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[1368] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL FUTURO DE LA IGLESIA Y LA SOCIEDAD, LIGADO A LA VIDA DE LA FAMILIA

De la Homilía en la Misa en Upsala  (Suecia), 9 junio 1989

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2. Ya que estamos reunidos aquí para celebrar el misterio de Cristo presente en la Palabra y en el Sacramento, reflexionemos sobre la promesa a la que se refiere la primera lectura de la Misa de hoy donde leemos que “la promesa es para vosotros y para vuestros hijos” (Hch 2, 39). ¿Cuál es esta promesa?

Es el mensaje de salvación para todo el pueblo. Fue predicado por Cristo y aún hoy es predicado por la Iglesia mediante el poder del Espíritu Santo. Antes de subir a los cielos, Cristo animó a sus apóstoles diciéndoles que jamás los abandonaría. Les prometió el don del Espíritu, y ¡mantuvo esta promesa! En Pentecostés, cuando los Apóstoles estaban reunidos, “se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo” (Hch 2, 3-4).

Mis queridos amigos: La promesa de salvación, transmitida por los Apóstoles, está destinada a vosotros y a vuestros hijos. También vosotros habéis recibido el don del Espíritu Santo como una promesa de salvación en Cristo. Pero este don trae consigo una responsabilidad. Estáis llamados a hacer promesas y a mantenerlas: las promesas de vuestro bautismo, especialmente cuando se viven durante toda la vida en los compromisos con Dios en el matrimonio, el sacerdocio y la vida religiosa. Hoy deseo hablaros de modo particular sobre la vocación al matrimonio, a la paternidad y a la misión de la familia según el plan de salvación.

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3. Cuando los niños y las niñas entran en la adolescencia, se sienten atraídos unos hacia otros. Comienzan a compartir sus experiencias de vida, su educación familiar, sus intereses y sus esperanzas para el futuro. Poco a poco se desarrolla y se profundiza una relación de amor hasta que alcanza un estadio donde debe vivirse en la unión del matrimonio.

En el matrimonio, un hombre y una mujer se prometen recíprocamente en un pacto inquebrantable de total y mutua donación del uno al otro, y prometen permanecer fieles uno al otro hasta el fin, a pesar de las dificultades que puedan surgir. En este vínculo sacramental, un hombre y una mujer forman una unión de amor, amor que no es una emoción pasajera o una infatuación, sino una decisión responsable y libre de unirse completamente “en la fortuna y en la adversidad”. Se trata de un amor que ha de proclamarse ante el mundo: una Buena Nueva para compartir. El contrato matrimonial es un pacto incondicional y duradero. El amor que se ha prometido ante el altar y que ha sido bendecido en el rito del matrimonio, tiene una estabilidad que no puede sufrir cambios. El matrimonio cristiano es un sacramento establecido como tal por Cristo. Éste encierra los elementos del misterio del amor de Cristo por su Iglesia, la Esposa de Cristo (cfr. Ef 5, 32). La palabra “amor” tiene un significado sagrado y en el contexto del matrimonio cristiano debería ser usada con especial reverencia y respeto.

Un amor de este tipo y el compromiso de fidelidad durante toda la vida exigen una preparación cuidadosa desde la niñez hasta el día del matrimonio. Y después de ese día, tras el intercambio de las promesas, el amor sigue creciendo y profundizándose; no disminuye con el paso de los años. El verdadero amor perdura y no es perturbado por las borrascas de los cambios. La gracia de Dios ayuda a sostener los lazos sacramentales y fortalece a la pareja para afrontar los retos de la vida.

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4. En el plan de Dios el amor del esposo y de la esposa apunta más allá de sí mismo; surge una nueva vida, ha nacido una familia. Una familia es una comunidad de amor y de vida. Los hijos expresan de un modo concreto el amor prometido en el altar. Una “familia” y un “hogar”: éstas son maravillosas palabras que evocan un sentido de seguridad y de intimidad. Son palabras que encierran un profundo significado que debe apreciarse y protegerse.

Ser padres conlleva preocupaciones y dificultades, así como alegrías y realizaciones. Querría recordaros a vosotros, los padres: vuestros hijos son vuestro mayor tesoro. Ellos os aman mucho, aun cuando para ellos es difícil a veces expresar este amor. Es una triste realidad el hecho de que a causa de las presiones del trabajo y del ritmo veloz de la vida, para muchos padres se hace cada vez más difícil dedicar bastante tiempo a sus hijos. Os exhorto hoy: tratad de hallar las ocasiones para hablar y profundizar la relación con vuestros hijos. No dejéis que ellos se conviertan en extraños que viven bajo el mismo techo. Los años transcurridos en casa pasan muy rápidamente. Son años preciosos. Cada momento transcurrido con vuestros hijos los enriquecerá, y vosotros encontraréis vuestras vidas inmensamente enriquecidas. El futuro de la Iglesia, el futuro de la humanidad misma, depende en gran parte de la calidad de la vida de la familia y del robustecimiento de los lazos familiares alimentados en el hogar. La grandeza de esta nación, y de toda nación, puede medirse por la grandeza de sus familias.

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5. [...] Y ahora quiero formular los mismos deseos a todos los emigrantes polacos, tanto a los que han echado ya raíces en esta tierra desde hace mucho tiempo, como a los que han venido recientemente. Queridos hermanos y hermanas: Tratad de conservar y mantener con todas vuestras fuerzas este sagrado vínculo sacramental que une el matrimonio y la familia. Hacedlo por vosotros mismos, por vosotros: maridos y mujeres; por vosotros: padres y madres; por vuestros hijos, por vuestros nietos, por el futuro de la nación, también por esta nación sueca y por su Iglesia. Os lo deseo de corazón. Hoy ruego por esto con todos vosotros aquí reunidos durante la Santa Misa para las familias. ¡Alabado sea Jesucristo!

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6. Queridos amigos en Cristo: Como familias cristianas, padres e hijos juntos, tenéis la misión de dar un testimonio profético, de descubrir con los demás la presencia del Espíritu Santo en vuestras vidas. Vuestra alegría al recibir la Buena Nueva es grande, pero puede ser aún mayor si la compartís con los demás. Los Santos suecos, como Santa Brígida y San Erik, cayeron en la cuenta de esto: la Buena Nueva está destinada a ser compartida. Ellos tomaron en serio este mandamiento del Señor, y hoy pido a todas las familias suecas que se comporten del mismo modo.

Con Cristo, digo ante todo: “¡Id!”. Id al mundo con confianza en el amor de Dios. Para algunas personas el mundo puede ser un lugar vacío porque tienen miedo de creer en la luz, en el amor y en la bondad que proceden de la gracia de Dios. Id a los que están confundidos o que han perdido el camino en la vida, a los que se hallan en la desesperación, a los que tienen el corazón tan lleno de preocupaciones por la vida o las cosas materiales, que no les queda espacio para Dios.

Con Cristo también os digo: “Haced discípulos”. Es nuestro privilegio señalar a Cristo a aquellos que le están buscando e invitarlos a seguirle. No debemos tener miedo de responder a quienes nos plantean interrogantes fundamentales sobre nuestra fe y tampoco de proclamar el Evangelio con palabras y con obras. No tengáis miedo de hacer discípulos de entre quienes son completamente indiferentes a Cristo y su mensaje.

“Bautizad”. Jesús nos ha llamado a ser miembros de la Iglesia, y desea a su vez que llevemos a otros a la Iglesia. Quiere que todos se sumerjan en su amor, se purifiquen de sus pecados, se laven y lleguen a ser puros. Quiere que todos se conviertan y vivan.

“Enseñad”, dice Jesús. Enseñad unos a otros el amor que Dios siente por cada uno de vosotros. Enseñad con la fe y con el ejemplo. Padres: enseñad a vuestros hijos la importancia de la relación personal con Jesús, nuestro amoroso Salvador y Amigo. Enseñadles la importancia de la oración. Enseñadles cómo rezar. Vosotros sois los primeros maestros de vuestros hijos en el camino de la fe y la santidad. Nadie puede ocupar vuestro lugar en esta tarea.

“¡Id, haced discípulos, bautizad y enseñad!” Ésta puede ser la base de un vigoroso apostolado familiar en Suecia.

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7. En Pentecostés, todos estaban tan impresionados por las palabras de Pedro que preguntaban a los Apóstoles: “¿Qué hemos de hacer, hermanos?” (Hch 2, 37). Vosotros podéis formularos la misma pregunta. ¿Qué debemos hacer? Habéis recibido el Espíritu Santo en los sacramentos del bautismo y la confirmación. Sus dones no están destinados a ser escondidos, sino a ser usados para promover el reino de Dios en la tierra. ¿Qué debéis hacer? Vosotros sois libres para decidir. El mundo está esperando vuestra respuesta. ¡Éste puede ser el momento de vuestra decisión!

“La promesa es para vosotros y para vuestros hijos”.

El Señor ha sido fiel a sus promesas. Vosotros debéis ser fieles a Él. Continuad adelante juntos en la fe, en la esperanza y en el amor, viviendo en el Espíritu de nuestro Señor Jesucristo. Amén.

[OR (e. c.), 2.VII.1989, 6]