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[1439] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA RESPONSABILIDAD DE LA FAMILIA EN EL CUIDADO Y FORMACIÓN DE LAS VOCACIONES SACERDOTALES

De los capítulos IV y V de la Exhortación Apostólica Pastores dabo vobis –sobre la formación de los sacerdotes en la situación actual–, 25 marzo 1992

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41. La vocación sacerdotal es un don de Dios, que constituye ciertamente un gran bien para quien es su primer destinatario. Pero es también un don para toda la Iglesia, un bien para su vida y misión. Por eso la Iglesia está llamada a custodiar este don, a estimarlo y amarlo. Ella es responsable del nacimiento y de la maduración de las vocaciones sacerdotales. En consecuencia, la pastoral vocacional tiene como sujeto activo, como protagonista, a la comunidad eclesial como tal, en sus diversas expresiones: desde la Iglesia universal a la Iglesia particular y, análogamente, desde ésta a la parroquia y a todos los estamentos del Pueblo de Dios.

Es muy urgente, sobre todo hoy, que se difunda y arraigue la convicción de que todos los miembros de la Iglesia, sin excluir ninguno, tienen la responsabilidad de cuidar las vocaciones. El Concilio Vaticano II ha sido muy explícito al afirmar que «el deber de fomentar las vocaciones afecta a toda la comunidad cristiana, la cual ha de procurarlo, ante todo, con una vida plenamente cristiana» (Optatam totius, 2). Solamente sobre la base de esta convicción, la pastoral vocacional podrá manifestar su rostro verdaderamente eclesial, desarrollar una acción coordinada, sirviéndose también de organismos específicos y de instrumentos adecuados de comunión y de corresponsabilidad.

La primera responsabilidad de la pastoral orientada a las vocaciones sacerdotales es del Obispo (Christus Dominus, 15), que está llamado a vivirla en primera persona, aunque podrá y deberá suscitar abundantes tipos de colaboraciones. A él, que es padre y amigo en su presbiterio, le corresponde, ante todo, la solicitud de dar continuidad al carisma y al ministerio presbiteral, incorporando a él nuevos miembros con la imposición de las manos. Él se preocupará de que la dimensión vocacional esté siempre presente en todo el ámbito de la pastoral ordinaria, es más, que esté plenamente integrada y como identificada con ella. A él compete el deber de promover y coordinar las diversas iniciativas vocacionales (Optatam totius 2).

El Obispo sabe que puede contar ante todo con la colaboración de su presbiterio. Todos los sacerdotes son solidarios y corresponsables con él en la búsqueda y promoción de las vocaciones presbiterales. En efecto, como afirma el Concilio, «a los sacerdotes, en cuanto educadores en la fe, atañe procurar, por sí mismos o por otros, que cada uno de los fieles sea llevado en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación» (Presbyterorum Ordinis, 6). «Este deber pertenece a la misión misma sacerdotal, por la que el presbítero se hace ciertamente partícipe de la solicitud de toda la Iglesia, para que aquí en la tierra nunca falten operarios en el Pueblo de Dios» (Ibid., 11). La vida misma de los presbíteros, su entrega incondicional a la grey de Dios, su testimonio de servicio amoroso al Señor y a su Iglesia –un testimonio sellado con la opción por la cruz, acogida en la esperanza y en el gozo pascual–, su concordia fraterna y su celo por la evangelización del mundo, son el factor primero y más persuasivo de fecundidad vocacional (Optatam totius, 2).

Una responsabilidad particularísima está confiada a la familia cristiana, que en virtud del sacramento del matrimonio participa, de modo propio y original, en la misión educativa de la Iglesia, maestra y madre. Como han afirmado los Padres sinodales, «la familia cristiana, que es verdaderamente ‘como iglesia doméstica’ (Lumen gentium, 11), ha ofrecido siempre y continúa ofreciendo las condiciones favorables para el nacimiento de las vocaciones. Y puesto que hoy la imagen de la familia cristiana está en peligro, se debe dar gran importancia a la pastoral familiar, de modo que las mismas familias, acogiendo generosamente el don de la vida humana, formen ‘como un primer seminario’ (Optatam totius, 2) en el que los hijos puedan adquirir, desde el comienzo, el sentido de la piedad y de la oración y el amor a la Iglesia» (Proposición 14). En continuidad y en sintonía con la labor de los padres y de la familia está la escuela, llamada a vivir su identidad de «comunidad educativa» incluso con una propuesta cultural capaz de iluminar la dimensión vocacional como valor propio y fundamental de la persona humana. En este sentido, si es oportunamente enriquecida de espíritu cristiano (sea a través de presencias eclesiales significativas en la escuela estatal, según las diversas legislaciones nacionales, sea sobre todo en el caso de la escuela católica), puede infundir «en el alma de los muchachos y de los jóvenes el deseo de cumplir la voluntad de Dios en el estado de vida más idóneo a cada uno, sin excluir nunca la vocación al ministerio sacerdotal» (Proposición 15).

También los fieles laicos, en particular los catequistas, los profesores, los educadores, los animadores de la pastoral juvenil, cada uno con los medios y modalidades propios, tienen una gran importancia en la pastoral de las vocaciones sacerdotales. Cuanto más profundicen en el sentido de su propia vocación y misión en la Iglesia, tanto más podrán reconocer el valor y el carácter insustituible de la vocación y de la misión sacerdotal.

En el ámbito de las comunidades diocesanas y parroquiales hay que apreciar y promover aquellos grupos vocacionales, cuyos miembros ofrecen su ayuda de oración y de sufrimiento por las vocaciones sacerdotales y religiosas, así como su apoyo moral y material.

También hay que mencionar aquí a los numerosos grupos, movimientos y asociaciones de fieles laicos que el Espíritu Santo hace surgir y crecer en la Iglesia, con vistas a una presencia cristiana más misionera en el mundo. Estas diversas agrupaciones de laicos están resultando un campo particularmente fértil para el nacimiento de vocaciones consagradas y son ambientes propicios de oferta y crecimiento vocacional. En efecto, no pocos jóvenes, precisamente en el ambiente de estas agrupaciones y gracias a ellas, han sentido la llamada del Señor a seguirlo en el camino del sacerdocio ministerial y han respondido a ella con generosidad (Proposición 16). Por consiguiente, hay que valorarlas para que, en comunión con toda la Iglesia y para el crecimiento de ésta, presten su colaboración específica al desarrollo de la pastoral vocacional.

Los diversos integrantes y miembros de la Iglesia comprometidos en la pastoral vocacional harán tanto más eficaz su trabajo, cuanto más estimulen a la comunidad eclesial como tal –empezando por la parroquia– para que sientan que el problema de las vocaciones sacerdotales no puede ser encomendado en exclusiva a unos «encargados» (los sacerdotes en general, los sacerdotes del Seminario en particular), pues, por tratarse de «un problema vital que está en el corazón mismo de la Iglesia» (Mensaje para la XXII Jornada mundial de oración por las vocaciones sacerdotales, 13 abril 1985: AAS 77 (1985) 982.), debe hallarse en el centro del amor que todo cristiano tiene a la misma.

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68. Las comunidades de las que proviene el aspirante al sacerdocio, aun teniendo en cuenta la separación que la opción vocacional lleva consigo, siguen ejerciendo un influjo no indiferente en la formación del futuro sacerdote. Por eso deben ser conscientes de su parte específica de responsabilidad.

Recordemos, en primer lugar, a la familia: los padres cristianos, como también los hermanos, hermanas y otros miembros del núcleo familiar, no deben nunca intentar llevar al futuro presbítero a los límites estrechos de una lógica demasiado humana, cuando no mundana, aunque a esto sea un sincero afecto lo que los impulse (cf. Mc 3, 20-21. 31-35). Al contrario, animados ellos mismos por el mismo propósito de «cumplir la voluntad de Dios», sepan acompañar el camino formativo con la oración, el respeto, el buen ejemplo de las virtudes domésticas y la ayuda espiritual y material, sobre todo en los momentos difíciles. La experiencia enseña que, en muchos casos, esta ayuda múltiple ha sido decisiva para el aspirante al sacerdocio. Incluso en el caso de padres y familiares indiferentes o contrarios a la opción vocacional, la confrontación clara y serena con la posición del joven y los incentivos que de ahí se deriven, pueden ser de gran ayuda para que la vocación sacerdotal madure de un modo más consciente y firme.

En estrecha relación con las familias está la comunidad parroquial: ambas se unen en el plano de la educación en la fe; además, con frecuencia, la parroquia, mediante una específica pastoral juvenil y vocacional, ejerce un papel de suplencia de la familia. Sobre todo, por ser la realización local más inmediata del misterio de la Iglesia, la parroquia ofrece una aportación original y particularmente preciosa a la formación del futuro sacerdote. La comunidad parroquial debe continuar sintiendo como parte viva de sí misma al joven en camino hacia el sacerdocio, lo debe acompañar con la oración, acogerlo entrañablemente en los tiempos de vacaciones, respetar y favorecer la formación de su identidad presbiteral, ofreciéndole ocasiones oportunas y estímulos vigorosos para probar su vocación a la misión.

También las asociaciones y los movimientos juveniles, signo y confirmación de la vitalidad que el Espíritu asegura a la Iglesia, pueden y deben contribuir a la formación de los aspirantes al sacerdocio, en particular de aquellos que surgen de la experiencia cristiana, espiritual y apostólica de estas instituciones. Los jóvenes que han recibido su formación de base en ellas y las tienen como punto de referencia para su experiencia de Iglesia, no deben sentirse invitados a apartarse de su pasado y cortar las relaciones con el ambiente que ha contribuido a su decisión vocacional ni tienen por qué cancelar los rasgos característicos de la espiritualidad que allí aprendieron y vivieron, en todo aquello que tienen de bueno, edificante y enriquecedor (Proposición 25). También para ellos este ambiente de origen continúa siendo fuente de ayuda y apoyo en el camino formativo hacia el sacerdocio.

Las oportunidades de educación en la fe y de crecimiento cristiano y eclesial que el Espíritu ofrece a tantos jóvenes a través de las múltiples formas de grupos, movimientos y asociaciones de variada inspiración evangélica, deben ser sentidas y vividas como regalo del espíritu que anima la institución eclesial y está a su servicio. En efecto, un movimiento o una espiritualidad particular «no es una estructura alternativa a la institución. Al contrario, es fuente de una presencia que continuamente regenera en ella la autenticidad existencial e histórica. Por esto, el sacerdote debe encontrar en el movimiento eclesial la luz y el calor que lo hacen ser fiel a su Obispo y dispuesto a los deberes de la institución y atento a la disciplina eclesiástica, de modo que sea más fértil la vibración de su fe y el gusto de su fidelidad» (Discurso a los sacerdotes colaboradores con el movimiento «Comunión y Liberación», 12 septiembre 1985: AAS 78 (1986), 256).

Por tanto, es necesario que, en la nueva comunidad del Seminario –que el Obispo ha congregado–, los jóvenes provenientes de asociaciones y movimientos eclesiales aprendan «el respeto a los otros caminos espirituales y el espíritu de diálogo y cooperación», se atengan con coherencia y cordialidad a las indicaciones formativas del Obispo y de los educadores del Seminario, confiándose con actitud sincera a su dirección y a sus valoraciones (Cf. Proposición 25). Dicha actitud prepara y, de algún modo, anticipa la genuina opción presbiteral de servicio a todo el Pueblo de Dios, en la comunión fraterna del presbiterio y en obediencia al Obispo.

La participación del seminarista y del presbítero diocesano en espiritualidades particulares o instituciones eclesiales es ciertamente, en sí misma, un factor beneficioso de crecimiento y de fraternidad sacerdotal. Pero esta participación no debe obstaculizar sino ayudar el ejercicio del ministerio y la vida espiritual que son propios del sacerdote diocesano, el cual «sigue siendo siempre pastor de todo el conjunto. No sólo es el “hombre permanente”, siempre disponible para todos, sino el que va al encuentro de todos –en particular está a la cabeza de las parro quias– para que todos descubran en él la acogida que tie nen derecho a esperar en la comunidad y en la Eucaristía que los congrega, sea cual sea su sensibilidad religiosa y su dedicación pastoral» (Encuentro con los representanes del clero suizo en Einsiedeln, 15 junio 1984, Insegnamenti VII/I (1984), 1798).

[OR (e. c.), 10.IV.1992, 5, 15-16 y 22-23]