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[1801] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA NECESIDAD DE PROTEGER LOS DERECHOS DE LOS NIÑOS

Del Mensaje Sono lieto, a los participantes en un congreso sobre “La tutela del Menor”, organizado por la Unión de Juristas Católicos Italianos, 6 diciembre 1996

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2. En nuestro siglo, al principio lentamente, después siempre con mayor determinación, ha ido aumentando la conciencia de la necesidad de tomar en consideración la exigencia, siempre actual, de la tutela de los menores. De tales instancias se han hecho cargo, de modo obligado, los juristas, promoviendo en los últimos decenios el nacimiento y la consolidación de una nueva rama de la ciencia jurídica, el derecho del menor, el cual constituye ya un campo autónomo de reflexión y de estudio. Dentro de un sistema que reconoce al adulto como su sujeto “típico”, dotado de plena capacidad de obrar, el menor aparece como un sujeto débil. Sin embargo, ya que la más profunda y noble vocación de la ley es la de tutelar al débil, el derecho del menor se acredita siempre con mayor claridad como un precioso ámbito del ordenamiento jurídico, el cual requiere, más que otros, ser continuamente actualizado y desarrollado, a causa de la inmensa carga de valores que, por su misma constitución, aquél lleva consigo.

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3. Desde hace muchos años, la Comunidad Internacional ha asumido, en lo que concierne a la tutela del menor, una actitud merecedora de ser señalada como ejemplo. Ya en el lejano 1924, se suscribía la Declaración de Ginebra sobre los derechos del niño, texto dotado de una gran relevancia; a ésta le siguió, en 1948, la Declaración internacional de derechos del hombre. En este documento se contienen dos principios fundamentales respecto a la tutela del menor: se afirma, de hecho, que “la familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado” (art. 16. 3), y que “la maternidad y la infancia tienen derecho a cuidados y asistencia especiales. Todos los niños, nacidos de matrimonio o fuera de matrimonio, tienen derecho a igual protección social” (art. 25. 2). Tras este texto, han ido apareciendo numerosos documentos, entre ellos la Declaración de los derechos del niño, adoptada por la Asamblea general de las Naciones Unidas el 20 de noviembre de 1959, la cual se articula a través de un preámbulo y diez principios. Debe ser citada, por último, la Convención internacional sobre los derechos de la infancia, adoptada por la Asamblea general de las Naciones Unidas el 20 de noviembre de 1989. Ésta establece el criterio fundamental que debe guiar la actuación del legislador, del juez y de todo jurista, en aquellas situaciones de conflicto entre los intereses de los adultos y los de los menores: debe ser reconocida siempre la preeminencia de estos últimos. La Convención está instando a todos aquellos que dirigen su atención al mundo del menor, a llevar a cabo una vital función de estímulo a nivel ideológico y cultural. Ésta constituye, a su vez, una etapa fundamental en el largo camino que la Comunidad internacional debe recorrer hacia la eficaz protección de los derechos humanos de los niños y de los adolescentes.

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4. La sucesión de declaraciones jurídicas internacionales en favor de la infancia, constituye ciertamente un hecho confortante que, sin embargo, denota la debilidad de su situación, a veces trágica, en las sociedades actuales. Por desgracia, asistimos no pocas veces a un fenómeno que está caracterizando de modo llamativo nuestro tiempo: el debilitamiento, en los Países denominados “avanzados”, de los vínculos intergeneracionales. En efecto, apostando por la primacía de ideologías individualísticas, la sociedad actual contribuye a hacer mucho más frágiles los vínculos familiares, ofreciendo siempre menos resistencia al desvanecimiento de las uniones conyugales. De este modo, dicha sociedad acarrea, objetivamente, a los menores altísimos costes humanos, morales y psicológicos. En defensa de los niños y de los adolescentes, los ordenamientos jurídicos tratan a menudo de reparar una injusticia, que afecta a los propios menores, de la cual los mismos ordenamientos son en parte responsables: ésta no es otra que el privarles de su ámbito vital de crecimiento y maduración, que es la familia. A pesar de todo, la sensatez de todo tiempo y de todo pueblo sostiene el derecho natural del menor respecto de la familia, caracterizando la situación del huérfano y del niño abandonado como una de las más trágicas experiencias del ser humano. En nuestros días, a la progresiva disminución de los huérfanos “por naturaleza”, se le contrapone a menudo un tristísimo y continuo aumento del número de niños abandonados, si no legalmente, al menos psicológicamente. ¿Cómo olvidar tantos niños explotados del modo más deshonesto y brutal, o también mediante formas más sutiles, pero de todos modos perversas, típicas de la moderna sociedad del espectáculo? ¿O también aquellos condenados a crecer en ambientes degradados económica, moral y afectivamente? El cuidado de estos niños, la defensa de sus prerrogativas fundamentales y la tarea de hacerles crecer de modo normal, constituyen un fundamental deber de justicia, el cual ni los ordenamientos jurídicos ni los juristas pueden ignorar. Se trata de una batalla larga y compleja, de la cual no nos podemos mantener al margen, ya que representa una de las múltiples vertientes de la defensa de la vida, deber irrenunciable para los hombres y las mujeres de nuestro tiempo.

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5. Y, ¿qué decir también de la criminalidad infantil y de la disminución de la edad en la cual los menores ceden ante el atractivo de la violencia criminal? Muchas son las causas; pero, probablemente, la más importante está íntimamente relacionada con la situación de abandono de los menores. No existen, de hecho, delincuentes por naturaleza, ni siquiera niños que nacen con tendencia al crimen. La criminalidad infantil es hija de las experiencias negativas que, directa o indirectamente, sufren de inmediato los pequeños cuando se les ha privado del afecto y del calor familiar. Esta consideración nos debe inducir a reflexionar acerca de una seria y eficaz labor de prevención. Los expertos en política social afirman que los costes derivados de afrontar y reprimir el crecimiento de la criminalidad infantil, tienden a hacerse insoportables. Éstos, además, sostienen que ningún esfuerzo encaminado a la represión producirá los efectos deseados, si no se acompaña de sabias medidas de prevención.

No se debe, además, olvidar que la criminalidad en el menor es, a menudo, la respuesta a un mundo que ha olvidado el deber de hacerse cargo de él. Estas consideraciones deben tenerse en cuenta respecto al tratamiento penal de los menores delincuentes, uno de los capítulos más delicados de la actual ciencia del derecho penal, el cual requiere un particular esfuerzo científico y humano por parte de los juristas. Nunca como en estos casos, en efecto, al derecho se le encarga la tarea, no de excluir de la sociedad, sino de recuperar a todos aquellos que se han extraviado, a causa de su debilidad e indefensión. Se trata de una labor noble y, en sí misma, difícil, que exige del jurista un alto grado de fidelidad a la ley y a la justicia, pero, ante todo, a la compasión y a la esperanza. Es preciso, efectivamente, intentar ofrecer al menor una auténtica posibilidad de arrepentirse y enmendarse, y, sobre todo, la posibilidad de recuperar una relación positiva y constructiva con los valores y los entornos de vida.