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[1399] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LOS PADRES, PRIMEROS EDUCADORES DE LA FE DE SUS HIJOS

Homilía de la Misa en la explanada de Nyandungu, Kigali (Rwanda), 9 septiembre 1990

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“Bendito seas, Señor, Dios del universo” (Ofertorio de la Misa).

1. He aquí que avanzan hasta el altar del Señor las familias de Ruanda. Reunidas en esta explanada por sus pastores, desean, junto con el Obispo de Roma, sucesor de Pedro, presentar su ofrenda sobre el altar.

Esta ofrenda es el pan y el vino. La Eucaristía, instituida por nuestro Salvador, es el sacrificio “a semejanza de Melquisedec”. Bajo las especies sacramentales del pan y del vino, esta ofrenda es toda la vida de vuestras familias; la unidad y la indisolubilidad del matrimonio; el amor de los esposos y su fidelidad, hasta la muerte, a la alianza sellada en el sacramento; la educación de los hijos y todo lo que sostiene su crecimiento dentro de la comunidad familiar.

Antes de realizar esta presentación de los dones en la liturgia, meditaremos juntos en la palabra de Dios con que la Iglesia nos alimenta hoy.

Agradezco a monseñor Vincent Nsengiyumva, arzobispo de Kigali, las palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre de todo el pueblo cristiano de Ruanda.

Un saludo deferente también al señor presidente de la República, a las autoridades civiles que han querido tomar parte en esta celebración eucarística.

Saludo cordialmente a los obispos presentes, así como a sus colaboradores: los sacerdotes, los religiosos y las religiosas, y todos los catequistas.

Por fin, os saludo de corazón a vosotros, fieles laicos y familias de Ruanda, en especial a los que renovaréis las promesas hechas en el momento en que decidisteis fundar un hogar cristiano. ¡Que Dios os guarde!

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2. En el seno de la familia se teje un conjunto de relaciones interpersonales. Se entablan relaciones particulares entre los conjuntos de personas: entre padres e hijos, y entre los hijos mismos.

En la primera lectura hemos escuchado a un sabio de Israel que comenta el cuarto mandamiento sobre las relaciones entre hijos y padres: “En obra y palabra honra a tu padre, para que te alcance su bendición” (Si 3, 8). “Como el que atesora es quien da gloria a su madre” (Si 3, 4). El sabio está comentando la Ley del decálogo, que es palabra de Dios: “Honra a tu padre y a tu madre, como te lo ha mandado Yahvéh tu Dios, para que se prolonguen tus días y seas feliz en el suelo que Yahvéh tu Dios te da” (Dt 5, 16).

Sin nuestros padres, sin nuestros antepasados, no seríamos nada. A su amor, a su entrega y a su trabajo debemos el primero de los dones: la vida. Por esto, Dios nos pide que oremos a nuestro padre, a nuestra madre, es decir, que les ofrezcamos, en nuestro corazón, el afecto y el respeto al que tienen derecho.

Ciertamente, al crecer, los jóvenes adquieren una cierta autonomía, pero la piedad filial hacia sus padres se hace más profunda y, dialogando con ellos, conquistan su libertad: aprenden a ser responsables, en especial a tomar, con claridad y en conciencia, las decisiones que los comprometerán en los verdaderos caminos de la felicidad.

A este respecto, quisiera decir que los estudiantes de Ruanda me han dado a conocer sus reflexiones. Les agradezco de todo corazón el hecho de que hayan tenido la gentileza de escribirme para darme la bienvenida y también para confiarme sus preocupaciones. Me han conmovido sus cartas: en ellas muestran su deseo de conocer a Jesús, de crecer en la fe y de practicar el amor fraterno, como Cristo nos pide en el Evangelio de hoy: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15, 12).

Los estudiantes de Ruanda manifiestan que tienen sed de aprender. Algunos sufren, incluso, por no poder satisfacer esa sed a causa de las dificultades económicas. Hay algunos que se declaran desorientados por la proliferación de confesiones religiosas en el país. Padres cristianos, a vosotros en primer lugar os corresponde iluminar a vuestros hijos. Vosotros sois los primeros catequistas de vuestros hijos.

Cuanto más cerca estéis de vuestros hijos, cumpliendo fielmente vuestra misión de educadores, tanto mejor responderéis a sus expectativas. Para dar a vuestros hijos el sostén y el afecto que necesitan, es indispensable vuestra presencia constante, tanto la del padre como la de la madre. Cread en torno vuestro una atmósfera de amor que favorezca el desarrollo armonioso de su vida afectiva y de su personalidad. Con el testimonio de vuestra vida, ayudadlos a encontrar a Cristo, a amarlo y a escuchar su llamada.

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3. Cuando se acercaba su sacrificio en la cruz, Cristo dirigió a los Apóstoles estas palabras magníficas, que ahora debemos meditar: “Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15, 12).

Son palabras ricas de significado. Fueron dirigidas a los Apóstoles, pero la liturgia de hoy las aplica a los esposos y a las familias. San Juan –que nos ha revelado el nombre secreto de Dios: “Dios es Amor”– nos coloca, con algunas frases, en el centro del cristianismo y nos ofrece la clave de la existencia cristiana: “Amaos los unos a los otros”.

“Permaneced en mi amor” (Jn 15, 9). Permanecer en el amor de alguien es el sueño de todo ser humano. En un mundo de trastornos y de inseguridad, muchos se sienten desarraigados y buscan arraigar en el amor de un ser amado. Pero Jesús nos enseña que el amor infinito de Dios, sólido como la roca, es la fuente de todo amor. Cristo los hace cercano a nosotros. Más aún, Él, que está totalmente habitado por el amor del Padre, nos invita a dejarnos conquistar por su amor, a compartirlo y a vivirlo entre nosotros: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor” (Jn 15, 9).

Jesús, que permanece en el amor del Padre, es también su Enviado. Y, para que permanezcamos en el amor de Cristo, nosotros también somos sus enviados. Enviados ¿para qué? Para ser signos del amor de Dios, para amar a nuestra vez, como Cristo. “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Ofreciendo su vida por sus amigos, Jesús manifiesta el amor absoluto, que es Dios. La lógica del amor cristiano consiste en dar más valor a la vida de otros que a la propia vida.

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4. El amor de los esposos se manifiesta de una forma semejante. Unidos por una alianza espiritual querida, el hombre y la mujer crean la familia. La mujer es su corazón; el marido, su guardián. La familia cristiana ha de ser un lugar de don de sí, de respeto y de fidelidad. Y, para los jóvenes, ha de ser lugar de seguridad y de equilibrio, en el que despierten a la fe y se formen en la oración.

Como pequeña célula de la Iglesia, la familia es un lugar donde Cristo está presente. Como Cristo se dio por amor a su Iglesia, los esposos se dan el uno a la otra en una alianza perpetua e indisoluble. El esposo y la esposa no sólo se aman como Cristo y la Iglesia, sino también con el mismo amor. El Espíritu Santo, el Espíritu de amor que Cristo da a su Iglesia, está presente, por la gracia del sacramento del matrimonio, en el vínculo que une al esposo y a la esposa. Mediante Cristo y la Iglesia, la pareja humana permanece en el amor de las tres Personas divinas.

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5. Las parejas deben asumir la paternidad y la maternidad de una manera siempre responsable, buscando de modo consciente y voluntario el dominio de sí mismos, dentro del respeto a la fecundidad, que forma parte de los dones que Dios ha inscrito en lo más profundo de su naturaleza. La Iglesia siente el deber de iluminar, por medio de su doctrina en materia familiar, a los esposos a fin de que vivan su vida conyugal y su papel de padres de acuerdo con el plan de Dios, y para que tengan el valor de no dar a las satisfacciones inmediatas más importancia que a una fidelidad exigente al verdadero sentido de su unión.

Las familias sanas y equilibradas ofrecen a los jóvenes un apoyo real para que se formen en el dominio de su sexualidad y no se dejen llevar a un libertinaje indigno del hombre.

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6. Actualmente, la responsabilidad común de las familias se encuentra frente a una prueba que afecta a la sociedad, tanto en vuestro país como en otras regiones del mundo. Se trata de la difusión de la grave enfermedad del SIDA. Diversos comportamientos humanos contribuyen a difundir esa enfermedad; y, con frecuencia, se trata de comportamientos contrarios a una sana moral. Sin duda alguna, es necesario ayudar a los enfermos, rodearlos de cuidados y de afecto. Muchos de vosotros los atienden con generosidad. Seguid mostrándoles toda vuestra compasión, a ejemplo de Cristo que nos enseñó cómo superar la barrera de la enfermedad, e incluso de la culpa moral, para salir al encuentro de la persona herida y acompañarla en su sufrimiento: “Revestíos..., de entrañas y misericordia y de bondad” (Col 3, 12).

Espero que a los que sufren y a los niños que quedan huérfanos nunca les falte la solidaridad concreta. Pero es necesario también reflexionar más a fondo, pues, dado que no contamos aún con los medios para aliviar y curar esta enfermedad, las generaciones actuales tienen una responsabilidad real de evitar que siga difundiéndose. No sólo deben luchar contra la epidemia en el plano sanitario, sino también han de regular la propia conducta de tal modo que no corran el riesgo de contraer o transmitir un mal que disminuye al hombre e hiere a todo un pueblo. Es preciso que las familias de hoy se preocupen de transmitir, junto con la vida, la salud a las siguientes generaciones.

En todos estos planes, el éxito de las familias felices constituye un factor importante para lograr el éxito de toda la sociedad; y esto vale también para lo que atañe a la moral conyugal, así como para los otros aspectos de la vida social.

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7. En su carta a los Colosenses San Pablo escribe: “La palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza” (Col 3, 16). ¿Cuándo habita en nosotros la palabra de Cristo? ¿Cuándo nos enriquece espiritualmente? Ciertamente, cuando la escuchamos, cuando la leemos con la estima que se le debe. Pero, de una manera más verdadera aún, la palabra de Dios da fruto en nosotros cuando oramos.

La oración nos cambia y, de ese modo, cambia el mundo. La oración pública y común del pueblo de Dios es una función esencial de la Iglesia y se aprende en familia. “Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20). Cuando los miembros de una misma familia oran juntos, Jesús, con su presencia, refuerza su unión. Y el Evangelio de hoy nos confirma en la esperanza que nos abre la fidelidad a la oración: “Todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo concederá” (Jn 15, 16).

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8. Queridas familias de Ruanda, hemos meditado juntos la palabra de Dios en la liturgia de hoy. Ahora os invito al banquete eucarístico. Os invito con estas palabras: “¡Bendito seas, Señor, Dios del universo!”. Sí, ¡bendito seas, Señor, Dios de nuestras familias, Dios de nuestras alegrías y de nuestras tristezas!

Te pedimos por todos los que sufren, por los que no tienen dinero, por los que no han recibido educación, por los que carecen de ternura: haz que estemos atentos a sus necesidades y enséñanos a compartir.

Te pedimos por los parados y por los jóvenes que buscan trabajo: ayúdanos a prepararles un lugar en nuestra sociedad.

Te pedimos por los enfermos, por los que han perdido toda esperanza de curación, por los que se acercan a la muerte: sosténlos, confórtalos, consuélalos, dales paciencia y serenidad.

Te pedimos por los que sufren hambre en este país, por los desterrados, por los refugiados. Señor, tú que lo puedes todo, pon fin a nuestras divisiones, ensancha nuestros corazones y congréganos en la unidad.

Por último, te pedimos y te bendecimos por todos los hermanos del mundo en los que descubrimos tu rostro.

Te pedimos y te bendecimos por las familias de Ruanda, en especial por las que te hacen la ofrenda de la vida de su hogar. Hermanos y hermanas unidos en el sacramento del matrimonio, la Iglesia ha bendecido vuestra unión indisoluble de esposos y esposas. Ahora renovaréis los compromisos de vuestro matrimonio, vuestro don recíproco para todos los días de vuestra vida. Hoy la Iglesia quiere renovar sobre vosotros la bendición de Dios, para que recibáis todo el apoyo de la gracia de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, en la vida familiar a la que él os ha llamado. Amén.

[OR (e. c.), 23.IX.1990, 6, 8]