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[1663] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA NAVIDAD, FIESTA DE DIOS, DE LA FAMILIA Y DE LA VIDA

Alocución Fra pochi giorni, en la Audiencia General, 21 diciembre 1994

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1. Dentro de pocos días celebraremos la Navidad del Señor y todos estamos preparándonos para ese acontecimiento, a fin de que el Hijo de Dios encuentre en nuestro corazón un ambiente disponible y acogedor. ¡Qué gran misterio nos disponemos a revivir en la Noche Santa!

En este último período del tiempo de Adviento, la liturgia pone de relieve la espera de la creación entera. Es como si sintiera la llegada de Aquel que va a restablecer su armonía original, herida a causa del rechazo de Adán; espera a Aquel que la volverá a llevar a la plena unidad con su Creador. El Verbo, al encarnarse –recuerda San Pablo–, renueva el orden cósmico de la creación (cf. Ef 1, 10; Rm 8, 19-22).

La Navidad ya cercana es fiesta de la creación pero sobre todo del hombre, pues el que está a punto de venir es el Redentor del hombre, que “en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (Gaudium et spes, 22).

Al asumir la carne del hombre que había rechazado la familiaridad con Dios, Jesucristo sana y redime a la Humanidad entera, devolviéndole la semejanza y la amistad con Dios rota por el pecado. Jesús viene al mundo “para que todos los hombres tengan vida y la tengan en abundancia” (cf. Jn 10, 10).

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2. La atmósfera que rodea el acontecimiento de Belén siempre rebosa alegría, luz y amor. Con razón, en estos días, se percibe más fuerte la invitación a la bondad y a la paz, la invitación a abandonar el mal para volver al bien.

En efecto, ¿qué busca el creyente dentro del humilde pesebre, junto al cual velan José, María y toda la creación? El hombre busca a Dios porque se da cuenta de que Dios lo está buscando a él. El corazón humano aspira a encontrar a Dios a descansar en Él. Lo recordaba San Agustín, subrayando que el Padre Celestial nos ha hecho para Él y nuestro corazón está inquieto hasta que lo encuentra y descansa en Él.

El Redentor, el Verbo eterno “lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14), al venir a la tierra, invita a la Humanidad al banquete de su luz, y a quien lo acoge le revela su gloria, “gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14). Somos hijos de Dios. “Dios –escribí en la Carta a los niños, recientemente publicada– quiere que todos seamos hijos adoptivos suyos mediante la gracia. Aquí está la fuente verdadera de la alegría de la Navidad”. Es preciso alegrarse de este Evangelio de la filiación divina.

Cada vez que celebramos la Navidad, anunciamos este prodigio extraordinario: el Verbo, en el que está la vida, se hace carne y viene a habitar en medio de nosotros. Así, podemos contemplar su gloria como Hijo único del Padre, luz de verdad con que cada persona está llamada a confrontarse, si quiere ser capaz de discernir lo que está bien y lo que está mal, lo que lleva a la vida y lo que, por el contrario, lo entrega a la muerte. La Navidad, por consiguiente, es la fiesta de la luz, porque la luz del rostro de Dios resplandece, con toda su belleza en el rostro de Jesucristo que se encarna en Belén.

El Concilio Vaticano II recuerda que “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (Gaudium et spes, 22). El Niño divino se nos entrega como luz de los pueblos, para que todos puedan reconocer la verdad que Él es, dando así cumplimiento a la nostalgia del auténtico sentido de la vida y proporcionando un fundamento seguro a la esperanza que alberga el corazón humano.

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3. La Navidad no es sólo la fiesta de Dios que se hace hombre; es también la fiesta de la familia y de la vida. Nos nace un niño, se nos da un hijo (cf. Is 9, 5). El Hijo de Dios, al venir a habitar entre los hombres, pone de manifiesto el sentido pleno de todo nacimiento humano.

Todo hijo que viene al mundo trae consigo la alegría: ante todo alegría para sus padres; luego, para la familia y para la Humanidad entera (cf. Jn 16, 21). Dentro de poco, concluirá el Año de la familia, que hemos celebrado a lo largo de todo 1994. Las diversas manifestaciones que lo han marcado han sido ocasiones propicias para profundizar en el Evangelio de la familia y para poner de relieve los desafíos que han de afrontar hoy los núcleos familiares en todo el mundo.

Una vez más, quisiera dar gracias a Dios por haber querido nacer en la Sagrada Familia de Nazaret. Al mismo tiempo, ante el Belén, que ofrece a nuestra meditación la imagen de la vida que nace, sentimos el vivo deseo de reafirmar con energía que la familia, toda familia está llamada a ser la fiesta y el santuario de la vida. Ésta es la vocación principal de la familia: dar y cultivar con amor y respeto la vida de cada uno de sus miembros.

Frente a tantas amenazas y asechanzas contra la familia, célula primordial de la Iglesia y de la sociedad, se nos invita a todos a tomar mayor conciencia de nuestra responsabilidad de creyentes.

Toda familia sentirá, entonces, con fuerza, ante el Belén, la llamada a defender, amar y servir la vida humana, especialmente cuando es débil e indefensa.

La encarnación redentora del Hijo de Dios está en el centro de la fe de la Iglesia, y ésta nunca podrá cansarse de anunciar el Evangelio de la vida en todos los rincones de la tierra y a toda criatura (cf. Mc 16, 15).

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4. Amadísimos hermanos, ojalá que, a ejemplo de la Sagrada Familia, toda familia cristiana sepa ser escuela de fe, de oración, de Humanidad y de alegría verdadera, poniendo en el centro a Dios, así como las exigencias de su ley, escrita en todo corazón y revelada plenamente en Jesucristo, nuestro Salvador. Sólo así será posible construir un futuro sereno y provechoso para todos.

El Señor encomienda esta misión a cada uno, pero en Navidad la confía en especial a las familias y a los niños. Como he escrito en la carta que he citado antes, el Papa espera mucho de las oraciones de los pequeños y les pide que se hagan cargo de la oración por la paz, pues “el amor y la concordia construyen la paz; el odio y la violencia la destruyen”.

Amadísimos hermanos y hermanas, os expreso a vosotros y a vuestras familias mis mejores deseos de felicidad con ocasión de la Navidad. Mi cordial recuerdo va, de modo especial, a los enfermos, a los que sufren y a los que, por cualquier razón, se vean obligados a pasar la Navidad lejos de su casa. El Papa está cerca de ellos con su oración y su afecto. Acompaño estos deseos con una bendición especial, prenda de abundantes consuelos celestiales.

[E 55 (1995), 28-29]