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[1865] • JUAN PABLO II (1978-2005) • CARIDAD Y COMPRENSIÓN EN LA FIDELIDAD A LA VERDAD

Del Discurso Ho ascoltato, a la Rota Romana en la Inauguración del Año Judicial, 18 enero 1998

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2. Hoy quiero proponeros algunas reflexiones, en primer lugar, sobre la configuración y disposición de la administración de la justicia, y consiguientemente, del juez en la Iglesia; y, en segundo lugar, sobre algunos problemas relacionados más concreta y directamente con vuestro trabajo judicial.

Para comprender el sentido del derecho y de la potestad judicial en la Iglesia, en cuyo misterio de comunión la sociedad visible y el Cuerpo místico de Cristo constituyen una sola realidad (cf. Lumen gentium, 8), parece conveniente, en este encuentro, reafirmar en primer lugar la naturaleza sobrenatural de la Iglesia y su finalidad esencial e irrenunciable. El Señor la ha constituido como prolongación y realización, a lo largo de los siglos, de su obra salvífica universal, que recupera también la dignidad originaria del hombre como ser racional, creado a imagen y semejanza de Dios. Todo tiene sentido, todo tiene razón, todo tiene valor en la obra del Cuerpo místico de Cristo exclusivamente en la línea directiva y en la finalidad de la redención de todos los hombres.

En la vida de comunión de la “societas” eclesial, signo en el tiempo de la vida eterna que late en la Trinidad, sus miembros son elevados, por don del amor divino, al estado sobrenatural, conseguido y siempre recobrado por la eficacia de los méritos infinitos de Cristo, Verbo hecho carne.

Fiel a la enseñanza del concilio Vaticano II, el Catecismo de la Iglesia católica, al afirmar que la Iglesia es una en virtud de su fuente, nos recuerda: “El modelo y principio supremo de este misterio es la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad de personas” (n. 813). Pero, el mismo Catecismo afirma también: “Todos los hijos de Dios y miembros de una misma familia en Cristo, al unirnos en el amor mutuo y en la misma alabanza a la santísima Trinidad, estamos respondiendo a la íntima vocación de la Iglesia” (n. 959).

Así pues, el juez eclesiástico, auténtico “sacerdos iuris” en la sociedad eclesial, no puede menos de ser llamado a realizar un verdadero “officium caritatis et unitatis”. ¡Qué delicada es, pues, vuestra misión y, al mismo tiempo, qué alto valor espiritual tiene, al convertiros vosotros mismos en artífices efectivos de una singular diaconía para todo hombre y, más aún, para el “christifidelis”!

Precisamente la aplicación correcta del Derecho canónico, que supone la gracia de la vida sacramental, favorece esta unidad en la caridad, porque el derecho en la Iglesia no podría tener otra interpretación, otro significado y otro valor, sin contradecir la finalidad esencial de la Iglesia misma. Ninguna actividad judicial que se realice ante este Tribunal puede prescindir de esta perspectiva y de este fin supremo.

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3. Esto vale a partir de los procesos penales, en los que la restauración de la unidad eclesial significa el restablecimiento de una plena comunión en la caridad, para llegar, a través de los pleitos en materia contenciosa, a los procesos vitales y complejos relativos al estado personal y, en primer lugar, a la validez del vínculo matrimonial.

Sería superfluo recordar aquí que también el “modus”, con el que se llevan a cabo los procesos eclesiásticos, debe traducirse en comportamientos idóneos para expresar ese anhelo de caridad. ¡Cómo no pensar en la imagen del buen Pastor, que se inclina hacia la oveja perdida y herida, cuando queremos representar al juez que, en nombre de la Iglesia, encuentra, trata y juzga la condición de un fiel que con confianza se ha dirigido a él!

Pero también, en el fondo, el mismo espíritu del Derecho canónico expresa y realiza esta finalidad de la unidad en la caridad: hay que tener en cuenta esto tanto en la interpretación y aplicación de sus varios cánones como –y sobre todo– en la adhesión fiel a los principios doctrinales que, como substrato necesario, dan significado y contenido a los cánones. En ese sentido, en la constitución Sacrae disciplinae leges, con la que promulgué el Código de derecho canónico de 1983, escribí: “Aun cuando sea imposible traducir perfectamente a lenguaje canónico la imagen de la Iglesia descrita por la doctrina del Concilio, sin embargo el Código debe encontrar siempre su punto principal de referencia en esa imagen cuyas líneas debe reflejar en sí según su propia naturaleza, dentro de lo posible” (AAS 75, 1983, p. XI: L’Obsservatore Romano, edición en lengua española, 13 de febrero de 1983, p. 16).

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4. A este propósito, el pensamiento no puede dejar de dirigirse particularmente a las causas que tienen preponderancia en los procesos sometidos al examen de la Rota romana y de los Tribunales de toda la Iglesia: me refiero a las causas de nulidad de matrimonio.

En ellas el “officium caritatis et unitatis”, confiado a vosotros, debe ejercerse tanto en el campo doctrinal como en el más propiamente procesal. Es fundamental en este ámbito la función específica de la Rota romana, como agente de una sabia y unívoca jurisprudencia a la que, como a un modelo autorizado, deben adecuarse los demás tribunales eclesiásticos. Tampoco tendría diverso sentido la ya oportuna publicación de vuestras decisiones judiciales, que se refieren a materias de derecho sustancial y a problemáticas procesales.

Las sentencias de la Rota, más allá del valor de los juicios individuales en relación con las partes interesadas, contribuyen a entender correctamente y a profundizar el derecho matrimonial. Por tanto, se justifica la continua exhortación, que se encuentra en ellas, a los principios irrenunciables de la doctrina católica, por lo que concierne al mismo concepto natural del matrimonio, con sus obligaciones y derechos propios, y más aún por lo que atañe a su realidad sacramental, cuando se celebra entre bautizados. Es útil aquí la exhortación de Pablo a Timoteo: “Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo (...) Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana” (2 Tm 4, 2-3). Se trata de una recomendación indudablemente válida también en nuestros días.

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5. No está ausente de mi corazón de pastor el angustioso y dramático problema que viven los fieles cuyo matrimonio no ha naufragado por culpa suya y que, incluso antes de obtener una eventual sentencia eclesiástica que declara legítimamente su nulidad, entablan nuevas uniones, que desean sean bendecidas y consagradas ante el ministro de la Iglesia.

Ya otras veces he llamado vuestra atención sobre la necesidad de que ninguna norma procesal, meramente formal, debe representar un obstáculo para la solución, con caridad y equidad, de esas situaciones: el espíritu y la letra del Código de derecho canónico vigente, van en esta dirección. Pero, con la misma preocupación pastoral, tengo presente la necesidad de que las causas matrimoniales se lleven a cabo con la seriedad y la rapidez que exige su propia naturaleza.

A este propósito, para favorecer una administración cada vez mejor de la justicia, tanto en sus aspectos sustanciales como en los procesales, he instituido una Comisión interdicasterial encargada de preparar un proyecto de Instrucción sobre el desarrollo de los procesos relativos a las causas matrimoniales.

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6. Aun con estas imprescindibles exigencias de verdad y justicia, el “officium caritatis et unitatis”, en el que he enmarcado las reflexiones que he hecho hasta aquí, jamás podrá significar un estado de inercia intelectual, por el que se tenga de la persona objeto de vuestros juicios una concepción separada de la realidad histórica y antropológica, limitada y, más aún, invalidada por una visión asociada culturalmente a una parte u otra del mundo.

Los problemas en campo matrimonial, a los que aludía al comienzo el monseñor decano, exigen de vuestra parte, principalmente de los que componéis este Tribunal ordinario de apelación de la Santa Sede, una atención inteligente al progreso de las ciencias humanas, a la luz de la Revelación cristiana, de la Tradición y del Magisterio auténtico de la Iglesia. Conservad con veneración la sana cultura y la doctrina que el pasado nos ha transmitido, pero también acoged con discernimiento todo lo bueno y justo que nos ofrece el presente. Más aún, siempre os ha de guiar sólo el supremo criterio de la búsqueda de la verdad, sin pensar que la exactitud de las soluciones va unida a la mera conservación de aspectos humanos contingentes ni al deseo frívolo de novedad, que no está en armonía con la verdad.

En particular, el recto entendimiento del “consentimiento matrimonial”, fundamento y causa del pacto nupcial, en todos sus aspectos y en todas sus implicaciones no puede reducirse exclusivamente a esquemas ya adquiridos, válidos indudablemente aún hoy, pero que pueden perfeccionarse con el progreso en la profundización de las ciencias antropológicas y jurídicas. Aun en su autonomía y especificidad epistemológica y doctrinal, el Derecho canónico, sobre todo hoy, debe servirse de la aportación de las otras disciplinas morales, históricas y religiosas.

En este delicado proceso interdisciplinar, la fidelidad a la verdad revelada sobre el matrimonio y la familia, interpretada auténticamente por el Magisterio de la Iglesia, constituye siempre el punto de referencia definitivo y el verdadero impulso para una renovación profunda de este sector de la vida eclesial.

Así, la celebración de los noventa años de actividad de la Rota reorganizada se convierte en motivo de nuevo impulso hacia el futuro, en la espera ideal de que se realice también de modo visible en el pueblo de Dios, que es la Iglesia, la unidad en la caridad.

Que el Espíritu de verdad os ilumine en vuestro arduo oficio, que es servicio a los hermanos que recurren a vosotros, y que mi bendición, que os imparto con afecto, sea voto y prenda de la continua y providente asistencia divina.

[OR (e.c.) 6.II.1998, 10]