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[1335] • JUAN PABLO II (1978-2005) • TRABAJO Y FAMILIA

Del Discurso Grande è per me, al mundo del trabajo en Piacenza (Italia), 5 junio 1988

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2. “Familia y mundo del trabajo”: es un binomio que, en este primer decenio de mi servicio pastoral en la Sede de Pedro, como Sucesor suyo, siempre he tenido presente y hasta lo he privilegiado. Deseo retornar a ello también en este encuentro nuestro. Sé que vuestro Sínodo diocesano se ocupa de este tema. Quiero, por ello, dar también yo mi aportación a un asunto pastoral de tanto relieve.

Punto de referencia esencial en esta materia es el solemne imperativo divino, que cierra el relato de la creación del mundo y del hombre, en el primer capítulo del Génesis: “Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla” (Gén 1, 28). En el contexto admirable en el cual se pronuncian, estas palabras expresan, a la luz de la Revelación de Dios, la relación existente entre la familia humana original (“sed fecundos”) y el trabajo (“someted la tierra”). El crecimiento de la familia humana hasta henchir la tierra y el someter la tierra mediante el trabajo son objetivos íntimamente vinculados e históricamente proceden juntos en recíproca interdependencia. El mandamiento divino se revela por ello como algo inherente a la específica naturaleza del hombre y digno del valor único de la persona humana.

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3. Hablando del trabajo, trato de referirme a todas las dimensiones en las cuales se desarrolla y transforma a lo largo del curso de los siglos: trabajo agrícola, artesanal, industrial, tecnológico, profesional, cultural, artístico.

Estamos ante “una dimensión constitutiva de la existencia del hombre” sobre la tierra (Laborem exercens, 4). En él desde el comienzo se inserta la vocación al trabajo, como una predisposición natural. Hablando en Fiorano he hecho referencia preferentemente al sector laboral industrial y tecnológico. Aquí en Plasencia, mi atención mira sobre todo al trabajo agrícola para un necesario relanzamiento del mundo rural.

Ciertamente, en vuestra provincia, el progreso tecnológico y la acción de promoción llevada a cabo por las asociaciones profesionales –aludo de modo particular a la benemérita de “Cultivadores Directos”– han conducido el cultivo de los campos a una meta muy elevada. El agricultor placentino trabaja en el ámbito de una verdadera y propia profesionalidad que se sirve de la observación y de la elaboración científica de aquel centro de estudio y de experimentación de fama internacional que es la Facultad de Agronomía de la Universidad Católica del Sagrado Corazón, de la cual Plasencia se siente justamente orgullosa.

Se nota, sin embargo, también entre vosotros, casi como un elemento de desequilibrio, la acentuada concentración de los residentes en el sector terciario, sobre todo en el área de la administración pública y de las actividades comerciales. No es, pues, inútil reclamar la atención hacia el escaso aprecio que sobre el trabajo de la tierra se tiene desde el punto de vista social (cfr. Laborem exercens, 21), hasta el punto que se crea en los hombres del campo la sensación de que son ciudadanos de segunda categoría. Resulta así más difícil vencer la tentación de escapar de la campiña hacia las anónimas aglomeraciones urbanas industriales y hacia los centros administrativos.

Es preciso, por tanto, regenerar la conciencia cívica y la convicción acerca del valor esencial que reviste el mundo agrícola. Quiero reafirmar ante vosotros lo escrito en la Carta Encíclica Laborem exercens para animar a cuantos han permanecido fieles a la tierra y a cuantos están recuperando el gusto por el trabajo rural: “El mundo agrícola, que ofrece a la sociedad los bienes necesarios para su sustento diario, reviste una importancia fundamental... son necesarios cambios radicales y urgentes para volver a dar a la agricultura –y a los hombres del campo– el justo valor como base de una sana economía en el conjunto del desarrollo de la comunidad social: por lo tanto es menester proclamar y promover la dignidad del trabajo, de todo trabajo, y, en particular, del trabajo agrícola, en el cual el hombre, de manera tan elocuente, ‘somete’ la tierra recibida en don por parte de Dios (n. 21).

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4. Dios dice: “Sed fecundos y multiplicaos y someted la tierra” (Gén 1, 28). En efecto, hay un estrecho vínculo entre el trabajo y la fecundidad del hombre, destinado a henchir la tierra. La persona humana, sujeto activo del proceso laboral, no es realmente una entidad aislada, sino que siempre está inserta en el contexto de la propia familia, como su continuo punto de referencia. Es un dinamismo propio de la conciencia humana, a cuya voz los hombres del trabajo son especialmente sensibles. Lo que ellos sienten de modo muy profundo es principalmente ese nexo que une trabajo y familia. El trabajo es para el hombre y para la familia, porque la familia es ante todo el lugar específico del hombre. Es el mundo vital en el cual es concebido, nace y madura; el ambiente en donde asume su más seria responsabilidad, lugar de su felicidad terrena y de la esperanza humana, que abre a la espera de lo ultraterreno.

Conociendo el corazón de los hombres del trabajo, su honestidad y laboriosidad, a todos expreso mi deseo y mi convicción de que aseguréis y consolidéis estos dos bienes fundamentales del hombre y de la sociedad: la cohesión de la familia y el respeto a la vida, concebida bajo el corazón de la madre.

Dios, que dice: “No abandones a la mujer, tu esposa”, dice a la vez: “Acoge la vida concebida en ella por obra tuya”. ¡No te permitas el suprimir o dejar suprimir esa vida! Dios habla así con la voz de sus mandamientos, con la voz de la Iglesia, lo dice sobre todo con la voz de la conciencia iluminada por la verdad y sostenida por el amor.

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5. Matrimonio y familia están profundamente unidos a la dignidad de la persona humana. No proceden sólo del instinto o de la pasión, ni siquiera sólo del sentimiento, sino de una decisión libre de la voluntad, de un amor personal, por el cual los esposos no sólo se convierten en una sola carne, sino también en un corazón y en una sola alma. La comunidad física y sexual, realidad grande y bella, es digna del hombre sólo en el ámbito del exclusivo y definitivo vínculo personal de fidelidad dentro del matrimonio. La fidelidad a la indisolubilidad matrimonial, que hoy para algunos no resulta comprensible, es igualmente expresión de la dignidad incondicional de la persona. No se puede amar sólo como prueba, no se puede aceptar a una persona sólo a título de experimento y por un tiempo.

Por otra parte, la serie indefinida de obstáculos, de tentaciones, de experiencias negativas y de pecados, en los cuales el hombre da prueba de su fragilidad al dejarse arrastrar por los caminos del error y del horror, de la injusticia y de la violencia, es un signo claro de la inmensa necesidad de redención en que se halla la humanidad. Por esto Cristo redentor le sale al encuentro en la figura del Esposo que vive en plenitud el amor nupcial hasta el propio sacrificio. En la familia fundada en el matrimonio-sacramento el hombre y la mujer pueden vivir la experiencia del amor salvado y redimido por Cristo.

Todos los hombres de buena voluntad y especialmente los cristianos están llamados a redescubrir la dignidad y el valor del matrimonio y de la familia y a vivirlos ante todos de una forma convincente.

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6. La íntima relación entre trabajo y familia, estas dos dimensiones fundamentales de la existencia humana, aparece con total evidencia si se les considera en su preciso significado. Por una parte el trabajo se concibe como la actividad mediante la cual la persona se realiza a sí misma y cumple así la vocación que le es propia en razón de su misma humanidad. El trabajo, pues, es la experiencia en la cual se descubre la dependencia del Dador de todos los recursos de la creación y la “interdependencia” de los otros hombres con las consiguientes leyes de “solidaridad” (cfr. Sollicitudo rei socialis, 35).

Por otra parte, la familia se entiende como el proyecto del amor de Dios en relación con el amor del hombre y de la mujer y, por eso, como su vocación “desde el comienzo” (cfr. Mt 19, 4). La persona humana, que no puede vivir sin el amor, cuya vida carece de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, descubre así que su propio trabajo se ordena a la expresión del amor. El trabajo es para la familia, ya que el trabajo es para la persona, destinada a la familia.

Y entonces es preciso que el proceso productivo se acomode a esta estructura objetiva de la existencia humana.

En Europa quizás estemos en el atardecer de esa época que permanecerá en la historia como la de la industrialización; nuevas, novísimas formas de trabajo como la informática y la telemática, darán un rostro nuevo a la actividad productiva. No se debe, sin embargo, olvidar que, cuando surgió, la industrialización fue con frecuencia un fenómeno social salvaje y deshumanizante. Época de cruel explotación, incluso allí donde la ideología en el poder proclamaba la liberación de los oprimidos.

La revolución tecnológica ahora en progresivo avance ha alcanzado ya en el sector de la tecnología genética puntos destructivos, en los que se pone en cuestión la estructura misma de los seres vivos, sin excluir la del hombre.

Para que no se repitan los errores del primer desarrollo industrial y no se cometan otros peores es absolutamente necesario que la tecnología no marche desvinculada de los valores espirituales y trascendentes, sino que se deje guiar y permear por ellos. Es absolutamente necesario que la biomedicina y sus técnicas acepten las indicaciones de la sana razón, que el Magisterio de la Iglesia vuelve a proponer, para que se respete la sacralidad de la vida humana.

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7. Hay, finalmente, un tema que me interesa mucho: el del trabajo de la mujer. El Evangelio del trabajo tiene para la mujer una singular validez. Mira a revalorizar en el terreno social las tareas maternales, que le son propias, el esfuerzo y los riesgos inherentes a ellas, la necesidad que tienen los hijos del cuidado y del amor para poderse desarrollar como personas responsables, equilibradas y maduras.

No se trata, como alguno ha querido insinuar, de volver a encerrar a la mujer en el ámbito doméstico; no se trata de excluirla del trabajo fuera de casa; no se trata de atribuirle sólo tareas familiares. Porque idéntica es la dignidad del hombre y de la mujer, ambos creados a imagen de Dios (cfr. Gén 1, 27), está y debe estarle abierto a la mujer todo el ámbito de la actividad humana, sea económica, social, cultural o política. Pero hay para la mujer una actividad especifica que le concierne como “madre de los vivientes” (Gén 3, 20). En ella alcanza la mujer su expresión más elevada; y es, pues, justo que el Estado y la sociedad la sostengan en el cumplimiento de esta misión suya con las ayudas sociales de las que se benefician las trabajadoras de fuera del hogar.

Repito, sin embargo, que no se trata de recluir a la mujer entre las cuatro paredes domésticas, ni siquiera de cargar sobre ella toda la misión educativa en el seno de la familia. Dentro de la comunidad conyugal la igual dignidad personal del hombre y de la mujer debe reconocerse en el pleno y mutuo amor. Es, pues, obligatoria y necesaria una continua cooperación entre los padres en la educación de los hijos. La presencia activa del padre ayuda muchísimo a su formación, pero debe salvaguardarse la presencia y el cuidado de la madre, de quien tienen necesidad especialmente los hijos más pequeños. Se les debe facilitar la presencia en el propio hogar sin olvidar su legítima promoción social.

No es, pues, una cuestión de esquemáticos repartos de papeles, sino de recíproca colaboración en la familia y en la sociedad, según las condiciones y circunstancias, con plena igualdad y responsabilidad, con atención a las exigencias de la familia, escuela de humanidad y fundamento de la sociedad.

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8. Mucho es el camino que queda por recorrer para asegurar al trabajo humano su plena dignidad. Os dejo a vosotros, trabajadores cristianos, la consigna de ser testigos del Evangelio en vuestro ambiente: anunciad el nombre de Cristo en vuestras fábricas, en vuestras haciendas agrícolas, en los talleres, inspirándoos en Cristo, que se ha hecho “obrero” por nosotros (cfr. Mc 6, 3).

Actuad de modo que el trabajo se convierta en un medio eficaz para realizar en vosotros una personalidad fuerte y generosa, para establecer los vínculos más sólidos con vuestra familia, que es el objetivo principal y preferente de vuestro esfuerzo. Que ella llegue a ser verdaderamente una “Iglesia doméstica”, en la cual encuentre su justificación y sentido el trabajo de cada día. ¡Que el Espíritu de Dios os dé el impulso para esta gran misión!

[DP (1988), 66]