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[1345] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL MATRIMONIO Y LA FAMILIA EN LA VOCACIÓN Y MI SIÓN DE LOS LAICOS

De la Exhortación Apostólica Christifideles laici –sobre la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo–, 30 diciembre 1988

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40. La persona humana tiene una nativa y estructural dimensión social en cuanto que es llamada, desde lo más íntimo de sí, a la comunión con los demás y a la entrega a los demás: “Dios, que cuida de todos con paterna solicitud, ha querido que los hombres constituyan una sola familia y se traten entre sí con espíritu de hermanos” (144). Y así, la sociedad, fruto y señal de la sociabilidad del hombre, revela su plena verdad en el ser una comunidad de personas.

Se da así una interdependencia y reciprocidad entre las personas y la sociedad: todo lo que se realiza en favor de la persona es también un servicio prestado a la sociedad, y todo lo que se realiza en favor de la sociedad acaba siendo en beneficio de la persona. Por eso, el trabajo apostólico de los fieles laicos en el orden temporal reviste siempre e inseparablemente el significado del servicio al individuo en su unicidad e irrepetibilidad, y del servicio a todos los hombres.

Ahora bien, la expresión primera y originaria de la dimensión social de la persona es el matrimonio y la familia: “Pero Dios no creó al hombre en solitario: desde el principio ‘los hizo hombre y mujer’ (Gén 1, 27), y esta sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la comunión entre personas humanas” (145). Jesús se ha preocupado de restituir al matrimonio su entera dignidad y a la familia su solidez (cfr. Mt 19, 3-9); y San Pablo ha mostrado la profunda relación del matrimonio con el misterio de Cristo y de la Iglesia (cfr. Ef 5, 22-6, 4; Col 3, 18-21; 1 Ped 3, 1-7).

El matrimonio y la familia constituyen el primer campo para el compromiso social de los fieles laicos. Es un compromiso que sólo puede llevarse a cabo adecuadamente teniendo la convicción del valor único e insustituible de la familia para el desarrollo de la sociedad y de la misma Iglesia.

La familia es la célula fundamental de la sociedad, cuna de la vida y del amor en la que el hombre “nace” y “crece”. Se ha de reservar a esta comunidad una solicitud privilegiada, sobre todo cada vez que el egoísmo humano, las campañas antinatalistas, las políticas totalitarias, y también las situaciones de pobreza y de miseria física, cultural y moral, además de la mentalidad hedonista y consumista, hacen cegar las fuentes de la vida, mientras las ideologías y los diversos sistemas, junto a formas de desinterés y desamor, atentan contra la función educativa propia de la familia.

Urge, por tanto, una labor amplia, profunda y sistemática, sostenida no sólo por la cultura, sino también por medios económicos e instrumentos legislativos, dirigida a asegurar a la familia su papel de lugar primario de “humanización” de la persona y de la sociedad.

El compromiso apostólico de los fieles laicos con la familia es ante todo el de convencer a la misma familia de su identidad de primer núcleo social de base y de su original papel en la sociedad, para que se convierta cada vez más en protagonista activa y responsable del propio crecimiento y de la propia participación en la vida social. De este modo, la familia podrá y deberá exigir a todos –comenzando por las autoridades públicas– el respeto a los derechos que, salvando la familia, salvan la misma sociedad.

Todo lo que está escrito en la Exhortación Familiaris consortio sobre la participación de la familia en el desarrollo de la sociedad (146) y todo lo que la Santa Sede, a invitación del Sínodo de los Obispos de 1980, ha formulado con la “Carta de los Derechos de la Familia”, representa un programa operativo, completo y orgánico para todos aquellos fieles laicos que, por distintos motivos, están implicados en la promoción de los valores y exigencias de la familia; un programa cuya ejecución ha de urgirse con tanto mayor sentido de oportunidad y decisión, cuanto más graves se hacen las amenazas a la estabilidad y fecundidad de la familia, y cuanto más presiona y más sistemático se hace el intento de marginar la familia y de quitar importancia a su peso social.

Como demuestra la experiencia, la civilización y la cohesión de los pueblos depende sobre todo de la calidad humana de sus familias. Por eso, el compromiso apostólico orientado en favor de la familia adquiere un incomparable valor social. Por su parte, la Iglesia está profundamente convencida de ello, sabiendo perfectamente que “el futuro de la humanidad pasa a través de la familia” (147).

144. CONC. OECUM. VAT. II, Const. past. de Ecclesia in mundo huius temporis, Gaudium et spes, 24.

145. CONC. OECUM. VAT. II, Const. past. de Ecclesia in mundo huius temporis, Gaudium et spes, 12 [1965 12 07c/12].

146. Cfr. IOANNES PAULUS II, Adhort. Ap. Familiaris consortio, 42-48:AAS 74 (1982) 134-140 [1981 11 22/42-48].

147. Ibid., 86: AAS 74 (1982) 188 [1981 11 22/86].

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51. [...] En primer lugar, la responsabilidad de dar plena dignidad a la vida matrimonial y a la maternidad. Nuevas posibilidades se abren hoy a la mujer en orden a una comprensión más profunda y a una más rica realización de los valores humanos y cristianos implicados en la vida conyugal y en la experiencia de la maternidad. El mismo varón –el marido y el padre– puede superar formas de ausencia o presencia episódica y parcial, es más, puede involucrarse en nuevas y significativas relaciones de comunión interpersonal, gracias precisamente al hacer inteligente, amoroso y decisivo de la mujer [...].

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52. En el aula sinodal no ha faltado la voz de los que han expresado el temor de que una excesiva insistencia centrada sobre la condición y el papel de las mujeres pudiera desembocar en un inaceptable olvido: el referente a los hombres. En realidad, diversas situaciones eclesiales tienen que lamentar la ausencia o escasísima presencia de los hombres, de los que una parte abdica de las propias responsabilidades eclesiales, dejando que sean asumidas sólo por las mujeres, como, por ejemplo, la participación en la oración litúrgica en la Iglesia, la educación y concretamente la catequesis de los propios hijos y de otros niños, la presencia en encuentros religiosos y culturales, la colaboración en iniciativas caritativas y misioneras.

Se ha de urgir pastoralmente la presencia coordinada de los hombres y de las mujeres para hacer más completa, armónica y rica la participación de los fieles laicos en la misión salvífica de la Iglesia.

La razón fundamental que exige y explica la simultánea presencia y la colaboración de los hombres y de las mujeres no es sólo, como se ha hecho notar, la mayor significatividad y eficacia de la acción pastoral de la Iglesia; ni mucho menos el simple dato sociológico de una convivencia humana, que está naturalmente hecha de hombres y de mujeres. Es, más bien, el designio originario del Creador que desde el “principio” ha querido al ser humano como “unidad de los dos”; ha querido al hombre y a la mujer como primera comunidad de personas, raíz de cualquier otra comunidad y, al mismo tiempo, como “signo” de aquella comunidad interpersonal de amor que constituye la misteriosa vida íntima de Dios Uno y Trino.

Precisamente por esto, el modo más común y capilar, y al mismo tiempo fundamental, para asegurar esta presencia coordinada y armónica de hombres y mujeres en la vida y en la misión de la Iglesia, es el ejercicio de los deberes y responsabilidades del matrimonio y de la familia cristiana, en el que se transparenta y comunica la variedad de las diversas formas de amor y de vida: la forma conyugal, paterna y materna, filial y fraterna. Leemos en la Exhortación Familiaris consortio: “Si la familia cristiana es esa comunidad cuyos vínculos son renovados por Cristo mediante la fe y los sacramentos, su participación en la misión de la Iglesia debe realizarse según modalidad comunitaria. Juntos, por tanto, los cónyuges en cuanto matrimonio, y los padres e hijos en cuanto familia, han de vivir su servicio a la Iglesia y al mundo (...). La familia cristiana edifica además el Reino de Dios en la historia mediante esas mismas realidades cotidianas que hacen relación y singularizan su condición de vida. Es entonces en el amor conyugal y familiar –vivido en su extraordinaria riqueza de valores y exigencias de totalidad, unidad, fidelidad y fecundidad– donde se expresa y realiza la participación de la familia cristiana en la misión profética, sacerdotal y real de Jesucristo y de su Iglesia” (195).

Situándose en esta perspectiva, los Padres sinodales han reafirmado el significado que el sacramento del Matrimonio debe asumir en la Iglesia y en la sociedad para iluminar e inspirar todas las relaciones entre el hombre y la mujer. En tal sentido, han afirmado “la urgente necesidad de que cada cristiano viva y anuncie el mensaje de esperanza contenido en la relación entre hombre y mujer. El sacramento del Matrimonio, que consagra esta relación en su forma conyugal y la revela como signo de la relación de Cristo con su Iglesia, contiene una enseñanza de gran importancia para la vida de la Iglesia. Esta enseñanza debe llegar por medio de la Iglesia al mundo de hoy; todas las relaciones entre hombre y mujer han de inspirarse en este espíritu. La Iglesia debe utilizar esta riqueza todavía más plenamente” (196). Los mismos Padres sinodales han hecho notar justamente que “han de ser recuperadas la estima de la virginidad y el respeto por la maternidad” (197): una vez más, para el desarrollo de vocaciones diversas y complementarias en el contexto vivo de la comunidad eclesial y al servicio de su continuo crecimiento.

195. IOANNES PAULUS II, Adhort. Ap. Familiaris consortio, 50:AAS 74 (1982) 141-142 [1981 11 22/50].

196. Propositio, 46.

197. Propositio, 47.

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62. También la familia cristiana, en cuanto “Iglesia doméstica”, constituye la escuela primigenia y fundamental para la formación de la fe. El padre y la madre reciben en el sacramento del Matrimonio la gracia y la responsabilidad de la educación cristiana en relación con los hijos, a los que testifican y transmiten a la vez los valores humanos y religiosos. Aprendiendo las primeras palabras, los hijos aprenden también a alabar a Dios, al que sienten cercano como Padre amoroso y providente; aprendiendo los primeros gestos de amor, los hijos aprenden también a abrirse a los otros, captando en la propia entrega el sentido del humano vivir. La misma vida cotidiana de una familia auténticamente cristiana constituye la primera “experiencia de Iglesia”, destinada a ser corroborada y desarrollada en la gradual inserción activa y responsable de los hijos en la más amplia comunidad eclesial y en la sociedad civil. Cuanto más crezca en los esposos y padres cristianos la conciencia de que su “Iglesia doméstica” es partícipe de la vida y de la misión de la Iglesia universal, tanto más podrán ser formados los hijos en el “sentido de la Iglesia” y sentirán toda la belleza de dedicar sus energías al servicio del Reino de Dios.

[E 49 (1989), 209-211, 219-220, 226]