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[1760] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA FAMILIA, FUTURO DE LAS NACIONES Y DE LAS CULTURAS

De la Homilía durante la Misa para las Familias, en el Parque Malecón de Managua (Nicaragua), 7 febrero 1996

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4. Recordamos que Jesús, su Madre y sus discípulos fueron invitados a Caná de Galilea un día de bodas. Este hecho tiene una elocuencia particular: El Mesías comenzó sus señales milagrosas (cf. Jn 2, 11) en medio de la alegría por el inicio de una nueva familia. Además, encontramos una clarificación más profunda en las otras lecturas de la liturgia de hoy. Dirigiéndose a las familias, san Pablo nos dice en su Carta a los Colosenses: “La palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza” (3, 16). Que sobre esta palabra de Dios se forme espiritualmente cada familia que tiene su inicio en las bodas, en el sacramento del matrimonio. Que la palabra de Dios, al habitar en cada hogar, consolide la vida de fe de esta comunidad humana fundamental, de esta verdadera familia. El Apóstol dice al respecto: “Sed compasivos, magnánimos, humildes, afables y pacientes. Soportaos mutuamente y perdonaos cuando tengáis quejas contra otro, como el Señor os ha perdonado a vosotros. Y sobre todas estas virtudes, tened amor, que es el vínculo de la perfecta unión. Que en vuestros corazones reine la paz de Cristo, esa paz a la que habéis sido llamados (...). Finalmente, sed agradecidos” (Col 3, 12-15).

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5. Escuchemos atentamente lo que el Apóstol escribe a los destinatarios de su carta y lo que nos quiere decir hoy a nosotros, a todas las familias de Nicaragua. El Apóstol señala la necesidad de crear una atmósfera de amor y de paz, en la que los hombres puedan desenvolverse felizmente y educar a sus propios hijos.

La palabra de Cristo es fuente de sabiduría. A este respecto recomienda San Pablo: “Enseñaos y aconsejaos unos a otros lo mejor que sepáis. Con el corazón lleno de gratitud, alabad a Dios con salmos, himnos y cánticos espirituales; y todo lo que digáis y todo lo que hagáis, hacedlo en el nombre del Señor Jesús, dándole gracias a Dios Padre, por medio de Cristo” (Col 3, 16-17), En efecto, la familia es el primer ambiente humano en el que se forma cada persona. Este ambiente educa al hombre, lo modela según el espíritu de la propia cultura. El futuro de las naciones y de las culturas pasa ante todo por la familia.

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6. Las lecturas de a liturgia de hoy manifiestan también el significado fundamental del cuarto mandamiento: “¡Honrarás a tu padre y a tu madre!”. El padre y la madre son aquellos que, como los esposos de Caná de Galilea, contrajeron matrimonio y fundaron una familia. El Apóstol se dirige a los maridos y a las mujeres. Dice a los maridos: “Amad a vuestras esposas y no seáis rudos con ellas” (Col 3, 19); y a las mujeres “Respetad la autoridad de vuestros maridos, como lo quiere el Señor” (Col 3, 18). No se trata aquí naturalmente de una dependencia unilateral de la mujer respecto al marido, sino de una común dependencia de los cónyuges respecto a Cristo.

San Pablo expresa también este mismo pensamiento en el conocido pasaje de la Carta a los Efesios (cf. 5, 21-33). Como padres, los esposos deben obedecer a Dios y sus mandamientos para poder exigir así la obediencia de sus hijos. El Autor de la Carta a los Colosenses escribe: “Hijos, obedeced en todo a vuestros padres, porque esto es grato a Dios” (3, 20). Y añade: “Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que se vuelvan apocados” (3, 21). Éste es el gran principio del cuarto mandamiento: los padres no deben solamente exigir la obediencia de sus hijos, sino que, en cierto modo, deben merecer esa obediencia con su propio comportamiento.

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7. La lectura del Libro del Eclesiástico se refiere precisamente al problema de esta obediencia. En cierto sentido, está impregnada del espíritu del cuarto mandamiento. “El que honra a su padre queda libre de pecado; y acumula tesoros, el que respeta a su madre. Quien honra a su padre, encontrará alegría en los hijos y su oración será escuchada; el que enaltece a su padre, tendrá larga vida y el que obedece al Señor, es consuelo de su madre” (3, 3-6). La obediencia que Dios pide a los hijos e hijas es expresión fundamental de agradecimiento por la vida. Por ello, el autor del Libro del Eclesiástico añade: “El bien hecho al padre no quedará en el olvido”. En cambio, “como blasfemo es el que abandona a su padre, maldito del Señor quien irrita a su madre” (3, 14. 16). Todas estas lecturas bíblicas se refieren a la vida familiar.

Como recordaréis, con ocasión del Año de la Familia celebrado en la Iglesia, he publicado la Carta a las Familias. Lo que estoy diciendo hoy pertenece en gran parte a su contenido. Con esta Carta he querido hacer comprender la grandeza de la vocación de la familia cristiana y su misión en la Iglesia y en el mundo.

Al mismo tiempo, al tomar en consideración lo que la liturgia de hoy dice de la familia, podemos aplicarlo, en sentido amplio, a la Nación. Quiero, pues, desear a vuestra Patria y a todas las Naciones de América Central, “que la palabra de Cristo habite en ellas con toda su riqueza” (cf. Col 3, 16); quiero desear “que en vuestros corazones reine la paz de Cristo” (Col 3, 15); que os revistáis –como dice el Apóstol– de todo lo que favorece la paz, soportándoos y perdonándoos mutuamente. Es preciso que no sólo cada familia, sino toda vuestra familia nacional de Nicaragua, halle en la liturgia de hoy luz para un comportamiento adecuado en esta etapa de su historia.

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8. Volvamos de nuevo a Caná de Galilea. Allí Cristo cambió el agua en vino y, con esta admirable transformación, sorprendió en cierto modo a los responsables del banquete de bodas y a los esposos mismos, como lo describe san Juan: “Esto que Jesús hizo en Caná de Galilea fue la primera de sus señales milagrosas. Así mostró su gloria y sus discípulos creyeron en Él” (2, 11).

Este milagro tiene además otro significado, al que se refiere la liturgia eucarística en el ofertorio. En efecto, el sacerdote, al preparar los dones que serán ofrecidos, echa el vino en el cáliz y después añade unas gotas de agua diciendo: “El agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la vida divina de quien ha querido compartir nuestra condición humana”. Así pues, la acción litúrgica de mezclar el vino con el agua es símbolo de la unión en Cristo de la naturaleza divina y humana. Esta acción, que se realiza en el ofertorio de la Misa, es preparación para el sacrificio eucarístico que, mediante el ministerio del sacerdote, será ofrecido por Cristo, Dios-Hombre, para darnos por medio de la comunión eucarística, la participación en la vida divina.

El primer milagro en Caná de Galilea nos orienta de algún modo hacia este “maravilloso intercambio” –admirabile commercium–, hacia esta elevación del hombre a la dignidad de la filiación divina, gracias al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. Aquél, que se ofreció por nosotros en el sacrificio de la cruz, era verdadero Dios y verdadero hombre. Y la Iglesia ha recibido de Cristo la Eucaristía como el sacrificio del Hijo de Dios, en el cual se verifica constantemente, en cierto modo, el mismo milagro de la transformación del agua en vino, obrado por Cristo en Caná. Al recibir a Cristo en la Eucaristía nos hacemos partícipes de la vida de Dios.

La Iglesia realiza en todo el mundo el santo Sacrificio de la Misa. Que la Iglesia en vuestro País, al hacerlo cada día, permanezca siempre fiel a este misterio de nuestra fe. Que todos vosotros, como miembros de la comunidad eclesial, toméis parte en este “maravilloso intercambio” y lleguéis así a participar de la vida divina, que supera los límites de nuestra existencia terrena y es para todos nosotros prenda de inmortalidad.

Amén

[Insegnamenti GP II, 19/1, 248-252]

 

© Javier Escrivá-Ivars y Augusto Sarmiento. Universidad de Navarra