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[1602] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL VALOR Y GRANDEZA DE LA MATERNIDAD

Alocución Per quanto, en la Audiencia General, 20 julio 1994

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1. Por muchos espacios de trabajo profesional en la sociedad y de apostolado en la Iglesia que se abran para la mujer, nada se podrá equiparar jamás a la extraordinaria dignidad que le corresponde por su maternidad, cuando ésta es vivida en todas sus dimensiones. Vemos que María, modelo de la mujer, ha cumplido la misión a la que estaba llamada en la economía de la Encarnación y de la Redención por el camino de la maternidad.

En la carta apostólica Mulieris dignitatem (n. 17), he puesto de relieve que la maternidad de María ha estado asociada de forma excepcional a su virginidad, dado que Ella es también el modelo de las mujeres que consagran su virginidad a Dios (cfr. n. 17). Cuando nos ocupemos de la vida consagrada, podremos volver sobre este tema de la virginidad dedicada al Señor. En la presente catequesis, dado que continuamos considerando el papel de los laicos en la Iglesia, deseo, más bien, detenerme sobre la aportación de la mujer a la comunidad humana y cristiana mediante la maternidad.

El valor de la maternidad ha sido elevado al más alto grado en María, Madre del eterno Verbo-Dios, que se hizo hombre en su seno virginal. Por esta maternidad, María constituye parte esencial del misterio de la Encarnación. Además, por su unión al sacrificio redentor de Cristo, Ella se ha convertido en la madre de todos los cristianos y de todos los hombres. También bajo este aspecto brilla el valor atribuido, en el plano divino, a la maternidad, que encuentra su singular y sublime expresión en María, pero que se puede ver reflejado, desde aquel vértice supremo, en toda maternidad humana.

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2. Acaso, jamás como hoy, ha sido necesario revalorizar la idea de la maternidad, que no es un concepto arcaico, perteneciente a los orígenes mitológicos de la civilización. Por mucho que se puedan multiplicar y ampliar los papeles de la mujer, todo en ella –fisiología, psicología, costumbre casi connatural, sentido moral, religioso y hasta estético– revela y exalta su actitud, capacidad y misión de engendrar por sí un nuevo ser. Ella, mucho más que el hombre, se siente inclinada al compromiso generativo. A causa del embarazo y del parto, está más íntimamente unida al niño, más cercana a todo su desarrollo, más inmediatamente responsable de su crecimiento, más intensamente partícipe de su alegría, de su dolor, de su riesgo en la vida. Aun cuando es cierto que la misión de la madre debe estar coordinada con la presencia y responsabilidad del padre, es la mujer la que desempeña el papel más importante en el comienzo de la vida de todo ser humano. Es un papel en el que se evidencia una característica esencial de la persona humana, destinada no a permanecer encerrada en sí misma, sino a abrirse y a darse a los demás. Es lo que afirma la constitución Gaudium et spes según la cual el ser humano “no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo” (n. 24). Esta orientación hacia los demás es esencial a la persona en virtud de la altísima fuente de caridad trinitaria de la que el hombre trae su origen. Y la maternidad representa un vértice de dicha orientación personal y comunitaria.

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3. Desgraciadamente, debemos constatar que el valor de la maternidad ha sido objeto de contestación y de críticas. La grandeza que tradicionalmente le es atribuida ha sido presentada como una idea atrasada, como un fetiche social. Bajo un punto de vista antropológico-ético, hay quien la ha considerado como un límite impuesto al desarrollo de la personalidad femenina, como una restricción a la libertad de la mujer y a su deseo de asumir y desarrollar otras actividades. Así muchas mujeres se sienten impulsadas a renunciar a la maternidad no por otras razones de servicio y, en definitiva, de maternidad espiritual, sino para poder dedicarse a un trabajo profesional. Muchas, sin más, reivindican el derecho de suprimir en sí mismas la vida de un hijo mediante el aborto, como si el derecho que poseen sobre el propio cuerpo implicase un derecho de propiedad sobre el hijo concebido. Si alguna madre ha preferido afrontar el riesgo de perder la vida, ha sido tachada, a veces, de locura o de egoísmo, y en todo caso de retraso cultural.

Se trata de aberraciones en las que se manifiestan los efectos pavorosos del alejamiento del espíritu cristiano, el cual está en condiciones de garantizar y de reconstruir también los valores humanos.

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4. La concepción de la personalidad y de la comunión humana que se desprende del Evangelio no permite aprobar la voluntaria renuncia a la maternidad por el simple deseo de procurarse beneficios materiales o de satisfacciones en el ejercicio de determinadas actividades. Esto constituye, en efecto, una distorsión de la personalidad femenina, destinada a la natural expansión de la maternidad.

La misma unión matrimonial no puede reducirse a un egoísmo de dos: el amor que une a los esposos tiende a extenderse en el hijo y a convertirse en amor de los padres por el hijo, como demuestra la experiencia de tantos matrimonios de los siglos pasados y también de nuestro tiempo: matrimonios que en el fruto de su amor han encontrado el camino de su consolidación y de su ajuste y, en algunos casos, de la recuperación y de la continuación.

Por otra parte, la persona del hijo, incluso recién concebido, goza de derechos que deben ser respetados. El niño no es un objeto del que la madre puede disponer, sino una persona a la que está obligada a dedicarse, con todos los sacrificios que la maternidad comporta, pero también con las alegrías que proporciona (cfr. Jn 16, 21).

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5. Incluso en medio de las condiciones psico-sociales del mundo contemporáneo, la mujer, pues, está llamada a tomar conciencia del valor de su vocación a la maternidad, como afirmación de la propia dignidad personal, como capacidad y aceptación de la expansión de sí en nuevas vidas, y, a la luz de la teología, como participación en la actividad creadora de Dios (cfr. Mulieris dignitatem, 18). Esta participación es más intensa en la mujer que en el hombre, en virtud de su papel específico en la procreación. La conciencia de dicho privilegio hace decir a Eva, después del primer parto, como leemos en el Libro del Génesis: “He conseguido del Señor un varón” (Gn 4, 1). Y, dado que la maternidad es por excelencia una contribución a la propagación de la vida, en el texto bíblico Eva es llamada “madre de todos los vivientes” (Gn 3, 20). Este apelativo nos hace pensar en la realización en Eva –y en todas las madres– de la imagen de Dios, el cual, como proclamaba Jesús, “no es un Dios de muertos, sino de vivos” (Mc 12, 27).

A la luz de la revelación bíblica y cristiana, la maternidad aparece como una participación en el amor divino hacia los hombres: amor que, según la Biblia, tiene también un aspecto maternal de compasión y de misericordia (cfr. Is 49, 15; Dt 32, 11; Sal 86, 15, etc.).

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6. Junto a la maternidad que se ejerce en la familia, existen también otras admirables formas de maternidad espiritual, no solamente en la vida consagrada, de las que hablaremos en su tiempo, sino también en todos los casos en los que vemos a mujeres comprometidas con entrega maternal respecto a los niños huérfanos, enfermos, abandonados; respecto a los pobres, a los infortunados; en las numerosas iniciativas y obras suscitadas por la caridad cristiana. En estos casos se materializa magníficamente el principio, fundamental en la pastoral de la Iglesia, de la humanización hacia la sociedad contemporánea. Verdaderamente “la mujer parece tener una específica sensibilidad, gracias a la especial experiencia de su maternidad, por el hombre y por todo lo que constituye su verdadero bien, comenzando por el fundamental valor de la vida” (CL, 51). No es, pues, exagerado definir “puesto-clave” el que la mujer ocupa en la sociedad y en la Iglesia.

[E 54 (1994), 1206-1207]