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[1679] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA PERSONA HUMANA Y SU DIGNIDAD EN EL CENTRO DE LOS PROCESOS CANÓNICOS DE NULIDAD DEL MATRIMONIO

Del Discurso Le sono vivamente grato, a la Rota  Romana, en la Inauguración del Año Judicial, 10 febrero 1995

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2. No cabe duda de que el hombre, creado a imagen de Dios, redimido por el sacrificio de Cristo y hecho hermano suyo, es el único destinatario de toda la obra evangelizadora de la Iglesia y, por tanto, también del mismo ordenamiento canónico. Por eso el concilio Vaticano II, reafirmando la altísima vocación del hombre, con razón no ha dudado en reconocer el “divinum quoddam semen in eo insertum” (Gaudium et spes, 3), “La imagen divina –nos recuerda también el Catecismo de la Iglesia católica– está presente en todo hombre. Resplandece en la comunión de las personas a semejanza de la unión de las personas divinas entre sí” (n. 1.702 cf, nn 27, 1.701 y 1.702), de modo que –para citar la enseñanza conciliar– “omnia quae in terra sunt ad hominem, tamquam ad centrum suum et culmen, ordinanda sunt” (Gaudium et spes, 12).

“Quid est autem homo?”, se pregunta inmediatamente el Concilio. La pregunta no es retórica, pues sobre la naturaleza del ser humano hay opiniones muy diferentes. El Concilio, consciente de eso, se esforzó por dar una respuesta en la que “vera hominis condicio delineetur, explanentur eius infirmitates, simulque eius dignitas et vocatio recte agnosci possint” (ib.).

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3. Por tanto, no basta referirse a la persona humana y a su dignidad, si antes no se ha hecho el esfuerzo de elaborar una adecuada visión antropológica que, partiendo de datos científicos ciertos, esté enraizada en los principios fundamentales de la filosofía perenne y al mismo tiempo, se deje iluminar por la luz vivísima de la revelación cristiana.

Por esa razón, en un anterior encuentro con este Tribunal, me referí a “una visión verdaderamente integral de la persona” y puse en guardia contra ciertas corrientes de la psicología contemporánea, que, “sobrepasando su específica competencia, van más adelante en este terreno y se mueven en él bajo el impulso de presupuestos antropológicos, no conciliables con la antropología cristiana” (Discurso a los miembros de la Rota romana, n. 2: AAS 79 [1987] p. 1.454; cf. L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de marzo de 1987, p. 19). En efecto, esos presupuestos presentan una imagen de la naturaleza y de la existencia humana “cerrada a los valores y significados que trascienden el dato inmanente y que permiten al hombre orientarse hacia el amor de Dios y del prójimo como su última vocación” (ib, n. 4: AAS 79 [1987] p. 1.455).

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4. Por consiguiente no es inútil atraer nuevamente la atención de los tribunales eclesiásticos sobre las consecuencias inadmisibles que, a causa de erróneos planteamientos doctrinales, influyen negativamente en la administración de la justicia y, de modo particular y más grave aún, en el examen de las causas de nulidad del matrimonio. Por lo demás, ya desde hace muchos años la normativa canónica específica, disponiendo acerca de la consulta de médicos especialistas y expertos en la ciencia y en la práctica psiquiátrica, había advertido expresamente: “Cauto tamen ut excludantur qui sanam (catholicam) doctrinam hac in re non profiteantur” (instrucción Provida Mater Ecclesia, art. 151; AAS 28 [1936], p. 343).

Sólo una antropología cristiana, enriquecida con la contribución de los datos alcanzados con certeza por la ciencia, también recientemente en el campo psicológico y psiquiátrico, puede ofrecer una visión del hombre completa y, por eso, realista. Ignorar que “el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal –advierte el Catecismo de la Iglesia católica– da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres” (n. 407, cf. n. 410 y ss.). Del mismo modo, sería un error olvidar que el sacrificio de Cristo ha redimido gratuitamente al hombre y lo ha hecho capaz, incluso en medio de los condicionamientos del mundo exterior y del suyo interior, de hacer el bien y de asumir compromisos para toda su vida.

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5. Todo esto no puede menos de llevar a una consideración cada vez mayor de la altísima nobleza del hombre, de sus derechos intangibles y del respeto que se le debe, incluso cuando sus actos y su comportamiento se convierten en objeto de examen judicial por parte de la legítima autoridad, en general, y de la eclesial, en particular.

Es bien conocida la aportación que ha prestado la elaboración de la jurisprudencia de la Rota romana, sobre todo en los últimos decenios, con vistas a un conocimiento cada vez más adecuado de ese interior homo del que, como de su propio centro propulsor, nacen los actos conscientes y libres. En este ámbito es muy plausible recurrir a las disciplinas humanísticas en sentido amplio, y a las médico-biológicas o también psiquiátricas y psicológicas, en sentido estricto. Pero una psicología puramente experimental, sin la ayuda de la metafísica y sin la iluminación de la doctrina moral cristiana, llevaría a una concepción limitada del hombre que terminaría exponiéndolo a tratamientos decididamente degradantes.

En realidad, el hombre, ayudado y confirmado por la gracia sobrenatural, es capaz de superarse a sí mismo. Por tanto, ciertas exigencias del Evangelio, que en una visión de las cosas puramente terrena y temporal podrían parecer demasiado duras, no sólo son posibles, sino que también aportan beneficios esenciales para el crecimiento del hombre mismo en Cristo.

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6. Ante este hombre hay que tener una actitud de consideración respetuosa, también en la manera de llevar los procesos. A este respecto, la Sede apostólica, según las circunstancias y los tiempos no ha dejado de dar directrices oportunas. Por ejemplo, así sucedió cuando se trató de recurrir a investigaciones periciales que, en cierto modo, habrían podido perjudicar el sentido de una discreción comprensible y necesaria (cf. Resp. S. Officii diei 2 augusti 1929, AAS 21 (1929) p. 490; art. 150, cit. Instr. S. C. Sacram., AAS 28 (1936) p. 343; Decretum S. Officii diei 12 iunii 1942, AAS 34 (1942) p. 200; Allocutio Pii PP. XII diei 8 octobris 1953, AAS 45 (1953) pp. 673-679.

Del mismo modo, cuando las condiciones psíquicas de una parte no garantizan una participación consciente y válida en el juicio, la Ley canónica provee mediante la institución de la representación de tutoría o curaduría (cf. Código de derecho canónico, cc. 1.478-1.479; Código de los cánones de las Iglesias orientales, cc. 1.136-1.137).

Sucede lo mismo con toda la normativa en materia de defensa. Ante todo, se garantiza su presencia efectiva ya sea con su elección privada, ya con la designación de oficio de patronos competentes (cf. Código de derecho canónico, c. 1.481; Código de los cánones de las Iglesias orientales, cc. 1.139). Además, se tutela su libre ejercicio, llegando incluso a prever la posible nulidad de decisiones judiciales en las que resultara perjudicada dicha libertad (Código de derecho canónico, c. 1.620 & 7; Código de los cánones de las Iglesias orientales, c. 1.303, & 7). Todo esto muestra la consideración concreta de la dignidad del hombre, en la que se inspira la disciplina canónica.

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7. A este propósito, deseo atraer vuestra atención hacia un punto de naturaleza procesal. Se refiere a la disciplina vigente sobre los criterios de valoración de las afirmaciones que las partes hacen en juicio (Código de derecho canónico, cc. 1.536-1.538, 1.679; Código de los cánones de las Iglesias orientales, cc. 1.217-1.219, 1.365).

Es indudable que las instancias supremas de una justicia verdadera, como son la certeza del derecho y la búsqueda de la verdad, deben corresponderse con normas procesales, que protejan de arbitrios y ligerezas inadmisibles en todo ordenamiento jurídico, y mucho más en el canónico. Sin embargo, el hecho de que precisamente en la conciencia del Juez, es decir, en su convencimiento libre, aunque alcanzado por medio de lo alegado y probado (Código de derecho canónico, c. 1.608, & 3; Código de los cánones de las Iglesias orientales, c. 1.291, & 3), la legislación eclesial ponga el criterio último y el momento conclusivo del juicio mismo, prueba cómo un formalismo inútil e injustificado no debe prevalecer nunca hasta el punto de sofocar los dictámenes claros del derecho natural.

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8. Esto nos lleva a afrontar de modo directo el otro tema, al que me refería al comienzo: la relación entre una verdadera justicia y la conciencia individual.

En la encíclica Veritatis splendor escribí: “El modo como se conciba la relación entre libertad y ley está íntimamente vinculado con la interpretación que se da a la conciencia moral” (n. 54).

Aunque esto es verdad en el ámbito de lo que se suele llamar fuero interno, no cabe duda que una correlación entre la ley canónica y la conciencia del sujeto se sitúa también en el ámbito del fuero externo. Aquí la relación se establece entre el juicio de quien interpreta auténtica y legítimamente la ley, aunque se trate de un caso individual y concreto, y la conciencia de quien apela a la autoridad canónica; es decir, entre el Juez eclesiástico y las partes en causa del proceso canónico.

A este respecto escribí en la carta encíclica Dominum et vivificantem: “La conciencia no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano” (n. 43). Y en la encíclica Veritatis splendor añadí: “La autoridad de la Iglesia, que se pronuncia sobre las cuestiones morales, no menoscaba de ningún modo la libertad de conciencia de los cristianos [...], porque el Magisterio no presente verdades ajenas a la conciencia cristiana, sino que manifiesta las verdades que ya debería poseer, desarrollándolas a partir del acto originario de la fe. La Iglesia se pone sólo y siempre al servicio de la conciencia, ayudándola a no ser zarandeada aquí y allá por cualquier viento de doctrina según el engaño de los hombres (cf. Ef 4, 14), a no desviarse de la verdad sobre el bien del hombre, sino a alcanzar con seguridad, especialmente en las cuestiones más difíciles, la verdad y a mantenerse en ella” (n. 64).

Un acto aberrante de la norma o de la ley objetiva es, por consiguiente, reprobable moralmente y como tal ha de ser considerado. Es verdad que el hombre debe actuar en conformidad con el juicio de su propia conciencia; pero también lo es el hecho de que el juicio de la conciencia no puede pretender establecer la ley; sólo puede reconocerla y hacerla suya.

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9. Aun teniendo presente la distinción entre la función magisterial y la jurisdiccional, es indudable que en la sociedad eclesial también la potestad judicial brota de la más general “potestas regiminis”, “quae quidem ex divina institutione est in Eclesia” (Código de derecho canónico, c. 129, & 1), y que es triple; “In legislativam, exsecutivam et iudicialem” (ib, c. 135, & 1). Así pues, cuando surjan dudas acerca de la conformidad de un acto (por ejemplo, en el caso específico de un matrimonio) con la norma objetiva, y, en consecuencia, se cuestione la legitimidad o incluso la misma validez de dicho acto, el punto de referencia ha de ser el juicio dado correctamente por la legítima autoridad (cf. ib, c. 135, & 3), y de ningún modo el supuesto juicio privado, y mucho menos un convencimiento arbitrario de la persona. Este principio, que la ley canónica también garantiza formalmente, establece: “Quamvis prius matrimonium sit irritum aut solutum qualibet ex causa, non ideo licet aliud contrahere, antequam de prioris nulitate aut solutioone legitime et certo constiterit” (ib, c. 1.085, & 2).

Así pues, se situaría fuera e, incluso, en posición antitética con el auténtico magisterio eclesiástico y con el mismo ordenamiento canónico –elemento unificante y, en cierto modo, insustituible para la unidad de la Iglesia– quien pretendiera a infringir las disposiciones legislativas concernientes a la declaración de nulidad de matrimonio. Dicho principio vale no sólo con respecto al derecho sustancial, sino también a la legislación de índole procesal. Hay que tener en cuenta esto en la acción concreta, evitando dar respuesta y soluciones casi “en el fuero interno” y situaciones quizá difíciles, pero que únicamente pueden afrontarse y resolverse en el respeto a las normas canónicas vigentes. Sobre todo han de tener en cuenta esto los pastores que podrían llegar a sentirse tentados de alejarse sustancialmente de los procedimientos establecidos y confirmados en el Código. Hay que recordar a todos el principio por el cual, aunque el obispo diocesano posea la facultad de dispensar, con determinadas condiciones, de leyes disciplinares, no le está permitido dispensar “in legibus processualibus” (ib, c. 87, § 1).

[DP-21 (1995), 31-32]