en la oración y en las obras de caridad para obtener, antes o después, la gracia de Dios. A pesar de que no es posible admitirlos a la comunión eucarística, no se les excluya, sin embargo, del afecto de la benevolencia y de la oración de la Iglesia.

La pastoral familiar exige, por lo tanto, un empeño especial y la implicación de todas las fuerzas. Para lo cual será útil un estudio específico de los grandes y complejos problemas que se refieren a la familia, tanto a nivel nacional a cargo de personas especialmente preparadas, como en el ámbito de cada una de las Iglesias particulares, las cuales se esforzarán en aplicar a la realidad local las grandes directrices elaboradas en el centro.

Será necesario además coordinar los esfuerzos de los consultorios y de todos los organismos para la familia que trabajan en el territorio, con el fin de que su acción sea más incisiva y eficaz.

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6. Las estadísticas y los estudios realizados en vuestra región respecto a la familia dan señales preocupantes por el porcentaje de los matrimonios contraídos solamente con el rito civil, de los divorcios y, lo que es más doloroso, de los abortos. Esto significa que los frutos de la pastoral familiar no son inmediatos. Exigen tiempo y paciencia. Pero es preciso sembrar hoy, si se quiere que el mañana de vuestro pueblo sea más ferviente y coherente desde el punto de vista cristiano. Pero estad seguros que lo que hagáis en el campo de la familia y de la educación en general producirá el ciento por uno para gloria de Dios y salvación de las almas.

¡Tened confianza! El futuro está en las manos de Dios; lo que hoy es imposible para el hombre, será posible para Dios. Invocad sobre vuestras familias la protección de la Sagrada Familia: de San José, para que las proteja, como un día protegió a la casa de Nazaret; de la Virgen María, para que consuele y enjugue las lágrimas de las familias que se encuentran en dificultad; y de Jesús, que en Caná bendijo con su presencia la alegría de dos jóvenes esposos, a fin de que conceda a cada hogar la alegría, la serenidad y la fortaleza cristiana.

Y ahora, al finalizar este encuentro fraterno y ante la perspectiva inminente de mi visita a cinco de vuestras comunidades diocesanas, que espero sea rica en frutos espirituales, en señal de mi afecto, imparto de corazón mi Bendición a vosotros y a las poblaciones que aquí representáis.

[OR (ed. esp.) 5-X-1986, 7 y 10]