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[1589] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LOS ESPOSOS, APÓSTOLES DEL “EVANGELIO DE LA FAMILIA”

De la Homilía de la Misa preparada por el Papa y leída por el Cardenal Alfonso López Trujillo, en la Misa de celebración de doce matrimonios en la Basílica de San Pedro, Roma (Italia), 12 junio 1994

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1. La Basílica de San Pedro os acoge a vosotros, queridos jóvenes, que dentro de poco vais a contraer matrimonio. Habéis llegado de países de diversos continentes. En vosotros la Iglesia ve a todos los novios que en el Año de la Familia ya han celebrado, o van a celebrar, el sacramento del matrimonio. El Obispo de Roma, al bendecir vuestras uniones, desea estar espiritualmente cercano a cada una de las parejas que, en cualquier parte del mundo, se prometen amor y fidelidad conyugal hasta la muerte. Éste es un gran sacramento, un “gran misterio” en Cristo y en la Iglesia, como afirma el Apóstol Pablo (cf. Ef 5. 32). Vosotros mismos lo celebráis. Vosotros sois sus ministros.

La participación en el sacerdocio de Cristo, que recibisteis por medio del bautismo, se manifiesta de modo especial en este sacramento. Después de haber pronunciado las palabras del consentimiento matrimonial, os intercambiaréis las alianzas que el celebrante ha bendecido. Son el símbolo del vínculo que os unirá a partir de hoy. Es un vínculo gozoso, porque nace de vuestro amor recíproco; y, al mismo tiempo, es un vínculo que os compromete, porque asumís una responsabilidad mutua: el esposo hacia la esposa, la esposa hacia el esposo y, juntos, la responsabilidad hacia los hijos que nazcan de vuestra unión.

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2. Acabamos de escuchar el pasaje del libro del Génesis. Desde el comienzo la Sagrada Escritura habla de la institución del matrimonio por parte del Creador. Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, lo creó varón y mujer (cf. Gn 1, 27), dándoles a ambos la dignidad de persona y, a la vez, indicándoles el camino hacia la comunión y la unión. Por esta comunión originaria el hombre deja a su padre y a su madre y se une a su esposa tan estrechamente, que forma con ella una sola carne (cf. Gn 2, 24).

En el matrimonio el hombre y la mujer encuentran su vocación común: cada uno puede realizarse en él. En efecto, el hombre no puede reencontrarse plenamente, sino mediante la entrega sincera de sí (cf. Gaudium et spes, 24). He recordado esta verdad fundamental en la Carta a las familias (cf. n 11), y hoy os la recuerdo a vosotros, queridos novios, que estáis a punto de ser un don del Señor el uno para el otro, mediante el sacramento del matrimonio. Lo seréis en la forma específica de la unión conyugal, en cuyo seno brota la vida de nuevos seres humanos. El hecho de dar la vida hace que el hombre –varón o mujer– sea semejante al Creador, porque participa verdaderamente de la potencia creadora de Dios.

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3. Hoy el Señor os ha hablado también mediante la Carta de San Pablo a los Efesios: “Caminad en la caridad, como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación” (Ef 5, 2) ¿Qué quiere decir caminar en la caridad? Quiere decir tener ante los ojos el misterio de Cristo, en el que Dios nos ha amado a cada uno de nosotros, nos ha amado hasta la muerte. Con su sacrificio, nos ha revelado el amor perfecto, en el que podemos hallar siempre nuevas energías para alimentar nuestro amor.

¿Qué es ese camino del amor al que nos llama el apóstol? Se manifiesta en el temor a Dios. Y esto es muy comprensible. En efecto, os halláis ante vuestro futuro, frente a una tarea importante, en presencia de la santidad de Dios, creador y Padre. Os presentáis ante él con toda vuestra debilidad humana, pero también con una gran voluntad. Que el temor de Dios os ayude a ser dóciles recíprocamente, sirviéndoos el uno al otro y, juntos, sirviendo a vuestros hijos. Efectivamente, en este servicio se manifiesta la dignidad del hombre: servir quiere decir reinar (cf. Lumen gentium, 36).

El apóstol dirige la mayor parte de su exhortación a los maridos. Éstos son los primeros que deben amar a sus esposas y ser diligentes con ellas, amándolas como se aman a sí mismos. También esto se comprende bien, porque la mujer realiza en el matrimonio el esfuerzo peculiar de la maternidad. Por eso, el marido debería ser muy sensible a las necesidades del corazón de su esposa, y diligente con su alma y cuerpo: en realidad, ella es la madre de sus hijos. No la puede abandonar en su maternidad. El esposo debe recordar constantemente: éste es “nuestro hijo”, ¿Cómo no manifestar agradecimiento a la esposa, que le ha concedido la gracia de la paternidad?

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4. En el Evangelio han resonado algunas expresiones del Señor en el sermón de la montaña, que vale la pena meditar. Jesús habló allí de la construcción de una casa y de la necesidad de que esa casa se edifique sobre cimientos sólidos; en efecto, si se la construye sobre la arena, no resiste el embate del tiempo. Queridos novios, hoy estáis poniendo el cimiento necesario para el edificio de vuestra vida común. Ese cimiento es el sacramento del matrimonio que, proyectado por el Creador desde el comienzo de la historia del hombre, fue instituido por Cristo, junto con los otros sacramentos de la nueva alianza, mediante el sacrificio pascual.

Con la gracia del matrimonio cristiano, los esposos pueden construir con confianza y esperanza la casa de su vida en común e introducir en ella a sus hijos para que, gracias a sus padres, comprendan qué significa ser hombres y mujeres y aprendan a vivir plenamente su dignidad humana y cristiana.

Por su naturaleza, la familia está llamada a ser el primer ambiente educativo del niño. Los deberes de la educación son prioritarios y preeminentes. Quienes educan son los padres y, por medio de ellos, Cristo mismo. En realidad, al educar a sus hijos, se educan también a sí mismos. Aprenden en qué consiste el amor responsable. Cultivando el terreno de los jóvenes corazones de sus hijos, profundizan al mismo tiempo la formación de sus propios corazones. También por esto la Iglesia invoca hoy al Espíritu Santo con las palabras: Veni, Creator Spiritus, para que él, artífice de todo bien y fuente de toda santidad, visite vuestros corazones y os ayude a formar la Iglesia doméstica, fruto del sacramento del matrimonio.

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5. En este día de fiesta, amadísimos hermanos, la Iglesia os desea la felicidad; la felicidad que brota de la familia, del amor recíproco, de la paternidad y de la educación de los hijos. Es una felicidad exigente, pero cuando se afrontan con fe y amor los esfuerzos de la vida en familia, es verdaderamente una gran felicidad. La Iglesia implora a Dios que os conceda esa felicidad a lo largo del camino de vuestra vocación, a fin de que podáis irradiarla también a los demás, transformándoos en apóstoles del “evangelio de la familia”. En fin, la Iglesia os desea la felicidad que el hombre halla definitivamente en Dios mismo. Que el amor y la fidelidad conyugales os lleven a vosotros y a vuestros hijos a la unión con Dios, que es amor. Amén.

[E 54 (1994), 1168-1169]