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[1829] • JUAN PABLO II (1978-2005) • CONFIANZA DE LA IGLESIA EN LA FAMILIA

De la Exhortación Apostólica postsinodal Une espérance nouvelle, a los Patriarcas, Obispos, Clero, Religiosos y Fieles del Líbano, 10 mayo  1997

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La familia

46. El Mensaje del Sínodo ha señalado claramente las amenazas que se ciernen sobre la familia libanesa: “una vida familiar desmembrada por la emigración del padre o de los hijos en busca de un empleo o de mejor formación; [...] una vida familiar amenazada por las crecientes dificultades materiales; [...] una vida familiar puesta en peligro por una concepción equivocada de la autonomía individual de los cónyuges y por una mentalidad contraceptiva” (110). Ante este panorama, el apoyo espiritual, moral y material a las futuras parejas y a las familias es una de las tareas más urgentes.

Partiendo en primer lugar de la familia se construye el tejido social, la educación de la juventud –mañana responsable de la nación– se realiza y la fe cristiana se transmite de generación en generación. La Iglesia confía en las familias y cuenta con los padres, muy especialmente en la perspectiva del tercer milenio, para que los jóvenes puedan conocer a Cristo y seguirlo generosamente en el matrimonio, en el sacerdocio o en la vida consagrada. “El sacerdocio bautismal de los fieles, vivido en el matrimonio-sacramento, constituye para los cónyuges y para la familia el fundamento de una vocación y de una misión sacerdotal” (111). Los hogares son portadores de un rico dinamismo espiritual y son los primeros lugares de maduración de las vocaciones. Mediante su forma de vida, los padres dan testimonio de la belleza del matrimonio y del don de sí. El ejemplo diario de parejas unidas fomenta en los jóvenes el deseo de imitarlas. “Pequeña Iglesia”, la familia es una escuela de amor (11)2 y el primer lugar de un testimonio cristiano y misionero, tanto con el ejemplo como con la palabra. El misterio de amor que une al hombre y a la mujer es el reflejo de la unión entre Cristo y su Iglesia (cf. Ef 5, 32). Precisamente en la familia, desde su más tierna infancia, los hijos se inician a la presencia de Dios y a la confianza en su bondad de Padre. Una pedagogía de la oración cristiana, sencilla cuanto se quiera, supone que los adultos den ejemplo de oración personal y de meditación de la Palabra de Dios. Justamente para sostener, ayudar y preservar esta institución capital, los participantes en la Asamblea sinodal han expresado el deseo de que se desarrolle la pastoral familiar.

110. Asamblea especial para el Líbano del Sínodo de los Obispos, Mensaje, n. 27: ECCLESIA n. 2.770-71 (1996), p. 27

111. Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 59: ECCLESIA n. 2.060 (1982), p. 36 [1981 11 22/ 59].

112. Cf. Asamblea especial para el Líbano del Sínodo de los Obispos, Instrumentum laboris, n. 53.

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47. En este espíritu, la preparación al matrimonio es extremadamente importante. Para ejercer sus futuras responsabilidades, los novios deben encontrar apoyo en la Iglesia local. En cada parroquia, parejas con experiencia, en coordinación con el clero, podrán ayudar a los jóvenes a prepararse al matrimonio; personas ya casadas serán útiles consejeras; quienes tengan dificultades podrán hallar la escucha atenta y la ayuda fraterna que necesitan. Para animar los centros de preparación al matrimonio y de asesoramiento, es deseable la creación de un Instituto de estudios matrimoniales y familiares, para la formación de sacerdotes y personas competentes. Dicho instituto proporcionará también documentación al servicio de los distintos centros, presentando la enseñanza de la Iglesia, que –en estos últimos años– ha propuesto numerosos textos a la reflexión de los creyentes (11)3.

Sería conveniente crear una red de parejas capaces de acompañar a quienes se encuentran en dificultad, ayudándolos a considerar de otra forma los problemas hallados y restableciendo entre ellos un diálogo sereno (11)4. Así serán posibles reconciliaciones entre parejas, antes de llegar con demasiada rapidez a soluciones judiciales (11)5.

113. Cf. Propositio, 7.

114. Cf. Asamblea especial para el Líbano del Sínodo de los Obispos, Relatio post disceptationem, II, 7.

115. Cf. Propositio, 7.

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48. Ante las crecientes dificultades de las parejas, conviene que los tribunales eclesiásticos trabajen en coordinación con los centros de ayuda, con vistas a intentarlo todo para reconciliar a los esposos (11)6. Al tener cada Iglesia patriarcal sus propios tribunales, resulta indispensable una estrecha colaboración entre éstos, con el fin de garantizar una misma justicia para todos, a través de la diversidad de los poderes judiciales, evitando así que quienes se dirijan a los tribunales puedan manipular el curso de la justicia jugando con las divergencias entre jurisdicciones. Ello supone por parte de los jueces un espíritu pastoral y una perfecta integridad, que deberían estar garantizadas gracias a la permanente vigilancia de la jerarquía eclesiástica (11)7. Conviene también que quede totalmente garantizado el derecho a la defensa de las personas necesitadas, especialmente reforzando su asistencia jurídica mediante la exención de costas y poniendo a disposición de las mismas abogados voluntarios (11)8.

116. Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, cán. 1362; 1381.

117. Ibíd., can. 1062.

118. Cf. Propositio, 21.

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49. Las familias deben también ser ayudadas en las dificultades económicas con las que se enfrentan. En este campo, confío en que las distintas instituciones católicas locales tengan inventiva, asociándose entre ellas y constituyendo unas redes de asistencia, en conexión con las instituciones nacionales cuya misión es promover una política familiar, protegiendo a cada miembro y promoviendo la educación de la juventud.

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Las mujeres

50. Las mujeres merecen una especial atención, con el fin de que se les reconozcan su dignidad y sus derechos en los diferentes sectores de la vida social y nacional. De hecho, en su antropología y en su doctrina, la Iglesia afirma la igualdad de los derechos entre el hombre y la mujer, igualdad fundada en la creación de todo ser humano a imagen de Dios. “La Iglesia está orgullosa, Vosotras lo sabéis, de haber elevado y liberado a la mujer, de haber hecho resplandecer, en el curso de los siglos, dentro de la diversidad de los caracteres, su innata igualdad con el hombre” (11)9. A partir de Cristo y del misterio de la Encarnación, el papel de la mujer está expresado de manera admirable por la Virgen María, cuyo papel único ha sido frecuentemente valorado por la tradición oriental, pues es aquella por medio de la cual “nos es dado el árbol de la inmortalidad” (120). A justo título y en verdad, la llamamos Santa María Madre de Dios, porque este nombre contiene todo el misterio de la salvación (121). “La fuerza moral de la mujer, su fuerza espiritual, se une a la conciencia de que Dios le confía de un modo especial el hombre, es decir, el ser humano. Naturalmente, cada hombre es confiado por Dios a todos y cada uno. Sin embargo, esta entrega se refiere especialmente a la mujer –sobre todo en razón de su femineidad– y ello decide principalmente su vocación” (122). Las mujeres tienen una conciencia aguda de lo que les está encomendado, y tienen la capacidad de manifestar su “genio” en las más diversas circunstancias de la vida humana.

Hay que reconocer sin embargo que, en el seno de la sociedad y en las instituciones católicas locales, el lugar de las mujeres a menudo no está a la altura de sus compromisos y esfuerzos. Debemos recordar en primer lugar que la tradición oriental coloca a una mujer, María Magdalena, en un importante rango al lado de los Apóstoles, porque, tras haber seguido a Jesús, fue la primera en acudir al sepulcro, en recibir la Buena Nueva de la Resurrección y en anunciarla a los discípulos (123). Conviene por lo tanto ofrecer a las mujeres una participación más importante y responsable en la vida y en las decisiones eclesiales, dándoles la posibilidad de adquirir la necesaria formación. Su papel en la educación de la juventud –especialmente en los campos catequético, espiritual, moral y afectivo (124)– ocupa un primerísimo plano, pues “el alma del niño es una ciudad, una ciudad recientemente fundada y organizada”, que requiere paciencia y atención a cada instante (125). Ellas han desempeñado y siguen desempeñando un papel determinante en la vida eclesial y en la sociedad libanesa, manifestando así que el don de sí hecho por amor pertenece a la verdadera naturaleza de la persona humana. Durante los años de guerra, se han dedicado especialmente a la defensa de la vida y a mantener la esperanza de la paz. Como recordaba yo recientemente, tienen también como vocación ser educadoras de la paz, “en las relaciones entre las personas y las generaciones, en la familia, en la vida cultural, social y política de las naciones” (126). Son particularmente activas en los servicios sanitarios, en los servicios sociales y en la educación. Me alegro de que los Padres sinodales hayan querido ofrecerles la posibilidad de ser más activas en el seno de las diferentes estructuras eclesiales de las parroquias, de las eparquías y de los organismos patriarcales e interpatriarcales, en los campos espiritual, intelectual, educativo, humanitario, social, administrativo. En ellos pueden prestar grandes servicios por sus cualidades personales específicas.

119. Concilio Vaticano II, Mensaje a las mujeres, Juan Pablo II, Carta a las mujeres, n. 3: ECCLESIA n. 2.746 (1995), p. 1113: [1995 06 29/ 3]; San Basilio Magno, Homilía sobre el salmo 1, 3: PG 29, 214-218.

120. Catolicós Isaac III, Laudes et hymni ad SS. Mariae Virginis honorem ex Armenorum breviario excerpta, Venecia (1877), p. 89.

121. Cf. San Juan Damasceno, De fide orthodoxa, III, 2: PG 94, 983-988; San Gregorio de Narek, LXXX oración: SC 78, París (1961), pp. 428-431; Agatángelo, Oración del mártir Gregorio el Iluminador: Testi mariani del primo millennio, Roma (1991), p. 522; Hymne liturgique pour le mois de kinak dans la liturgie copte: I Copti, Librería Editrice Vaticana (1994), pp. 165-166.

122. Juan Pablo II, Mulieris dignitatem, n. 30: ECCLESIA n. 2.392 (1988), p. 1487 [1988 08 15/ 30].

123. Cf. Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo 1995, n. 6: ECCLESIA n. 2.733 (1995), p. 591 [1995 03 25a/ 6].

124. Cf. Familiaris consortio, n. 37: ECCLESIA n. 2.060 (1982), p. 30, [1981 11 22/ 37].

125. San Juan Crisóstomo, Sobre la educación de los niños, n. 25: SC 188, París (1972), p. 113.

126. Mensaje para la Jornada mundial de la Paz 1995, n. 2: ECCLESIA n. 2.716 (1994), p. 1954 [1994 12 08a/ 2].

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Los jóvenes

51. Los jóvenes libaneses están “desilusionados por la generación que los ha precedido y que no les ha permitido experimentar la paz, sino la guerra y el odio” (127). Durante la Asamblea sinodal han compartido con los Padres sus críticas y exigencias, con franqueza y valentía, manifestando así que esperaban unos cambios decisivos dentro de la Iglesia. Han reclamado acciones concertadas en nombre del Evangelio y han expresado su sufrimiento ante las divisiones eclesiales que dificultan la misión. Desean una Iglesia que muestre su unidad en la diversidad, que sea un lugar auténtico de vida fraterna, de compartición, de enriquecimiento y de esperanza.

En la conciencia de la nación libanesa y en el seno de la Iglesia en el Líbano, los jóvenes han de ocupar un lugar importante y ser una fuerza de renovación nacional y eclesial, participando en las diferentes estructuras de la vida social y en los órganos de decisión. Es menester ayudarlos a vencer las tentaciones de extremismo y de laxismo que pueden acecharles, así como a rechazar las distintas formas de vida que se oponen a una sana moralidad. Por otra parte, conviene instruirlos sobre los principios y valores de la vida personal y social. Así se transformarán en interlocutores de pleno derecho, preocupados de proseguir incansablemente el diálogo con aquellos hermanos que están deseosos de llegar a unas concesiones que hagan posible la convivencia, sin que ello implique ceder en principios y valores.

La Iglesia cuenta con los jóvenes para dar un nuevo impulso a la vida eclesial y social. Las comunidades cristianas están, pues, invitadas a integrarlos más en todas sus actividades, para que sean agentes de la “nueva evangelización”, sembradores de la Palabra en otros jóvenes, aportando su especial dinamismo con vistas a la renovación eclesial (128). Igualmente, están llamados a ser protagonistas a pleno título en la edificación de la sociedad. Para ello, conviene proporcionarles una sólida formación intelectual y espiritual, que responda así a su sed de absoluto y de verdad. Allí donde se comprometan, han de poder hallar el acompañamiento espiritual que necesitan. El papel de los asistentes espirituales, en los movimientos y en las universidades –ya sean sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas o laicos– tiene una gran importancia para su crecimiento y maduración humana y espiritual, con el fin de ayudarlos a discernir su vocación y a encontrar su lugar en la sociedad (129).

[E 57 (1997) 1119-1121]

127. Asamblea especial para el Líbano del Sínodo de los Obispos, Relatio post disceptationem, n. 8.

128. Cf. Propositio, 10.

129. Cf. Ibíd.