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[1522] • JUAN PABLO II (1978-2005) • FAMILIA, EDUCACIÓN Y VOCACIÓN SACERDOTAL Y RELIGIOSA

Mensaje La celebrazione, con motivo de la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, 26 diciembre 1993

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A los venerables hermanos en el Espiscopado y a los queridísimos fieles de todo el mundo.

La celebración de la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones coincide, este año, con un importante acontecimiento eclesial: la inauguración del “Primer Congreso Continental Latinoamericano sobre la Atención Pastoral a favor de las Vocaciones de Especial Consagración en el Continente de la Esperanza”. Dicha Asamblea se propone llevar a cabo un trabajo en profundidad de identificación, de animación y de promoción vocacional. Al tiempo que expreso gran estima por esta iniciativa pastoral, orientada al bien espiritual, no solamente de América Latina, sino de toda la Iglesia, invito a todos a apoyarla con oración unánime y confiada.

La Jornada Mundial se enmarca, además, en el Año Internacional de la Familia. Ello nos ofrece la oportunidad de llamar la atención sobre la estrecha relación que existe entre familia, educación y vocación y, en particular entre familia y vocación sacerdotal y religiosa.

Al dirigirme a las familias cristianas, deseo, por tanto, confirmarlas en su misión de educar a las jóvenes generaciones, esperanza y futuro de la sociedad y de la Iglesia.

1. “Este misterio es grande” (Ef 5, 32)

A pesar de los profundos cambios históricos, la familia sigue siendo la más completa y rica escuela de humanidad en la que se vive la experiencia más significativa del amor gratuito, de la fidelidad, del respeto mutuo y de la defensa de la vida. Su misión peculiar es la de custodiar y transmitir, mediante la educación de los hijos, virtudes y valores, orientados a edificar y promover el bien de las personas y de la comunidad.

Esta misma responsabilidad corresponde, con mayor motivo, a la familia cristiana por el hecho de que sus miembros, ya consagrados y santificados en virtud del Bautismo, están llamados a una particular vocación apostólica por el sacramento del Matrimonio (cfr. Familiaris consortio, 52, 54).

La familia, en la medida en que adquiere conciencia de su singular vocación y corresponde a ella, se convierte en una comunidad de santificación en la cual se aprende a vivir la bondad, la justicia, la misericordia, la castidad, la paz, la pureza del corazón (cfr. Ef 4, 1-4; Familiaris consortio, 21); se convierte, en otras palabras, en lo que San Juan Crisóstomo llama “Iglesia doméstica”, es decir, el lugar en el que Jesucristo vive y trabaja por la salvación de los hombres y por el aumento del Reino de Dios. Sus miembros, llamados a la fe y a la vida eterna, son “partícipes de la naturaleza divina” (2 Pe 1, 4), se alimentan en la mesa de la Palabra de Dios y de los sacramentos, y se expresan con aquella forma evangélica de pensar y de actuar que los abre a la vida de la santidad sobre la tierra y de la felicidad eterna en el cielo (cfr. Ef 1, 4-5).

Los padres cristianos, desde la primera edad de sus hijos, manifiestan hacia ellos diligencia amorosa, les comunican con el ejemplo y con las palabras una sincera y vivida relación con Dios, hecha de amor, de fidelidad, de oración y de obediencia (cfr. Lumen gentium, 35; Apostolicam actuositatem, 11). Los padres, pues, favorecen la santidad de los hijos y hacen que sus corazones sean dóciles a la voz del Buen Pastor, que llama a todos los hombres a seguirlo y a buscar, en primer término, el Reino de Dios.

A la luz de este horizonte de gracia divina y de responsabilidad humana, la familia puede ser considerada como un “jardín” o como “primer seminario” en los que las semillas de vocación, que Dios derrama a manos llenas, están en condiciones de florecer y de crecer hasta la plena madurez (cfr. Optatam totius, 2).

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2. “Que no os conforméis a este siglo” (Rm 12, 2)

La misión de los padres cristianos es extraordinariamente importante y delicada, porque están llamados a preparar, cultivar y defender las vocaciones que Dios suscita en su familia. Deben, pues, enriquecerse a sí mismos y enriquecer a sus familias con valores espirituales y morales, como una religiosidad convencida y profunda, una conciencia apostólica y eclesial y un concepto exacto de la vocación.

Para toda la familia, en realidad, el paso decisivo a dar es el de aceptar al Señor Jesús como centro y modelo de vida y, en Él y con Él, adquirir conciencia de ser lugar privilegiado para un auténtico florecimiento vocacional.

La familia llevará a cabo dicha misión si es constante en el compromiso y si cuenta siempre con la gracia de Dios; San Pablo, en efecto, afirma que “es Dios el que obra... el querer y el actuar según su beneplácito” (Fl 2, 13) y que “El que comenzó... la buena obra la llevará a cabo hasta el día de Cristo Jesús” (ibid., 1, 6).

Pero, ¿qué sucede cuando la familia se deja arrastrar por el consumismo, por el hedonismo y por el secularismo, que perturban y obstaculizan la realización del plan de Dios?

¡Cuán doloroso es conocer vicisitudes, desgraciadamente numerosas, de familias arrastradas por semejantes fenómenos y por sus efectos devastadores! Es ésta, sin duda, una de las preocupaciones más serias de la comunidad cristiana. Las que pagan las consecuencias del extendido desorden ideal y moral son, ante todo, las familias mismas; pero también la Iglesia sufre por ello, al igual que se resiente toda la sociedad.

¿Cómo pueden los hijos, que se han quedado moralmente huérfanos, sin educadores y sin modelos, crecer en la estima de los valores humanos y cristianos? ¿Cómo pueden desarrollarse en ese clima aquellos gérmenes de vocación que el Espíritu Santo continúa depositando en el corazón de las jóvenes generaciones?

La fuerza y la estabilidad del tejido familiar y cristiano representan la condición primaria para el crecimiento y la madurez de las vocaciones sagradas y constituyen la respuesta más pertinente a la crisis vocacional: “Toda Iglesia local y, en términos más particulares, toda comunidad parroquial –he escrito en la Exhortación Familiaris consortio– debe asumir conciencia más clara de la gracia y de la responsabilidad que recibe del Señor en orden a promover la pastoral de la familia. Todo plan de pastoral orgánica, a todos los niveles, jamás debe prescindir de tomar en consideración la pastoral de la familia” (n. 70).

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3. “Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9, 38)

La Pastoral Vocacional encuentra su primero y natural ámbito en la familia. Los padres, en efecto, deben saber acoger como gracia el don que Dios les hace llamando a uno de los hijos al sacerdocio o a la vida religiosa. Dicha gracia debe pedirse en la oración y debe aceptarse activamente mediante una educación que permita descubrir a los hijos toda la riqueza y la alegría de consagrarse a Dios.

Los padres, que acogen con sentimiento de gratitud y de júbilo la vocación de uno de sus hijos o de una de sus hijas a la especial consagración por el Reino de los cielos, reciben una señal particular de la fecundidad espiritual de su unión, viéndola enriquecida con la experiencia del amor vivido en el celibato y en la virginidad.

Estos padres descubren con sorpresa que el don de su amor se ha multiplicado, gracias a la vocación sagrada de sus hijos, más allá de las limitadas dimensiones humanas.

A fin de formar a las familias para el conocimiento de este importante aspecto de su misión, es necesaria una acción pastoral tendente a conseguir que los cónyuges y los padres sean “testigos y cooperadores de la fecundidad de la Madre Iglesia, como símbolo y al mismo tiempo participación de aquel amor con que Cristo amó a su Esposa y se entregó a sí mismo por ella” (Lumen gentium, 41).

La familia es el “vivero” natural de las vocaciones. La Pastoral Familiar, por tanto, debe prestar una especialísima atención al aspecto propiamente vocacional del compromiso.

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4. “Quien tiene responsabilidad en la comunidad demuestre interés y diligencia” (Rm 12, 8)

Marchar juntos detrás de Cristo hacia el Padre es el programa vocacional más apropiado. Si los sacerdotes, los religiosos y las religiosas, las personas consagradas, los misioneros y los laicos comprometidos se ocupan de la familia e intensifican formas de diálogo y de común investigación evangélica, la familia se enriquecerá con los valores que le ayudarán a ser el primer “seminario” de vocaciones de especial consagración.

Que los presbíteros, diocesanos y religiosos se preocupen en serio por las problemáticas de la vida familiar, para saber iluminar con el anuncio de la Palabra de Dios a los esposos cristianos sobre sus responsabilidades específicas, a fin de que, bien formados en la fe, sepan acompañar a sus hijos, eventualmente llamados, a entregarse a Dios sin reservas.

Todas las personas consagradas, que están particularmente próximas y son gratas a las familias a causa de su servicio apostólico en las escuelas, en los hospitales, en las instituciones asistenciales, en las parroquias, deben ofrecer gozoso testimonio de su entrega total a Cristo y ser para los esposos cristianos, con la vida de acuerdo con los votos de castidad, pobreza y obediencia, signo y atractivo de los valores eternos.

La comunidad parroquial debe sentirse responsable de esta misión de la familia y apoyarla con planes operativos a largo plazo, sin preocuparse demasiado por los resultados inmediatos.

Encomiendo a los cristianos comprometidos, a los catequistas, a los jóvenes matrimonios, la catequesis en las familias. Con su generoso y fiel servicio conseguirán que los niños degusten la primera experiencia religiosa y eclesial.

Mi pensamiento se dirige, de forma especial, a los venerables hermanos en el Episcopado, como primeros responsables de la promoción vocacional, para recomendarles que ponga todo interés, a fin de que la preocupación por las vocaciones esté orgánicamente unida con la Pastoral Familiar.

Oración

¡Oh, Santa Familia de Nazaret, comunidad de amor de Jesús, María y José, modelo e ideal de toda familia cristiana! A ti confiamos nuestras familias.

Abre el corazón de todo hogar doméstico a la fe, a la acogida de la Palabra de Dios, al testimonio cristiano, para que se convierta en fuente de nuevas y santas vocaciones.

Dispón la mente de los padres, a fin de que con caridad solícita, preocupación sana y piedad amorosa, sean para los hijos guías seguros hacia los bienes espirituales y eternos.

Suscita en el espíritu de los jóvenes una conciencia recta y una voluntad libre, a fin de que, creciendo en “sabiduría, edad y gracia”, acepten generosamente el don de la vocación divina.

Santa Familia de Nazaret, haz que todos nosotros, al contemplar e imitar la oración constante, la obediencia generosa, la pobreza digna y la pureza virginal vivida en Ti, nos dipongamos a cumplir la voluntad de Dios y a acompañar con prudente delicadeza a todos los que, entre nosotros, son llamados a seguir más de cerca al Señor Jesús. Que por nosotros “se entregó a sí mismo” (cfr. Gál 2, 20).

Amén.

Del Vaticano, 26 de diciembre, Festividad de la Sagrada Familia, del año 1993, decimosexto de mi Pontificado.

JUAN PABLO PP. II

[E 54 (1994), 405-406]