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[1648] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL CONOCIMIENTO, AMOR Y SERVICIO A LA VIDA

Del Discurso Sono particolarmente lieto, en la Clausura de la IX Conferencia Internacional organizada por el Pontificio Consejo de la Pastoral para los Agentes Sanitarios, 26 noviembre 1994

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2. El tema central de la primera asamblea plenaria de la recientemente creada Academia –Fundamentos racionales de la sacralidad de la vida humana en todas las fases de su existencia– se une al de la presente Conferencia internacional como confirmación del estrecho vínculo ideal y operativo, que une a las dos instituciones.

El respeto a la vida humana como se pone ciertamente de relieve, tiene motivaciones racionales que explican el consenso universal sobre el derecho humano fundamental a la vida. En efecto, éste no es para el hombre uno de los derechos, sino el derecho fundamental: “¡No hay ningún otro derecho que afecte más de cerca a la existencia misma de la persona! Derecho a la vida significa derecho a venir a la luz y, luego, a perseverar en la existencia hasta su natural extinción: ‘Mientras vivo tengo derecho a vivir’” (Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, 1994, p. 201).

La Academia pontificia para la vida, estimulada por el Consejo pontificio para la pastoral de los agentes sanitarios, entre cuyas finalidades institucionales se encuentra la difusión, la explicación y la defensa del magisterio de la Iglesia en el campo de la sanidad y de la salud, se propone actuar con vistas a la búsqueda de una convergencia preliminar, pero decisiva, de quienes desde los campos culturales y religiosos más diversos y nobles, consideran el derecho a la vida como el derecho-eje de la auténtica civilización.

La visión del amanuense que en el siglo XIII, como atestigua un valioso documento conservado en la Biblioteca vaticana, copió el juramento de Hipócrates colocando su texto en forma de cruz, reconocía ya en la argumentación racional sobre el derecho a la vida un valor propedéutico para la concepción cristiana en torno a la persona humana, para la sacralidad de la vida o, mejor, para el pleno reconocimiento del misterio de la vida. Este reconocimiento no humilla ni circunscribe el impulso de la ciencia, sino que lo estimula y lo ennoblece.

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3. En este momento histórico particular, marcado por contradicciones que muestran toda su carga negativa cuando se confrontan con las exigencias del respeto hacia la vida humana, la Iglesia anima y sostiene a la ciencia y le agradece la ayuda que recibe de ella. El Magisterio eclesiástico, cuando entra en los ámbitos que son objeto de la investigación de los hombres de ciencia, no lo hace en virtud de una competencia científica particular. “La Iglesia sólo interviene en virtud de su misión evangélica: tiene el deber de dar a la razón humana la luz de la Revelación, de defender al hombre y de velar por ‘su dignidad de persona, dotada de alma espiritual, de responsabilidad moral y llamada a la comunión beatífica con Dios’ (Congregación para la doctrina de la fe, Donum vitae, n. 5). Dado que se trata del hombre, los problemas rebasan el marco de la ciencia, que no puede explicar la trascendencia de la persona ni dictar las normas morales que nacen del lugar central y de la dignidad primordial que le corresponde en el universo” (Juan Pablo II, Discurso a los miembros de la Academia pontificia de ciencias, 28 de octubre de 1994; cf. L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 4 de noviembre de 1994, p. 22).

Las cuestiones afrontadas durante esta Conferencia han confirmado que los extraordinarios resultados de la ciencia, como por ejemplo, el descubrimiento progresivo de un mapa genético y las precisiones cada vez más detalladas de la secuencia del genoma, no solamente no contradicen sino que confirman la doctrina de la Iglesia sobre la sacralidad, la inviolabilidad y la grandeza de la vida humana. La Iglesia, por su parte, invita a mirar con confianza la alta misión de la ciencia y anima todas las formas de investigación que respetan la dignidad del hombre, porque ve en la capacidad, por decirlo así, inagotable de la inteligencia el reflejo y la huella de la inteligencia de Dios. En un momento en que la vida humana experimenta agresiones tan graves y dramáticas, la Iglesia, en virtud de su misión pastoral, siente el deber de sostener la investigación científica, consciente de que la fe y la ciencia tienen su punto de encuentro en aquella sabiduría en la que se realiza plenamente el designio de Dios.

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4. Precisamente en esta perspectiva, los conceptos de conocer, amar y servir la vida asumen toda su relevancia cultural y operativa.

Ciencia y fe no agotan su relación en el ámbito del conocimiento abstracto del misterio de la vida, sino que introducen la inteligencia y el corazón en el conocimiento experimental de todos los valores que se agrupan en torno a la realidad del vivir. Deben colaborar juntas para construir en torno al derecho humano fundamental a la vida la justa jerarquía de cualquier otro derecho humano individual y social, pues la alternativa a una cultura de vida no es sino la negación de la vida y, con ella, de cualquier derecho humano.

De este conocimiento íntegramente humano surge el amor a la vida, que es la primera, la más intensa, la más universal y la más compartida forma de amor concedida al hombre. Así, los progresos en campo científico y tecnológico se traducen en un apasionado compromiso de servicio a la vida en cada ser humano, particularmente si está recién concebido o próximo a extinguirse.

A este servicio deben llevar tanto el mejor conocimiento de la vida como el amor convencido hacia ella. Conocimiento y amor que, sin embargo, pueden parecer brazos inermes frente a la desmesurada demanda de servicio que se eleva del género humano sometido a limitaciones dolorosísimas en la promoción y en la defensa de su derecho primero y fundamental.

La reciente Asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos, dedicada a la vida consagrada y su misión en la Iglesia y en el mundo, ha puesto de manifiesto la gran aportación de servicio que prestan a la vida humana y a su mejor calidad los institutos religiosos que, por su original carisma, han surgido y se han desarrollado para servir al hombre en lo que tiene de más valioso y esencial. El Magisterio de la Iglesia, impulsado por el asombro suscitado por las conquistas de la ciencia y de la técnica, no cesa de hacerse portavoz, en todas las sedes, de esta demanda de servicio.

Estar al servicio de la vida es una medida fundamental de la justicia entre los hombres. La Iglesia, que en su divino Maestro Jesús, “que no vino a ser servido sino a servir” (Mt 20, 28), tiene su ejemplo indefectible, ora incesantemente a Dios, dador de la vida, para que suscite siempre dentro de ella y en la sociedad nuevas fuerzas al servicio de la vida.

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5. El deseo que expreso en esta circunstancia es que los trabajos de esta IX Conferencia internacional y las conclusiones a las que llegue la primera asamblea plenaria de la Academia pontificia para la vida, sean interpretación eficaz del ministerio de servicio a la vida del cual la Iglesia, en los umbrales del tercer milenio, quiere ser intérprete, promotora y realizadora infatigable, junto a todas las personas de buena voluntad.

La civilización de nuestro tiempo, en su impulso más auténtico, se mueve en busca de una síntesis de valores que pueda devolver la esperanza. Pero eso no podrá realizarse sin una opción reafirmada en favor de la vida, que vea a todos comprometidos y concordes en la defensa y en la promoción de este valor fundamental, cuya fuente es iniciativa de Dios, “que ama la vida” (Sb 11, 26).

A él confío vuestras personas y vuestros seres queridos, mientras, invocando su continua asistencia sobre vuestra actividad al servicio de la vida, os imparto a todos mi bendición.

[DP-149 (1994). 244, 245)]