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[1952] • JUAN PABLO II (1978-2005) • FAMILIA, MATRIMONIO Y “UNIONES DE HECHO”

Documento Famiglia, matrimonio e “unioni di fatto”, del Pontificio  Consejo para la Familia, 26 julio 2000

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Introducción

1. En estos últimos años las llamadas “uniones de hecho” han adquirido en la sociedad un relieve especial. Ciertas iniciativas insisten en su reconocimiento institucional e incluso en su equiparación con las familias surgidas del compromiso matrimonial. Ante una cuestión tan importante y de tantas repercusiones futuras para la entera comunidad humana, el Consejo pontificio para la familia se propone, mediante las siguientes reflexiones, llamar la atención sobre el peligro que representaría ese reconocimiento y equiparación para la identidad de la unión matrimonial, y sobre el grave deterioro que ello implicaría para la familia y para el bien común de la sociedad.

En el presente documento, tras considerar el aspecto social de las uniones de hecho, sus elementos constitutivos y sus motivaciones existenciales, se aborda el problema de su reconocimiento y equiparación jurídica con respecto a la familia fundada en el matrimonio y con respecto al conjunto de la sociedad. Se trata posteriormente sobre la familia como bien social, insistiendo en los valores objetivos que se deben fomentar y en el deber de justicia que tiene la sociedad de proteger y promover la familia fundada en el matrimonio. A continuación se profundiza en algunos aspectos que esa reivindicación presenta en relación con el matrimonio cristiano. Por último, se exponen algunos criterios generales de discernimiento pastoral para la orientación de las comunidades cristianas.

Las consideraciones aquí expuestas no sólo van dirigidas a cuantos reconocen explícitamente en la Iglesia católica “la Iglesia de Dios vivo, columna y fundamento de la verdad” (1 Tm 3, 15), sino a todos los cristianos de las diversas Iglesias y comunidades cristianas, así como a todos los que están sinceramente comprometidos con el bien valioso de la familia, célula fundamental de la sociedad. Como enseña el concilio Vaticano II, “el bienestar de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligado a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar. Por eso los cristianos, junto con los que tienen gran estima a esta comunidad, se alegran sinceramente de los varios medios que permiten hoy a los hombres avanzar en el fomento de esta comunidad de amor y en el respeto a la vida, y que ayudan a los esposos y padres en el cumplimiento de su excelsa misión” (1).

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I Las “uniones de hecho”

Aspecto social de las “uniones de hecho”

2. La expresión “unión de hecho” abarca un conjunto de múltiples y heterogéneas realidades humanas, cuyo elemento común es que son convivencias (de tipo sexual) sin matrimonio. Las uniones de hecho se caracterizan, precisamente, por ignorar, postergar o incluso rechazar el compromiso conyugal. De esto se derivan graves consecuencias.

Con el matrimonio se asumen públicamente, mediante el pacto de amor conyugal, todas las responsabilidades que brotan del vínculo así establecido. Esta asunción pública de responsabilidades no sólo beneficia a los cónyuges mismos y a los hijos en su crecimiento afectivo y formativo, sino también a los demás miembros de la familia. De este modo, la familia fundada en el matrimonio es un bien fundamental y precioso para la sociedad entera, cuyo entramado más firme se asienta sobre los valores que se despliegan en las relaciones familiares, y que encuentra su garantía en el matrimonio estable. El bien generado por el matrimonio es esencial para la misma Iglesia, que reconoce en la familia la “Iglesia doméstica” (2). Todo ello se ve amenazado por el abandono de la institución matrimonial implícito en las uniones de hecho.

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3. Puede suceder que alguien desee y realice un uso de la sexualidad distinto del inscrito por Dios en la misma naturaleza humana y en la finalidad específicamente humana de sus actos. Así se niega el lenguaje interpersonal del amor y se pone en grave peligro, mediante un desorden objetivo, el verdadero diálogo de vida dispuesto por el Creador y Redentor del género humano. La doctrina de la Iglesia católica es bien conocida por la opinión pública, y no es necesario repetirla aquí (3). Sin embargo, la dimensión social del problema requiere una reflexión más profunda que permita mostrar, especialmente a quienes tienen responsabilidades públicas, la improcedencia de elevar estas situaciones privadas a la categoría de interés público. Con el pretexto de regular un marco de convivencia social y jurídica, se intenta justificar el reconocimiento institucional de las uniones de hecho, las cuales se convierten en instituciones sancionadas legislativamente con derechos y deberes, en detrimento de la familia fundada en el matrimonio. Así las uniones de hecho quedan en un nivel jurídico similar al del matrimonio. A esa convivencia se la califica públicamente como un “bien”, elevándola a una condición similar, o incluso equiparándola al matrimonio, en perjuicio de la verdad y de la justicia. Con ello se contribuye notablemente al deterioro del matrimonio, institución natural, completamente vital, básica y necesaria para todo el cuerpo social.

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Elementos constitutivos de las uniones de hecho

4. No todas las uniones de hecho tienen el mismo alcance social ni las mismas motivaciones. A la hora de describir sus características positivas, más allá de sus rasgos comunes negativos, que consisten en postergar, ignorar o rechazar la unión matrimonial, sobresalen ciertos elementos. En primer lugar, el carácter puramente práctico (fáctico) de esa relación. Conviene poner de manifiesto que suponen una cohabitación acompañada de relación sexual (lo que las distingue de otros tipos de convivencia) y de una relativa tendencia a la estabilidad (lo que las distingue de las uniones de cohabitación esporádicas u ocasionales). Las uniones de hecho no implican derechos y deberes matrimoniales, ni pretenden una estabilidad basada en el vínculo matrimonial. Se distinguen por la firme reivindicación de no asumir vínculo alguno. Por consiguiente, la inestabilidad constante, debida a la posibilidad de interrupción de la convivencia, es característica de las uniones de hecho. Hay también un cierto “compromiso”, más o menos explícito, de “fidelidad” recíproca, por decir así, mientras dure la relación.

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5. Algunas uniones de hecho son clara consecuencia de una elección muy precisa. La unión de hecho “a prueba” es frecuente entre quienes tienen el proyecto de casarse en el futuro, pero lo condicionan a la experiencia de una unión sin vínculo matrimonial. Es una especie de “etapa condicionada” al matrimonio, semejante al matrimonio “a prueba” (4), pero, a diferencia de éste, pretende un cierto reconocimiento social.

Algunas personas que conviven justifican su elección con razones económicas o para soslayar dificultades legales. Muchas veces, los verdaderos motivos son más profundos. Frecuentemente, bajo esta clase de pretextos, subyace una mentalidad que valora poco la sexualidad. Está influida por el pragmatismo, por el hedonismo y por una concepción del amor desligado de toda responsabilidad. Se rehúyen el compromiso de estabilidad, las responsabilidades, los derechos y deberes que el verdadero amor conyugal lleva consigo.

En otras ocasiones, las uniones de hecho se establecen entre personas divorciadas. Son, entonces, una alternativa al matrimonio. A menudo, con la legislación divorcista el matrimonio tiende a perder su identidad en la conciencia personal. En este sentido hay que subrayar que la desconfianza hacia la institución matrimonial nace a veces de la experiencia negativa y traumática de un divorcio anterior o del divorcio de sus padres. Este preocupante fenómeno comienza a ser socialmente relevante en los países más desarrollados económicamente.

Con frecuencia las personas que conviven en una unión de hecho rechazan explícitamente el matrimonio por motivos ideológicos. Se trata, entonces, de la elección de una alternativa, un modo determinado de vivir la propia sexualidad. Estas personas ven el matrimonio como algo inaceptable, algo que se opone a su ideología, una “violencia inadmisible contra su bienestar personal” o incluso como “tumba del amor salvaje”, expresiones que denotan desconocimiento de la verdadera naturaleza del amor humano, de su oblatividad, nobleza y belleza en la constancia y fidelidad de las relaciones humanas.

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6. Con todo, no siempre las uniones de hecho son el resultado de una clara elección positiva; a veces las personas que conviven en estas uniones toleran o sufren esta situación. En ciertos países, la mayoría de las uniones de hecho se deben al poco aprecio del matrimonio, no por razones ideológicas, sino por falta de una formación adecuada con vistas a la responsabilidad, como consecuencia de la situación de pobreza y marginación del ambiente en el que viven. La falta de confianza en el matrimonio puede deberse también a condicionamientos familiares, especialmente en el tercer mundo. Un factor importante, que es preciso tener en cuenta, son las situaciones de injusticia y las estructuras de pecado. El predominio cultural de actitudes machistas o racistas contribuye a agravar mucho estas situaciones de dificultad.

En este contexto no es raro encontrar uniones de hecho que contienen, incluso desde su inicio, una voluntad de convivencia, en principio auténtica, en la que los convivientes se consideran unidos como si fueran marido y mujer, esforzándose por cumplir obligaciones similares a las del matrimonio (5). La pobreza, a menudo resultado de desequilibrios en el orden económico mundial, y las deficiencias estructurales en el campo de la educación, representan para ellos graves obstáculos en la formación de una verdadera familia.

En otros lugares, es más frecuente la cohabitación (durante períodos de tiempo más o menos prolongados) hasta la concepción o nacimiento del primer hijo. Estas costumbres corresponden a prácticas ancestrales y tradicionales, especialmente fuertes en ciertas regiones de África y Asia, donde se suele realizar el llamado “matrimonio por etapas”. Son prácticas contrarias a la dignidad humana, difíciles de desarraigar, y que configuran una situación moral negativa, con una problemática social característica y bien definida. Este tipo de uniones no se debe clasificar entre las uniones de hecho de las que aquí nos ocupamos (que se realizan fuera de una antropología cultural de tipo tradicional), y suponen un desafío para la inculturación de la fe en el tercer milenio de la era cristiana.

La complejidad y diversidad de la problemática de las uniones de hecho se ponen de manifiesto al considerar, por ejemplo, que en ocasiones su causa más inmediata puede corresponder a motivos asistenciales. Es el caso, por ejemplo, en los sistemas más desarrollados, de personas de edad avanzada que establecen relaciones sólo de hecho por el miedo a que el matrimonio les implique mayores cargas fiscales, o la pérdida de la pensión.

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Los motivos personales y el factor cultural

7. Es importante preguntarse cuáles son los motivos profundos por los que en la sociedad contemporánea se ha producido la crisis del matrimonio, tanto en su dimensión religiosa como en la civil, y se intenta lograr el reconocimiento y equiparación de las uniones de hecho. De este modo, situaciones inestables que se definen más por su aspecto negativo (la omisión del vínculo matrimonial) que por el positivo, parecen situadas a un nivel similar al matrimonio. Efectivamente, todas esas situaciones se consolidan en distintas formas de relación, pero todas ellas están en contraste con una verdadera y plena donación recíproca, estable y reconocida socialmente. La complejidad de los motivos de orden económico, sociológico y psicológico, inscritos en un contexto de privatización del amor y de eliminación del carácter institucional del matrimonio, sugiere la conveniencia de profundizar más en la perspectiva ideológica y cultural a partir de la cual se ha ido progresivamente desarrollando y consolidando el fenómeno de las uniones de hecho, tal y como hoy lo conocemos.

La disminución progresiva del número de matrimonios y de familias reconocidas como tales por las leyes de diferentes Estados, y el aumento en algunos países del número de parejas no casadas que conviven, no se pueden explicar satisfactoriamente por un movimiento cultural aislado y espontáneo, sino que responden a cambios históricos en las sociedades contemporáneas, en este momento cultural que algunos autores denominan “posmoderno”. Es cierto que el menor influjo del mundo agrícola, el desarrollo del sector terciario de la economía, el aumento de la duración media de la vida, la inestabilidad del empleo y de las relaciones personales, la reducción del número de miembros de la familia que conviven bajo el mismo techo y la globalización de los fenómenos sociales y económicos han dado como resultado una mayor inestabilidad de la familia y han favorecido un ideal de familia menos numerosa. Pero ¿basta esto para explicar la situación actual del matrimonio? La institución matrimonial atraviesa una crisis menor donde las tradiciones familiares son más fuertes.

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8. Dentro de un proceso que podríamos definir de gradual “des-estructuración” cultural y humana de la institución matrimonial, no se debe subestimar la difusión de cierta ideología de “gender” (género). Ser hombre o mujer no estaría determinado fundamentalmente por el sexo, sino por la cultura. Esa ideología ataca las bases mismas de la familia y de las relaciones interpersonales. Es preciso hacer algunas consideraciones al respecto, debido a la importancia de esa ideología en la cultura contemporánea, y su influjo en el fenómeno de las uniones de hecho.

En la dinámica integradora de la personalidad humana un factor muy importante es el de la identidad. Durante la infancia y la adolescencia, la persona adquiere progresivamente conciencia de su propio “yo”, de su identidad. Esta conciencia de la propia identidad se inserta en un proceso de reconocimiento de sí mismo y, consiguientemente, de su dimensión sexual. Por tanto, es una conciencia de identidad y de diferencia. Los expertos suelen distinguir entrHODVXQLRQHVGHKHFKRWDOFRPRKRORFRQRFHPRVEU!/DGLVPLQXFLyQSURJUHVLYDGHOQ~PHURGHPDWULPRQLRVGHIDPLOLDVUHFRQRFLGDVFRPRWDOHVSRUODVOHHVGHGLIHUHQWHV(VWDGRVHODXPHQWRHQDOJXQRVSDtVHVGHOQ~PHURGHSDUHMDVQRFDVDGDVTXHFRQYLYHQQRVHSXHGHQH[SOLFDUVDWLVIDFWRULDPHQWHSRUXQPRYLPLHQWRFXOWXUDODLVODGRHVSRQWiQHRVLQRTXHUHVSRQGHQDFDPELRVKLVWyULFRVHQODVVRFLHGDGHVFRQWHPSRUiQHDVHQHVWHPRPHQWRFXOWXUDOTXHDOJXQRVDXWRUHVGHQRPLQDQ_SRVPRGHUQR´(VFLHUWRTXHHOPHQRULQIOXMRGHOPXQGRDJUtFRODHOGHVDUUROORGHOVHFWRUWHUFLDULRGHODHFRQRPtDHODXPHQWRGHODGXUDFLyQPHGLDGHODYLGDODLQHVWDELOLGDGGHOHPSOHRGHODVUHODFLRQHVSHUVRQDOHVODUHGXFFLyQGHOQ~PHURGHPLHPEURVGHODIDPLOLDTXHFRQYLYHQEDMRHOPLVPRWHFKRODJOREDOL]DFLyQGHORVIHQyPHQRVVRFLDOHVHFRQyPLFRVKDQGDGRFRPRUHVXOWDGRXQDPDRULQHVWDELOLGDGGHODIDPLOLDKDQIDYRUHFLGRXQLGHDOGHIDPLOLDPHQRVQXPHURVD3HUR¢EDVWDHVWRSDUDH[SOLFDUODVLWXDFLyQDFWXDOGHOPDWULPRQLR/DLQVWLWXFLyQPDWULPRQLDODWUDYLHVDXQDFULVLVPHQRUGRQGHODVWUDGLFLRQHVIDPLOLDUHVVRQPiVIXHUWHVS!______U__L__U__H____F__R__Q____F__R__U__D__J__J__L__R____O__H____S__R__U__W__H____D____&__U__L__V__W__R______X__Q__L__F__R____5__H__G__H__Q__W__R__U__H____G__H__O__O__·__X__R__P__R______É____&__U__L__V__W__R______L__Q__I__D__W__W__L______O__D____Q__R__Y__L__W__j____F__K__H____V__X__S__H__U__D____R__J__Q__L____D__W__W__H__V__D____G__H__O__O__·__X__R__P__R______L__O____F__U__L__W__H__U__L__R____X__O__W__L__P__R____S__H__U____J__L__X__G__L__F__D__U__H____O__D____U__H__D__O__W__j____W__H__P__S__R__U__D__O__H____H____R__J__Q__L____S__Ual inclinación de la libertad humana a la donación recíproca, y sus características esenciales, que son la base de ese bien común de la humanidad que es la institución matrimonial.

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II La familia fundada en el matrimonio y las uniones de hecho

Familia, vida y unión de hecho

9. Conviene comprender las diferencias sustanciales entre el matrimonio y las uniones de hecho. Aquí radica la diferencia entre la familia de origen matrimonial y la comunidad que se origina por una unión de hecho. La comunidad familiar surge del pacto de alianza de los cónyuges. El matrimonio que surge de este pacto de amor conyugal no es una creación del poder público, sino una institución natural y originaria que lo precede. En las uniones de hecho, en cambio, se pone en común el afecto recíproco, pero al mismo tiempo falta aquel vínculo conyugal de índole pública y originaria, que funda la familia. Familia y vida forman una unidad que debe ser protegida por la sociedad, puesto que es el núcleo vivo de la sucesión (procreación y educación) de las generaciones humanas.

En las actuales sociedades abiertas y democráticas, el Estado y los poderes públicos no deben institucionalizar las uniones de hecho, atribuyéndoles un estatuto similar al del matrimonio y la familia. Mucho menos deben equipararlas a la familia fundada en el matrimonio. Se trataría de un uso arbitrario del poder que no contribuiría al bien común, pues la naturaleza originaria del matrimonio y de la familia precede y supera, absoluta y radicalmente, el poder soberano del Estado. Una perspectiva serenamente alejada del aspecto arbitrario o demagógico, invita a reflexionar muy seriamente, en el seno de las diferentes comunidades políticas, acerca de las diferencias esenciales que median entre la aportación vital y necesaria al bien común de la familia fundada en el matrimonio y la otra realidad de las meras convivencias afectivas. No parece razonable sostener que las funciones vitales de las comunidades familiares en cuyo núcleo se encuentra la institución matrimonial estable y monogámica pueden ser desempeñadas de forma masiva, estable y permanente, por las uniones basadas únicamente en relaciones afectivas. La familia fundada en el matrimonio debe ser cuidadosamente protegida y promovida como factor esencial de existencia, estabilidad y paz, en una visión más amplia que tenga en cuenta el futuro y el interés común de la sociedad.

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10. La igualdad ante la ley debe respetar el principio de justicia, que exige tratar lo igual como igual, y lo diferente como diferente; es decir, dar a cada uno lo que se le debe en justicia. Se violaría este principio de justicia si se diera a las uniones de hecho un tratamiento jurídico semejante o equivalente al que corresponde a la familia fundada en el matrimonio. Si la familia matrimonial y las uniones de hecho no son semejantes ni equivalentes en sus deberes, funciones y servicios a la sociedad, tampoco pueden ser semejantes ni equivalentes en su estatuto jurídico.

El pretexto aducido por quienes presionan para lograr el reconocimiento de las uniones de hecho (es decir, la “no discriminación”), implica una verdadera discriminación de la familia matrimonial, puesto que se la consideraría a un nivel igual al de cualquier otra convivencia, sin tener para nada en cuenta si existe o no un compromiso de fidelidad recíproca y de generación-educación de los hijos. La tendencia actual de algunas comunidades políticas a discriminar el matrimonio reconociendo a las uniones de hecho un estatuto institucional semejante o equivalente al del matrimonio y de la familia, o incluso equiparándolo, es un grave signo de deterioro de la conciencia moral social, de “pensamiento débil” ante el bien común, cuando no de una auténtica imposición ideológica realizada por grupos de presión influyentes.

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11. Conviene tener bien presente, en la misma línea de principios, la distinción entre interés público e interés privado. En el primer caso, la sociedad y los poderes públicos deben protegerlo e incentivarlo. En el segundo caso, el Estado debe tan sólo garantizar la libertad. Donde el interés es público, interviene el derecho público. Y, por el contrario, lo que responde a intereses privados se debe remitir al ámbito privado. El matrimonio y la familia revisten un interés público y son el núcleo fundamental de la sociedad y del Estado, y como tal deben ser reconocidos y protegidos. Dos o más personas pueden decidir vivir juntas, con relación sexual o sin ella, pero esa convivencia o cohabitación no reviste por ello interés público. Las autoridades públicas pueden evitar inmiscuirse en esa elección, de índole privada. Las uniones de hecho son consecuencia de comportamientos privados y deberían permanecer en este nivel privado. Su reconocimiento público o su equiparación al matrimonio, con la consiguiente elevación de intereses privados al rango de intereses públicos, perjudicarían a la familia fundada en el matrimonio. En el matrimonio un varón y una mujer constituyen entre sí una alianza de por vida, ordenada, por su misma naturaleza, al bien de los cónyuges, a la generación y a la educación de la prole. A diferencia de las uniones de hecho, en el matrimonio se asumen pública y formalmente compromisos y responsabilidades relevantes para la sociedad, y exigibles en el ámbito jurídico.

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Las uniones de hecho y el pacto conyugal

12. La valoración de las uniones de hecho incluye también una dimensión subjetiva. Estamos ante personas concretas, con una visión propia de la vida, con su intencionalidad, en una palabra, con su “historia”. Debemos considerar la realidad existencial de la libertad individual de elección y de la dignidad de las personas, que pueden equivocarse. Pero en la unión de hecho, la pretensión de reconocimiento público no afecta sólo al ámbito individual de las libertades. Por tanto, conviene abordar este problema desde el punto de vista de la ética social: el individuo humano es una persona y, por tanto, un ser social; el ser humano no es menos social que racional (9).

Mediante el diálogo las personas se pueden encontrar y reconocer valores compartidos y exigencias comunes por lo que atañe al bien común. En este campo, la referencia universal, el criterio, no puede ser otro que el de la verdad sobre el bien humano; una verdad objetiva, trascendente e igual para todos. Alcanzar esta verdad y permanecer en ella es condición de libertad y de madurez personal, verdadera meta de una convivencia social ordenada y fecunda. La atención exclusiva al sujeto, al individuo, a sus intenciones y a sus elecciones, sin hacer referencia a una dimensión social y objetiva de las mismas, orientada al bien común, es el resultado de un individualismo arbitrario e inaceptable, ciego a los valores objetivos, en contraste con la dignidad de la persona y nocivo para el orden social. “Así pues, es preciso promover una reflexión que ayude no sólo a los creyentes, sino también a todos los hombres de buena voluntad, a redescubrir el valor del matrimonio y de la familia. En el Catecismo de la Iglesia católica se puede leer: ‘La familia es la célula original de la vida social. Es la sociedad natural en que el hombre y la mujer son llamados al don de sí en el amor y en el don de la vida. La autoridad, la estabilidad y la vida de relación en el seno de la familia constituyen los fundamentos de la libertad, de la seguridad, de la fraternidad en el seno de la sociedad’10. Al redescubrimiento de la familia puede llegar por sí sola la razón, escuchando la ley moral inscrita en el corazón humano. La familia, comunidad ‘fundada y vivificada por el amor’11, encuentra su fuerza en la alianza definitiva de amor con la que un hombre y una mujer se entregan recíprocamente, convirtiéndose juntos en colaboradores de Dios para transmitir la vida” (12).

El concilio Vaticano II señala que “el llamado amor libre” (“amore sic dicto libero”)13 constituye un factor disolvente y destructor del matrimonio, al carecer del elemento constitutivo del amor conyugal, que se funda en el consentimiento personal e irrevocable por el cual los esposos se donan y se reciben mutuamente, dando origen así a un vínculo jurídico y a una unidad sellada por una dimensión pública de justicia. Lo que el Concilio denomina amor “libre”, contraponiéndolo al verdadero amor conyugal, era entonces –y es ahora– la semilla que engendra las uniones de hecho. Más adelante, por la rapidez con que hoy se producen los cambios socio-culturales, ha hecho germinar también el proyecto actual de conferir estatuto público a esas uniones de hecho.

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13. Como cualquier otro problema humano, también el de las uniones de hecho se debe abordar desde una perspectiva racional, más precisamente desde la perspectiva de la “recta razón” (14). Con esta expresión de la ética clásica se subraya que la lectura de la realidad y el juicio de la razón deben ser objetivos, libres de todo condicionamiento, como la emotividad desordenada, la debilidad ante situaciones penosas que inclinan a una compasión superficial, o eventuales prejuicios ideológicos, presiones sociales o culturales, influjo de grupos de presión o de partidos políticos. Ciertamente, el cristiano tiene una visión del matrimonio y la familia cuyo fundamento antropológico y teológico se arraiga armónicamente en la verdad que procede de la sagrada Escritura, de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia (15). Pero la luz de la fe enseña que la realidad del sacramento matrimonial no es algo posterior o extrínseco, como un añadido “sacramental” externo al amor de los cónyuges, sino que es la realidad natural del amor conyugal asumida por Cristo como signo y medio de salvación en el orden de la nueva Alianza. Por consiguiente, el problema de las uniones de hecho puede y debe afrontarse desde la recta razón. Es una cuestión de racionalidad, más que de fe cristiana. La tendencia a contraponer en este punto un católico” confesional a un “pensamiento laico” es un error (16).

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III Las uniones de hecho en el conjunto de la sociedad

Dimensión social y política del problema de la equiparación

14. Ciertos influjos culturales radicales (como la ideología del “gender” a la que antes hemos hecho mención), tienen como consecuencia el deterioro de la institución familiar. “Más preocupante aún es el ataque directo a la institución familiar que se está llevando a cabo tanto a nivel cultural como en el ámbito político, legislativo y administrativo. (...) Es clara la tendencia a equiparar a la familia otras formas muy diferentes de convivencia, prescindiendo de fundamentales consideraciones de orden ético y antropológico” (17). Por tanto, es prioritario definir la identidad propia de la familia. Esta identidad implica la estabilidad de la relación conyugal entre hombre y mujer, considerada como un valor y una exigencia, y que halla expresión y confirmación en un horizonte de procreación y educación de los hijos, lo que redunda en beneficio de la sociedad entera. Esa estabilidad matrimonial y familiar no se funda únicamente en la buena voluntad de las personas concretas, sino que reviste un carácter institucional en virtud del reconocimiento público, por parte del Estado, de la elección de vida conyugal. El reconocimiento, la protección y la promoción de dicha estabilidad responde al interés general y especialmente al de los más débiles, es decir, los hijos.

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15. Otro riesgo en el que se puede incurrir al examinar las implicaciones sociales del problema que nos ocupa es el de la banalización. Algunos afirman que el reconocimiento y la equiparación de las uniones de hecho no debería preocupar excesivamente dado que su número es relativamente escaso. En este caso, la conclusión debería ser más bien la contraria, puesto que una consideración cuantitativa del problema debería llevar a poner en duda la conveniencia de plantear el problema de las uniones de hecho como problema de primera magnitud, especialmente teniendo en cuenta que apenas se presta una atención suficiente al grave problema (actual y del futuro) de la protección del matrimonio y la familia mediante adecuadas políticas familiares, que influyan realmente en la vida social. La exaltación indiferenciada de la libertad de elección de los individuos, sin referencia alguna a un orden de valores de relevancia social, obedece a un planteamiento completamente individualista y privatizado del matrimonio y la familia, sin ver su dimensión social objetiva. Hay que tener en cuenta que la procreación es principio “genético” de la sociedad, y que la educación de los hijos es lugar primario de transmisión y cultivo del tejido social, así como núcleo esencial de su configuración estructural.

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El reconocimiento y la equiparación de las uniones de hecho discriminan al matrimonio

16. Con el reconocimiento público de las uniones de hecho se crea un marco jurídico asimétrico: mientras la sociedad asume obligaciones con respecto a los convivientes de las uniones de hecho, estos no asumen para con la misma las obligaciones propias del matrimonio. La equiparación agrava esta situación puesto que privilegia a las uniones de hecho con respecto al matrimonio, al eximirlas de los deberes esenciales para con la sociedad. De este modo se acepta una disociación paradójica, que va en perjuicio de la institución familiar. Por lo que atañe a los recientes intentos legislativos de equiparar las uniones de hecho, incluidas las homosexuales, a la familia (es preciso tener presente que su reconocimiento jurídico es el primer paso hacia su equiparación), conviene recordar a los parlamentarios que tienen la grave responsabilidad de oponerse a ellos, puesto que “los legisladores, y especialmente los parlamentarios católicos, no deberían cooperar con su voto a esta clase de legislación, pues es contraria al bien común y a la verdad del hombre, y por tanto realmente inicua” (18). Estas iniciativas legales presentan todas las características de disconformidad con la ley natural que las hacen incompatibles con la dignidad de ley. Como dice san Agustín, “non videtur esse lex, quae iusta non fuerit” (19). Es preciso reconocer un fundamento último al ordenamiento jurídico (20). Por tanto, no se trata de pretender imponer un “modelo” determinado de comportamiento al conjunto de la sociedad, sino de que se reconozca, en el ordenamiento legal, la imprescindible contribución que la familia fundada en el matrimonio da al bien común. Donde la familia está en crisis, la sociedad vacila.

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17. La familia tiene derecho a ser protegida y sostenida por la sociedad, como reconocen muchas Constituciones vigentes en todo el mundo (21). Es un reconocimiento, en justicia, de la función esencial que la familia fundada en el matrimonio desempeña para la sociedad. A este derecho originario de la familia corresponde un deber de la sociedad, no sólo moral, sino también civil. El derecho de la familia fundada en el matrimonio a ser protegida y sostenida por la sociedad y el Estado debe quedar recogido en las leyes. Se trata de algo que afecta al bien común. Santo Tomás de Aquino, con una nítida argumentación, rechaza la idea de que la ley moral y la ley civil pueden encontrarse en oposición: son distintas, pero no opuestas; se distinguen, pero no se disocian; entre ellas no hay univocidad, pero tampoco contradicción (22). Como afirma Juan Pablo II, “es importante que los que están llamados a guiar el destino de las naciones reconozcan y afirmen la institución matrimonial; en efecto, el matrimonio tiene un estatuto jurídico específico, que reconoce derechos y deberes por parte de los esposos, de uno con respecto al otro y de ambos en relación con los hijos, y el papel de las familias en la sociedad, cuya perennidad aseguran, es primordial. La familia favorece la socialización de los jóvenes y contribuye a atajar los fenómenos de violencia mediante la transmisión de valores y mediante la experiencia de la fraternidad y de la solidaridad que permite vivir diariamente. En la búsqueda de soluciones legítimas para la sociedad moderna, no se la puede poner en el mismo nivel de simples asociaciones o uniones, y éstas no pueden beneficiarse de los derechos particulares vinculados exclusivamente a la protección del compromiso matrimonial y de la familia, fundada en el matrimonio, como comunidad de vida y de amor estable, fruto de la entrega total y fiel de los esposos abierta a la vida” (23).

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18. Los políticos deben tomar conciencia de la seriedad del problema. En Occidente, con cierta frecuencia la acción política actual tiende a privilegiar en general los aspectos pragmáticos y la llamada “política de equilibrios” sobre aspectos concretos sin entrar en la discusión de los principios, que podría comprometer difíciles y precarios acuerdos entre partidos, alianzas o coaliciones. Pero dichos equilibrios ¿no deberían estar fundados, más bien, en la claridad de los principios, el respeto a los valores esenciales y la nitidez en los postulados fundamentales? “Si no existe ninguna verdad última que guíe y oriente la acción política, entonces las ideas y las convicciones pueden ser instrumentalizadas fácilmente con fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia” (24). La función legislativa corresponde a la responsabilidad política; por eso, los políticos tienen la tarea de velar (no sólo a nivel de principios sino también de aplicaciones) para evitar un deterioro, de graves consecuencias presentes y futuras, de la relación entre ley moral y ley civil, y defender el valor educativo-cultural del ordenamiento jurídico (25). El modo más eficaz de velar por el interés público no consiste en concesiones demagógicas a grupos de presión que tratan de promover las uniones de hecho, sino en la promoción enérgica y sistemática de políticas familiares orgánicas que entiendan la familia fundada en el matrimonio como el centro y el motor de la política social, y que cubran el extenso ámbito de los derechos de la familia (26). A esta cuestión la Santa Sede ha dedicado espacio en la Carta de los derechos de la familia (27), superando una concepción meramente asistencialista del Estado.

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Fundamentos antropológicos de la diferencia entre el matrimonio y las “uniones de hecho”

19. Por consiguiente, el matrimonio se funda en algunos presupuestos antropológicos muy definidos, que lo distinguen de otros tipos de unión, y que –superando el mero ámbito del obrar, de lo “fáctico”– lo arraigan en el ser personal de la mujer y del varón.

Entre estos presupuestos se encuentran: la igualdad de la mujer y del varón, pues “ambos son igualmente personas” (28), aunque de modo diverso; el carácter complementario de ambos sexos (29), del que nace la natural inclinación entre ellos y los impulsa a engendrar los hijos; la posibilidad del amor al otro precisamente en cuanto sexualmente diverso y complementario, de modo que “este amor se expresa y perfecciona de manera singular en el acto propio del matrimonio” (30); la posibilidad –por parte de la libertad– de entablar una relación estable y definitiva, es decir, debida en justicia (31); y, finalmente, la dimensión social de la condición conyugal y familiar, que constituye el primer ámbito de educación y apertura a la sociedad a través de las relaciones de parentesco (que contribuyen a la configuración de la identidad de la persona humana)32.

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20. Si se acepta la posibilidad de un amor específico entre varón y mujer, es evidente que ese amor inclina (por su misma naturaleza) a cierta intimidad y exclusividad, a la generación de la prole y a un proyecto común de vida. Cuando se quiere eso, y se quiere de modo que se le otorga al otro la facultad de exigirlo, se puede hablar de verdadera entrega y aceptación mutua entre mujer y varón, que constituye la comunión conyugal. En la comunión conyugal hay una entrega y una aceptación recíprocas de la persona humana. “Por tanto, el amor coniugalis no es sólo ni sobre todo sentimiento; por el contrario es esencialmente un compromiso con la otra persona, compromiso que se asume con un acto preciso de voluntad. Exactamente esto califica dicho amor, transformándolo en coniugalis. Una vez dado y aceptado el compromiso por medio del consentimiento, el amor se convierte en conyugal, y nunca pierde este carácter” (33). A esto, en la tradición histórica cristiana de Occidente, se le llama matrimonio.

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21. Por tanto, se trata de un proyecto común estable que nace de la entrega libre y total del amor conyugal fecundo, como algo debido en justicia. La dimensión de justicia, puesto que se trata de una institución social originaria (y que da origen a la sociedad), es inherente a la conyugalidad misma: “Son libres de celebrar el matrimonio, después de haberse elegido el uno al otro de modo igualmente libre; pero, en el momento en que realizan este acto, instauran un estado personal en el que el amor se transforma en algo debido, también con valor jurídico” (34). Pueden existir otros modos de vivir la sexualidad –incluso contra las tendencias naturales–, otras formas de convivencia, otras relaciones de amistad –basadas o no en la diferenciación sexual–, otros medios para traer hijos al mundo. Pero la familia fundada en el matrimonio tiene como aspecto distintivo el ser la única institución que reúne todos los elementos citados, de modo originario y simultáneo.

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22. Por consiguiente, es necesario subrayar la gravedad y el carácter insustituible de algunos principios antropológicos sobre la relación hombre-mujer, que son fundamentales para la convivencia humana y mucho más para la salvaguardia de la dignidad de toda persona. El núcleo central y el elemento esencial de esos principios es el amor conyugal entre dos personas de igual dignidad, pero distintas y complementarias en su sexualidad. Lo que está en juego es la índole del matrimonio como realidad natural y humana; y lo que está en discusión es el bien de toda la sociedad. “Como todos saben, hoy no sólo se ponen en tela de juicio las propiedades y finalidades del matrimonio, sino también el valor y la utilidad misma de esta institución. Aun excluyendo generalizaciones indebidas, no es posible ignorar, a este respecto, el fenómeno creciente de las simples uniones de hecho (cf. Familiaris consortio, 81), y las insistentes campañas de opinión encaminadas a proporcionar dignidad conyugal a uniones incluso entre personas del mismo sexo” (35).

Se trata de un principio básico: un amor, para que sea amor conyugal verdadero y libre, debe transformarse en un amor debido en justicia, mediante el acto libre del consentimiento matrimonial. “A la luz de esos principios puede establecerse y comprenderse la diferencia esencial que existe entre una mera unión de hecho, aunque se afirme que ha surgido por amor, y el matrimonio, en el que el amor se traduce en un compromiso no sólo moral, sino también rigurosamente jurídico. El vínculo, que se asume recíprocamente, desarrolla desde el principio una eficacia que corrobora el amor del que nace, favoreciendo su duración en beneficio del cónyuge, de la prole y de la misma sociedad” (36).

En efecto, el matrimonio –que funda la familia– no es una “forma de vivir la sexualidad en pareja”: si fuera solamente eso, se trataría de una forma más entre las varias posibles (37). Tampoco es simplemente la expresión de un amor sentimental entre dos personas: esta característica se da habitualmente en todo amor de amistad. El matrimonio es más que eso: es una unión entre mujer y varón, en cuanto tales, en la totalidad de su ser masculino y femenino. Tal unión sólo puede ser establecida por un acto de voluntad libre de los contrayentes, pero su contenido específico es determinado por la estructura del ser humano, mujer y varón, es decir, entrega recíproca y transmisión de la vida. A este don de sí en toda la dimensión complementaria de mujer y varón, con la voluntad de deberse en justicia el uno al otro, se le llama conyugalidad, y los contrayentes se constituyen entonces en cónyuges: “esta comunión conyugal hunde sus raíces en la natural complementariedad que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por eso tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana” (38).

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Mayor gravedad de la equiparación del matrimonio a las relaciones homosexuales

23. La verdad sobre el amor conyugal permite comprender mejor las graves consecuencias sociales que implicaría la institucionalización de las relaciones homosexuales: “se pone de manifiesto también qué incongruente es la pretensión de atribuir una realidad conyugal a la unión entre personas del mismo sexo. Se opone a esto, ante todo, la imposibilidad objetiva de hacer fructificar la unión mediante la transmisión de la vida, según el proyecto inscrito por Dios en la misma estructura del ser humano. Asimismo, se opone a ello la ausencia de los presupuestos para la complementariedad interpersonal querida por el Creador, tanto en el plano físico-biológico como en el eminentemente psicológico, entre el varón y la mujer” (39). El matrimonio no puede reducirse a una condición semejante a la de una relación homosexual; eso es contrario al sentido común (40). En el caso de las relaciones homosexuales que reivindican ser consideradas uniones de hecho, las consecuencias morales y jurídicas alcanzarían una especial relevancia (41). “Además, las uniones de hecho entre homosexuales constituyen una deplorable distorsión de lo que debería ser la comunión de amor y de vida entre un hombre y una mujer, en recíproca donación abierta a la vida” (42). Mucho más grave aún es la pretensión de equiparar tales uniones al “matrimonio legal”, como promueven algunas iniciativas recientes (43). Asimismo, las iniciativas encaminadas a hacer legalmente posible la adopción de niños en el contexto de las relaciones homosexuales añaden a todo lo anterior un elemento de gran peligrosidad (44). “No puede constituir una verdadera familia el vínculo de dos hombres o dos mujeres, y mucho menos se puede atribuir a esa unión el derecho de adoptar niños privados de familia” (45). Recordar la trascendencia social de la verdad sobre el amor conyugal y, en consecuencia, subrayar que supondría un grave error el reconocimiento o la equiparación del matrimonio a las relaciones homosexuales no significa, en ningún modo, discriminar a esas personas. Es el mismo bien común de la sociedad el que exige que las leyes reconozcan, favorezcan y protejan la unión matrimonial como base de la familia, que, de lo contrario, se vería perjudicada (46).

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IV Justicia y bien social de la familia

La familia, bien social que se ha de proteger en justicia

24. El matrimonio y la familia son un bien social de primer orden: “La familia expresa siempre una nueva dimensión del bien para los hombres, y por esto suscita una nueva responsabilidad. Se trata de la responsabilidad por aquel singular bien común en el cual se encuentra el bien del hombre: el bien de cada miembro de la comunidad familiar; es un bien ciertamente ‘difícil’ (‘bonum arduum’), pero atractivo” (47). Ciertamente, no todos los cónyuges ni todas las familias desarrollan de hecho todo el bien personal y social posible (48). Así pues, corresponde a la sociedad intervenir poniendo a su alcance del modo más accesible los medios necesarios para facilitar el desarrollo de sus valores propios, pues “conviene hacer realmente todos los esfuerzos posibles para que la familia sea reconocida como sociedad primordial y, en cierto modo, ‘soberana’. Su ‘soberanía’ es indispensable para el bien de la sociedad” (49).

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Valores sociales objetivos que se han de fomentar

25. El matrimonio y la familia, así entendidos, constituyen un bien para la sociedad porque protegen un bien precioso para los cónyuges mismos, pues “la familia, sociedad natural, existe antes que el Estado o cualquier otra comunidad, y posee unos derechos propios que son inalienables” (50). Por una parte, la dimensión social de la condición de casados implica un principio de seguridad jurídica: porque el hacerse esposa o esposo pertenece al ámbito del ser –y no del mero obrar–, la dignidad de este nuevo signo de identidad personal debe ser objeto de reconocimiento público, y el bien que constituye para la sociedad debe ser estimado como merece (51). Es evidente que el buen orden de la sociedad es facilitado cuando el matrimonio y la familia se configuran como lo que son verdaderamente: una realidad estable (52). Además, la integridad de la entrega del hombre y de la mujer en su potencial paternidad y maternidad, con la consiguiente unión –también exclusiva y permanente– entre los padres y los hijos, expresa una confianza incondicional que se traduce en una fuerza y un enriquecimiento para todos (53).

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26. Por una parte, la dignidad de la persona humana exige que nazca de padres unidos en matrimonio, de la unión íntima, total, mutua y permanente –debida– que proviene de la condición de esposos. Se trata, por tanto, de un bien para los hijos. Este origen es el único que puede salvaguardar adecuadamente el principio de identidad de los hijos, no sólo desde la perspectiva genética o biológica, sino también desde la perspectiva biográfica o histórica (54). Por otra parte, el matrimonio constituye el ámbito humano y humanizador más propicio para la acogida de los hijos: el que más fácilmente garantiza seguridad afectiva, mayor unidad y continuidad en el proceso de integración social y de educación. “La unión entre madre y concebido y la función insustituible del padre exigen que el hijo sea acogido en una familia que le garantice, en la medida de lo posible, la presencia de ambos progenitores. La contribución específica que ofrecen a la familia, y a través de ella a la sociedad, es digna de la mayor consideración” (55). Por lo demás, la secuencia continuada entre conyugalidad, maternidad-paternidad y parentesco (filiación, fraternidad, etc.), evita a la sociedad los muchos y serios problemas que aparecen cuando se rompe la concatenación de los diversos elementos de modo que cada uno de ellos viene a actuar con independencia de los demás (56).

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27. También para los demás miembros de la familia la unión matrimonial como realidad social es un bien. En efecto, en el seno de la familia nacida de un vínculo conyugal, no sólo las nuevas generaciones son acogidas y aprenden a participar en las tareas comunes, sino que también las generaciones anteriores (abuelos) tienen la oportunidad de contribuir al enriquecimiento común: aportar las propias experiencias, sentir una vez más la validez de su servicio, confirmar su dignidad plena de personas siendo valoradas y amadas por sí mismas, participando en un diálogo intergeneracional a menudo tan fecundo. En efecto, “la familia es el lugar donde se encuentran diferentes generaciones y donde se ayudan mutuamente a crecer en sabiduría humana y a armonizar los derechos individuales con las demás exigencias de la vida social” (57). A la vez, las personas de la tercera edad pueden mirar el futuro con confianza y seguridad, porque se saben acompañadas y atendidas por aquellos a quienes han atendido durante largos años. A este respecto, es conocido que, cuando la familia vive realmente como tal, la calidad de la atención a las personas ancianas no puede ser sustituida –al menos en determinados aspectos– por la atención prestada desde instituciones ajenas a su ámbito, aunque sean excelentes y dotadas de los medios técnicos más avanzados (58).

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28. Se pueden considerar también otros bienes para el conjunto de la sociedad, derivados de la comunión conyugal, fundamento del matrimonio y origen de la familia. Por ejemplo, el principio de identificación del ciudadano; el principio del carácter unitario del parentesco –que constituye las relaciones originarias de la vida en sociedad– y de su estabilidad; el principio de transmisión de bienes y valores culturales; el principio de subsidiariedad: pues la desaparición de la familia obligaría al Estado a sustituirla en tareas que le son propias por naturaleza; el principio de economía, también en materia procesal: pues cuando se rompe la familia el Estado debe multiplicar sus intervenciones para resolver directamente problemas que deberían mantenerse y solucionarse en el ámbito privado, con elevados costes en el plano psicológico y también en el económico. Además, hay que recordar que “la familia constituye, más que una unidad jurídica, social y económica, una comunidad de amor y de solidaridad, insustituible para la enseñanza y transmisión de los valores culturales, éticos, sociales, espirituales y religiosos, esenciales para el desarrollo y el bienestar de sus propios miembros y de la sociedad” (59). Por último, la desmembración de la familia, lejos de contribuir a aumentar la libertad individual, deja al individuo cada vez más inerme e indefenso ante el poder del Estado, que por su parte necesita una jurisdicción cada vez más compleja que lo empobrece.

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La sociedad y el Estado deben proteger y promover la familia fundada en el matrimonio

29. En pocas palabras, la promoción humana, social y material de la familia fundada en el matrimonio y la protección jurídica de los elementos que la componen en su carácter unitario, no sólo es un bien para los componentes de la familia, considerados individualmente, sino también para la estructura y el buen funcionamiento de las relaciones interpersonales, el equilibrio de poderes, la garantía de las libertades, los intereses educativos, la identidad de los ciudadanos y la distribución de funciones entre las diversas instituciones sociales: “el papel de la familia en la edificación de la cultura de la vida es determinante e insustituible” (60). No podemos olvidar que si la crisis de la familia, en determinadas ocasiones y en ciertos aspectos, ha sido una de las causas de un mayor intervencionismo estatal en su ámbito propio, también es cierto que en muchas otras ocasiones y en otros aspectos las iniciativas de los legisladores han facilitado o promovido las dificultades y la ruptura de no pocos matrimonios y familias. “La experiencia de diferentes culturas a través de la historia ha mostrado la necesidad que tiene la sociedad de reconocer y defender la institución de la familia (...). La sociedad, y de modo particular el Estado y las organizaciones internacionales, deben proteger la familia con medidas de carácter político, económico, social y jurídico, que contribuyan a consolidar la unidad y la estabilidad de la familia para que pueda cumplir su función especí fica” (61).

Hoy resulta más necesario que nunca –para la familia, y para la sociedad misma– prestar una atención adecuada a los problemas actuales del matrimonio y la familia, con un respeto exquisito de la libertad que le corresponde. Con este fin, es preciso crear una legislación que proteja sus elementos esenciales, sin limitar su libertad de decisión, en particular con respecto a los siguientes aspectos: el trabajo de la mujer, cuando es incompatible con su situación de esposa y madre (62); la “cultura del éxito”, que impide a quien trabaja hacer compatibles sus obligaciones profesionales con la dedicación a su familia (63); la decisión de tener hijos, que deben tomar los cónyuges de acuerdo con su conciencia (64); la protección del carácter permanente al que legítimamente aspiran las parejas casadas (65); la libertad religiosa y la dignidad e igualdad de derechos (66); los principios y las opciones relativas a la educación querida para los hijos (67); el tratamiento fiscal y las demás normas de tipo patrimonial (herencias, vivienda, etc.); el tratamiento de su autonomía legítima; y, por último, el respeto y fomento de sus iniciativas en el ámbito político, especialmente en lo que atañe al ambiente familiar (68). De ahí la necesidad de distinguir claramente, en el ámbito social, fenómenos de índole diferente en su aspecto legal y en su aportación al bien común, y de tratarlos como tales. “El valor institucional del matrimonio debe ser reconocido por las autoridades públicas; la situación de las parejas no casadas no debe ponerse al mismo nivel que el matrimonio debidamente contraído” (69).

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V Matrimonio cristiano y unión de hecho

Matrimonio cristiano y pluralismo social

30. Desde hace algunos años, la Iglesia insiste en la confianza debida a la persona humana, a su libertad, a su dignidad y a sus valores, y en la esperanza que proviene de la acción salvífica de Dios en el mundo, que ayuda a superar toda debilidad. A la vez, manifiesta su profunda preocupación ante numerosos atentados contra la persona humana y su dignidad, haciendo notar también algunos presupuestos ideológicos típicos de la cultura llamada “posmoderna”, que hacen difícil comprender y vivir los valores que exige la verdad acerca del ser humano. “En efecto, ya no se trata de contestaciones parciales y ocasionales, sino que, partiendo de determinadas concepciones antropológicas y éticas, se pone en tela de juicio, de modo global y sistemático, el patrimonio moral. En la base se encuentra el influjo, más o menos velado, de corrientes de pensamiento que terminan por erradicar la libertad humana de su relación esencial y constitutiva con la verdad” (70).

Cuando se produce esta desvinculación entre libertad y verdad, “desaparece toda referencia a valores comunes y a una verdad absoluta para todos; la vida social se adentra en las arenas movedizas de un relativismo absoluto. Entonces todo es pactable, todo es negociable: incluso el primero de los derechos fundamentales, el de la vida” (71). Se trata también de un aviso ciertamente aplicable a la realidad del matrimonio y la familia, única fuente y cauce plenamente humano de la realización de ese primer derecho. Esto sucede cuando se acepta “una corrupción de la idea y de la experiencia de la libertad, concebida no como la capacidad de realizar la verdad del proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia, sino como una fuerza autónoma de autoafirmación, no raramente contra los demás, en orden al propio bienestar egoísta” (72).

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31. Asimismo, la comunidad cristiana ha vivido desde el principio la institución del matrimonio cristiano como signo eficaz de la unión de Cristo con su Iglesia. Jesucristo elevó el matrimonio al rango de evento salvífico en el nuevo orden instaurado en la economía de la Redención. En otras palabras, el matrimonio es un sacramento de la nueva Alianza (73), aspecto esencial para comprender el contenido y el alcance de la alianza matrimonial entre dos bautizados. El Magisterio de la Iglesia ha señalado también con claridad que “el sacramento del matrimonio tiene esta peculiaridad con respecto a los otros: es el sacramento de una realidad que existe ya en la economía de la crea ción; es el mismo pacto conyugal instituido por el Creador al principio” (74).

En el contexto de una sociedad frecuentemente descristianizada y alejada de los valores de la verdad de la persona humana, interesa ahora subrayar precisamente el contenido de esa “alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole” (75), tal como fue instituido por Dios “desde el principio” (76) en el orden natural de la creación. Es conveniente que hagan una serena reflexión no sólo los fieles practicantes, sino también quienes están ahora alejados de la práctica religiosa, los que no tienen fe, o sostienen creencias de diversa índole; o sea, toda persona humana, mujer y varón, miembro de una comunidad civil y responsable del bien común. Conviene recordar la naturaleza de la familia fundada en el matrimonio, su carácter ontológico, y no solamente histórico y coyuntural, por encima de los cambios de tiempos, lugares y culturas, y la dimensión de justicia que surge de su propio ser.

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El proceso de secularización de la familia en Occidente

32. En los comienzos del proceso de secularización de la institución matrimonial, lo primero y casi único que se secularizó fueron las nupcias, o sea, las formas de celebración del matrimonio, al menos en los países occidentales de tradición católica. A pesar de todo, tanto en la conciencia popular, como en los ordenamientos jurídicos seculares, pervivieron durante cierto tiempo los principios básicos del matrimonio, como el valor precioso de la indisolubilidad matrimonial, y, especialmente, de la indisolubilidad absoluta del matrimonio sacramental, rato y consumado, entre bautizados (77). La introducción generalizada, en los ordenamientos legislativos, de lo que el concilio Vaticano II denomina “la epidemia del divorcio”, dio origen a un progresivo oscurecimiento, en la conciencia social, del valor de lo que constituyó durante siglos una gran conquista de la humanidad. La Iglesia primitiva no quiso sacralizar o cristianizar la concepción romana del matrimonio, sino devolver a esa institución su significado original, de acuerdo con la explícita voluntad de Jesucristo. Sin duda, la Iglesia primitiva percibía ya con claridad que la índole natural del matrimonio estaba ya concebida en su origen por el Creador para ser signo del amor de Dios a su pueblo, y una vez llegada la plenitud de los tiempos, del amor de Cristo a su Iglesia. En efecto, lo primero que hizo la Iglesia, guiada por el Evangelio y por las explícitas enseñanzas de Cristo, su Señor, fue hacer que el matrimonio volviera a sus principios, consciente de que “el mismo Dios es el autor del matrimonio, al que ha dotado con bienes y fines varios” (78). Además, era muy consciente de que la importancia de esa institución natural “es muy grande para la continuación del género humano, para el bienestar personal de cada miembro de la familia y su suerte eterna, para la dignidad, estabilidad, paz y prosperidad de la misma familia y de toda la sociedad humana” (79). Quienes se casan según las formalidades establecidas (por la Iglesia o el Estado, según los casos), pueden y quieren, ordinariamente, contraer un verdadero matrimonio. La tendencia a la unión conyugal es connatural a la persona humana, y en esta decisión se basa el aspecto jurídico del pacto conyugal y el nacimiento de un auténtico vínculo conyugal.

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El matrimonio, institución del amor conyugal, ante otro tipo de uniones

33. La realidad natural del matrimonio está contemplada en las leyes canónicas de la Iglesia (80). La ley canónica describe en sustancia el estado matrimonial de los bautizados, tanto en su momento in fieri –el pacto conyugal– como en su condición de estado permanente en el que se ubican las relaciones conyugales y familiares. En este sentido, la jurisdicción eclesiástica sobre el matrimonio es decisiva y representa una auténtica salvaguardia de los valores familiares. No siempre se comprenden y respetan plenamente los principios básicos del estado matrimonial relativos al amor conyugal y su índole de sacramento.

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34. Por lo que respecta al primer punto, se dice con frecuencia que el amor es la base del matrimonio y que éste es una comunidad de vida y de amor, pero no siempre se afirma de manera clara su verdadera condición de institución conyugal, pasando por alto la dimensión de justicia propia del consentimiento. El matrimonio es una institución. No tenerlo en cuenta suele generar un grave equívoco entre el matrimonio cristiano y las uniones de hecho: también los convivientes en uniones de hecho pueden decir que su relación se funda en el “amor” (pero un “amor” calificado por el concilio Vaticano II como “sic dicto libero”), y que constituyen una comunidad de vida y amor, pero sustancialmente diversa a la “communitas vitae et amoris coniugalis” del matrimonio (81).

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35. Por lo que atañe a los principios básicos relativos a la sacramentalidad del matrimonio, la cuestión es más compleja, porque los pastores de la Iglesia deben considerar la inmensa riqueza de gracia que dimana de la naturaleza sacramental del matrimonio cristiano y su influjo en las relaciones familiares derivadas del matrimonio. Dios ha querido que el pacto conyugal del principio, el matrimonio de la creación, sea signo permanente de la unión de Cristo con la Iglesia, y sea por ello verdadero sacramento de la nueva Alianza. El problema reside en comprender adecuadamente que esa sacramentalidad no es algo sobreañadido o extrínseco a la índole natural del matrimonio. Al contrario, el mismo matrimonio, querido indisoluble por el Creador, es elevado a sacramento por la acción redentora de Cristo, sin que ello suponga ninguna “desnaturalización” de su realidad. Por no entenderse adecuadamente la peculiaridad de este sacramento con respecto a los otros, pueden surgir malentendidos que oscurecen la noción de matrimonio sacramental. Esto tiene una importancia especial en la preparación para el matrimonio: los loables esfuerzos realizados al preparar a los novios para la celebración de este sacramento pueden resultar inútiles si no comprenden con claridad la naturaleza absolu tamente indisoluble del matrimonio que van a contraer. Los bautizados no se presentan ante la Iglesia sólo para celebrar una fiesta mediante unos ritos especiales, sino para contraer un matrimonio para toda la vida, que es un sacramento de la nueva Alianza. Por este sacramento participan en el misterio de la unión de Cristo con la Iglesia, y expresan su unión íntima e indisoluble (82).

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VI Líneas cristianas de orientación

Planteamiento básico del problema: “al principio no fue así”

36. La comunidad cristiana se siente interpelada por el fenómeno de las uniones de hecho. Las uniones sin vínculo institucional legal –ni civil ni religioso–, constituyen un fenómeno cada vez más frecuente al que la Iglesia tiene que prestar atención pastoral (83). El creyente, no sólo mediante la razón, sino también y sobre todo mediante el “esplendor de la verdad” que le viene de la fe, es capaz de llamar a las cosas por su nombre: al bien, bien, y al mal, mal. En el contexto actual, fuertemente relativista, que tiende a disolver toda diferencia –incluso aquellas que son esenciales– entre matrimonio y uniones de hecho, hacen falta una gran sabiduría y una libertad valiente para no prestarse a equívocos ni a componendas, con la convicción de que “la crisis más peligrosa que puede afligir al hombre” es “la confusión entre el bien y el mal, que hace imposible construir y conservar el orden moral de los individuos y las comunidades” (84). A la hora de efectuar una reflexión específicamente cristiana sobre los signos de los tiempos y ante el aparente oscurecimiento de la verdad profunda del amor humano en el corazón de muchos de nuestros contemporáneos, conviene volver a las aguas puras del Evangelio.

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37. “Se le acercaron unos fariseos que, para ponerle a prueba, le dijeron: ‘¿puede uno repudiar a su mujer por un motivo cualquiera?’. Él respondió: ‘¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne? De manera que ya no son dos sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre’. Ellos le replicaron: ‘¿Por qué, entonces, Moisés prescribió dar acta de divorcio y repudiarla?’. Jesús les respondió: ‘Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así’. Ahora bien, yo os digo que quien repudie a su mujer –no por fornicación– y se case con otra, comete adulterio” (Mt 19, 3-9). Son bien conocidas estas palabras del Señor, así como la reacción de los discípulos: “Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse” (Mt 19, 10). Esta reacción se enmarca, ciertamente, en la mentalidad entonces dominante, una mentalidad que se había apartado del plan originario del Creador (85). La concesión de Moisés traduce la presencia del pecado, que adopta la forma de una “duritiam cordis”. Hoy, quizás más que en otros tiempos, es preciso tener en cuenta este obstáculo de la inteligencia, endurecimiento de la voluntad, fijación de las pasiones, que es la raíz oculta de muchos de los factores de fragilidad que influyen en la difusión actual de las uniones de hecho.

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Uniones de hecho, factores de fragilidad y gracia sacramental

38. Gracias a la presencia de la Iglesia y del matrimonio cristiano, a lo largo de los siglos la sociedad civil reconoció el matrimonio en su condición originaria, a la que Cristo alude en su respuesta (86). La condición originaria del matrimonio, y la dificultad de reconocerla y de vivirla como íntima verdad, en la profundidad del propio ser, “propter duritiam cordis” resulta, también hoy, de perenne actualidad. El matrimonio es una institución natural cuyas características esenciales puede reconocer la inteligencia, más allá de las culturas (87). Este reconocimiento de la verdad sobre el matrimonio es también de orden moral (88). Pero no se puede ignorar el hecho de que la naturaleza humana, herida por el pecado, y redimida por Cristo, no siempre llega a reconocer con claridad las verdades inscritas por Dios en su propio corazón. De aquí que el mensaje cristiano de la Iglesia y de su Magisterio deben ser una enseñanza y un testimonio vivos en medio del mundo (89). En este contexto conviene subrayar la importancia de la gracia, que da a la vida matrimonial su auténtica plenitud (90). Por ello, a la hora de un discernimiento pastoral de la problemática de las uniones de hecho, es preciso tener también en cuenta la fragilidad humana y la importancia de una experiencia y una catequesis verdaderamente eclesiales, que orienten hacia la vida de gracia, la oración y los sacramentos, particularmente el de la reconciliación.

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39. Es necesario distinguir diversos elementos entre los factores de fragilidad que dan origen a las uniones de hecho, caracterizadas por el amor llamado “libre”, que omite o excluye la vinculación propia y característica del amor conyugal. Además, como decíamos antes, es preciso distinguir las uniones de hecho a las que algunos se consideran como obligados por situaciones difíciles, de las que son buscadas por sí mismas con “una actitud de desprecio, contestación o rechazo de la sociedad, de la institución familiar, de la organización socio-política o de la mera búsqueda del placer” (91). Hay que considerar también el caso de quienes son impulsados a las uniones de hecho “por la extrema ignorancia y pobreza, a veces por condicionamientos debidos a situaciones de verdadera injusticia, o también por una cierta inmadurez psicológica que les hace sentir la incertidumbre o el temor de ligarse con un vínculo estable y definitivo” (92).

Por consiguiente, el discernimiento ético, la acción pastoral y el compromiso cristiano en la política deben tener en cuenta la multiplicidad de situaciones que se encuentran bajo el término común “uniones de hecho”, a las que antes nos hemos referido (93). Cualesquiera que sean las causas que las originan, esas uniones conllevan “serios problemas pastorales, por las graves consecuencias religiosas y morales que de ahí se derivan (pérdida del sentido religioso del matrimonio visto a la luz de la alianza de Dios con su pueblo, privación de la gracia del sacramento, grave escándalo), así como también por las consecuencias sociales (destrucción del concepto de familia, atenuación del sentido de fidelidad incluso hacia la sociedad, posibles traumas psicológicos en los hijos y reafirmación del egoísmo)” (94). Por ello, la Iglesia se muestra particularmente sensible a la proliferación de esos fenómenos de uniones no matrimoniales, debido a la dimensión moral y pastoral del problema.

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Testimonio del matrimonio cristiano

40. Los esfuerzos por obtener en muchísimos países de antigua tradición cristiana una legislación favorable a las uniones de hecho suscitan gran preocupación entre los pastores y los fieles. Podría parecer que muchas veces no se sabe qué respuesta dar a este fenómeno, y que la reacción es meramente defensiva, con lo que se daría la impresión de que la Iglesia simplemente quiere mantener el status quo, como si la familia fundada en el matrimonio fuera el modelo cultural (un modelo “tradicional”) de la Iglesia, que se quiere conservar a pesar de las grandes transformaciones de nuestra época.

Para afrontar esa situación, es preciso profundizar en los aspectos positivos del amor conyugal para poder volver a inculturar la verdad del Evangelio, de modo análogo a como lo hicieron los cristianos de los primeros siglos de nuestra era. El sujeto privilegiado de esta nueva evangelización de la familia son las familias cristianas, porque ellas, sujeto de evangelización, son también las primeras evangelizadoras de la “buena nueva” del “amor hermoso” (95) no sólo con su palabra sino también, y sobre todo, con su testimonio personal. Es urgente redescubrir el valor social de la maravilla del amor conyugal, pues el fenómeno de las uniones de hecho no está al margen de los factores ideológicos que lo oscurecen, y que nacen de una concepción errónea de la sexualidad humana y de la relación hombre-mujer. De aquí la importancia fundamental de la vida de gracia en Cristo de los matrimonios cristianos: “También la familia cristiana está insertada en la Iglesia, pueblo sacerdotal: mediante el sacramento del matrimonio, en el cual está enraizada y del que se alimenta, es vivificada continuamente por el Señor y es llamada e invitada al diálogo con Dios mediante la vida sacramental, el ofrecimiento de la propia vida y la oración. Éste es el cometido sacerdotal que la familia cristiana puede y debe ejercer en íntima comunión con toda la Iglesia, a través de las realidades cotidianas de la vida conyugal y familiar. De esta manera la familia cristiana está llamada a santificarse y a santificar a la comunidad eclesial y al mundo” (96).

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41. La presencia misma de los matrimonios cristianos en los múltiples ambientes de la sociedad constituye un modo privilegiado de mostrar al hombre contemporáneo (en buena medida destruido en su subjetividad, exhausto en una vana búsqueda de un amor “libre”, opuesto al verdadero amor conyugal, mediante una serie de experiencias fragmentarias) que existe una posibilidad de reencuentro del ser humano consigo mismo, y de ayudarle a comprender la realidad de una subjetividad plenamente realizada en el matrimonio en Jesucristo. Sólo esta especie de “choque” con la realidad puede despertar, en el corazón, la nostalgia de una patria de la cual toda persona conserva un recuerdo imborrable. A los hombres y mujeres desengañados, que se preguntan a sí mismos cínicamente: “¿puede venir algo bueno del corazón humano?” es preciso poder responderles: “Venid a ver nuestro matrimonio, nuestra familia”. Éste puede ser un punto de partida decisivo, el testimonio real con que la comunidad cristiana, con la gracia de Dios, manifiesta la misericordia de Dios hacia los hombres. En muchos ambientes se puede constatar cuán positiva es la notable influencia de los fieles cristianos. Por su consciente opción de fe y de vida, son en medio de sus contemporáneos como el fermento en la masa, como la luz que brilla en medio de las tinieblas. La atención pastoral en la preparación al matrimonio y a la familia, y el acompañamiento en la vida matrimonial y familiar, son de fundamental importancia para la vida de la Iglesia y del mundo (97).

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Una preparación adecuada al matrimonio

42. El Magisterio de la Iglesia, sobre todo a partir del concilio Vaticano II, ha recordado reiteradamente la importancia e insustituibilidad de la preparación al matrimonio en la pastoral ordinaria. Esta preparación no puede reducirse a una mera información sobre lo que es el matrimonio para la Iglesia, sino que debe ser un verdadero camino de formación de las personas, basado en la educación en la fe y en las virtudes. El Consejo pontificio para la familia ha tratado este importante aspecto de la pastoral de la Iglesia en los documentos Sexualidad humana: verdad y significado, del 8 de diciembre de 1995, y Preparación al sacramento del matrimonio, del 13 de mayo de 1996, subrayando la centralidad de la preparación al matrimonio y el contenido de dicha preparación.

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43. “La preparación al matrimonio, a la vida conyugal y familiar, es de gran importancia para el bien de la Iglesia. Efectivamente, el sacramento del matrimonio tiene un gran valor para toda la comunidad cristiana y, en primer lugar, para los esposos, cuya decisión es de tal importancia, que no se puede dejar a la improvisación o a elecciones apresuradas. En otras épocas, esta preparación podía contar con el apoyo de la sociedad, la cual reconocía los valores y los beneficios del matrimonio. La Iglesia, sin dificultades o dudas, tutelaba su santidad, consciente del hecho de que el sacramento del matrimonio representaba una garantía eclesial, como célula vital del pueblo de Dios. El apoyo de la Iglesia era, al menos en las comunidades realmente evangelizadas, firme, unitario y compacto. En general, eran raras las separaciones y los fracasos matrimoniales y el divorcio era considerado como una ‘plaga’ social (cf. Gaudium et spes, 47). Hoy, en cambio, en no pocos casos, se asiste a una acentuada descomposición de la familia y a una cierta corrupción de los valores del matrimonio. En muchas naciones, sobre todo económicamente desarrolladas, el índice de nupcialidad se ha reducido. Se suele contraer matrimonio en una edad más avanzada y aumenta el número de divorcios y separaciones, también en los primeros años de la vida conyugal. Todo ello lleva inevitablemente a una inquietud pastoral, muchas veces recordada: quien contrae matrimonio, ¿está realmente preparado para él? El problema de la preparación para el sacramento del matrimonio y para la vida conyugal surge como una gran necesidad pastoral, ante todo para el bien de los esposos, para toda la comunidad cristiana y para la sociedad. Por ello aumentan en todas partes el interés y las iniciativas para dar respuestas adecuadas y oportunas a la preparación al sacramento del matrimonio” (98).

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44. En la actualidad el problema ya no consiste, como en otros tiempos, en que los jóvenes no lleguen suficientemente preparados al matrimonio. Debido, en parte, a una visión antropológica pesimista, des-estructurante, disolvente de la subjetividad, muchos de ellos incluso ponen en duda la posibilidad misma de una donación real en el matrimonio que dé origen a un vínculo fiel, fecundo e indisoluble. Fruto de esta visión es, en algunos casos, el rechazo de la institución matrimonial, considerada una realidad ilusoria, a la que sólo podrían acceder personas con una preparación especialísima. De aquí la importancia de la educación cristiana para que tengan una noción recta y realista de la libertad en relación con el matrimonio, como capacidad de escoger el bien de la donación matrimonial y encaminarse a él.

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La catequesis familiar

45. En este sentido, es muy importante la acción de prevención mediante la catequesis familiar. El testimonio de las familias cristianas es insustituible, tanto con respecto a sus hijos como en medio de la sociedad en la que viven. No corresponde sólo a los pastores defender a la familia; las mismas familias deben exigir el respeto de sus derechos y de su identidad. Hay que subrayar que hoy las catequesis familiares ocupan un lugar muy importante en la pastoral familiar. En ellas se afrontan de modo orgánico, completo y sistemático las realidades familiares, sometiéndolas al criterio de la fe, a la luz de la palabra de Dios interpretada eclesialmente con fidelidad al magisterio de la Iglesia por pastores legítimos y competentes que contribuyan verdaderamente, en ese proceso catequético, a la profundización de la verdad salvífica sobre el hombre. Se debe hacer un esfuerzo para mostrar la racionalidad y la credibilidad del Evangelio sobre el matrimonio y la familia, reorganizando el sistema educativo de la Iglesia (99). Así, la explicación del matrimonio y la familia a partir de una visión antropológica correcta, no deja de causar sorpresa entre los mismos cristianos, que descubren que no sólo es una cuestión de fe, y que encuentran razones para confirmarse en ella y para actuar, dando testimonio personal de vida y cumpliendo una misión apostólica específicamente laical.

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Los medios de comunicación

46. En nuestros días, la crisis de los valores familiares y de la noción de familia en los ordenamientos estatales y en los medios de transmisión de la cultura –prensa, televisión, internet, cine, etc.– hace necesario un especial esfuerzo para asegurar la presencia de los valores familiares en los medios de comunicación. Consideremos, por ejemplo, la gran influencia de estos medios en la pérdida de sensibilidad social ante situaciones como el adulterio, el divorcio, o las mismas uniones de hecho, así como la perniciosa deformación de los “valores” (o, mejor, “antivalores”) que dichos medios presentan a veces como propuestas normales de vida. Además, hay que tener en cuenta que, en ciertas ocasiones y pese a la meritoria contribución de los cristianos comprometidos que colaboran en estos medios de comunicación, ciertos programas y series televisivas, por ejemplo, no sólo no contribuyen a la formación religiosa, sino que más bien favorecen la desinformación y la difusión de la ignorancia religiosa. Estos factores, pese a no encontrarse entre los elementos fundamentales de la conformación de una cultura, pueden contarse entre los factores sociológicos que debe tener en cuenta una pastoral inspirada en criterios realistas.

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El compromiso social

47. Para muchos de nuestros contemporáneos, cuya subjetividad ha sido “demolida”, por así decirlo, por las ideologías, el matrimonio resulta casi impensable; para estas personas la realidad matrimonial no tiene ningún significado. ¿Cómo puede la pastoral de la Iglesia ser también para ellas un evento de salvación? En este sentido, el compromiso político y legislativo de los católicos que tienen responsabilidades en estos ámbitos resulta decisivo. Las legislaciones conforman, en amplia medida, el “ethos” de un pueblo. A este respecto, resulta especialmente oportuno invitar a vencer la tentación de indiferencia en el ámbito político-legislativo, y subrayar la necesidad de dar testimonio público de la dignidad de la persona. La equiparación de las uniones de hecho a la familia supone, como ya ha quedado expuesto, una alteración del ordenamiento orientado hacia el bien común de la sociedad y conlleva un deterioro de la institución familiar fundada en el matrimonio. Por tanto, representa un mal para las personas, las familias y la sociedad. Lo “políticamente posible” y su evolución a lo largo del tiempo no puede quedar desvinculado de los principios fundamentales de la verdad sobre la persona humana, que deben inspirar actitudes, iniciativas concretas y programas de futuro (100). También resulta conveniente poner en tela de juicio el “dogma” de la conexión indisociable entre democracia y relativismo ético, que se encuentra en la base de muchas iniciativas legislativas que buscan la equiparación de las uniones de hecho con la familia.

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48. El problema de las uniones de hecho constituye un gran desafío para los cristianos, que deben ser capaces de mostrar el aspecto racional de la fe, la profunda racionalidad del evangelio del matrimonio y la familia. Un anuncio de ese evangelio que no pueda responder a ese desafío a la racionalidad (entendida como íntima correspondencia entre el desiderium naturale del hombre y el Evangelio anunciado por la Iglesia) sería ineficaz. Por ello hoy día es más necesario que en otros tiempos manifestar la credibilidad interior de la verdad sobre el hombre, que está en la base de la institución del amor conyugal. El matrimonio, a diferencia de cuanto ocurre con los otros sacramentos, pertenece también a la economía de la creación, pues se inscribe en una dinámica natural en el género humano. En segundo lugar, es necesaria una renovada reflexión sobre las bases fundamentales, sobre los principios esenciales que inspiran las actividades educativas en los diversos ámbitos e instituciones. ¿Cuál es la filosofía de las instituciones educativas hoy en la Iglesia, y cómo traducir estos principios en una adecuada educación al matrimonio y a la familia, como estructuras fundamentales y necesarias para la sociedad?

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Atención y cercanía pastoral

49. Es legítima una actitud de comprensión con respecto a la problemática existencial y a las opciones de las personas que viven en uniones de hecho; y, en ciertas ocasiones, es un deber. Algunas de estas situaciones incluso deben suscitar auténtica compasión. El respeto a la dignidad de las personas no se discute. Sin embargo, la comprensión de las circunstancias y el respeto a las personas no equivalen a una justificación. Más bien, en estas circunstancias, conviene subrayar que la verdad es un bien esencial de las personas y un factor de auténtica libertad. La afirmación de la verdad no constituye una ofensa; al contrario, es una forma de caridad, de manera que el “no disminuir en nada la doctrina salvadora de Cristo” es “una forma eminente de caridad para con las almas” (101), a condición de que vaya acompañada “con la paciencia y la bondad de la cual el Señor mismo dio ejemplo en su trato con los hombres” (10)2. Por tanto, los cristianos deben tratar de comprender los motivos personales, sociales, culturales e ideológicos de la difusión de las uniones de hecho. Es preciso recordar que una pastoral inteligente y discreta puede, en ciertos casos, favorecer la recuperación “institucional” de estas uniones. Las personas que se encuentran en esta situación deben ser tenidas en cuenta, caso por caso y de manera prudente, en la pastoral ordinaria de la comunidad eclesial, mediante una atención a sus problemas y dificultades, un diálogo paciente y una ayuda concreta, especialmente en relación con los hijos. También en este aspecto de la pastoral, la prevención es una actitud prioritaria.

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Conclusión

50. A lo largo de los siglos, la sabiduría de los pueblos ha reconocido sustancialmente, aunque con limitaciones, la existencia y la misión fundamental e insustituible de la familia fundada en el matrimonio. La familia es un bien necesario e imprescindible para toda la sociedad. Tiene auténtico derecho, en justicia, a ser reconocida, protegida y promovida por el conjunto de la sociedad. Toda la sociedad queda perjudicada cuando se vulnera, de un modo o de otro, este bien precioso y necesario para la humanidad. La sociedad no puede quedar indiferente ante el fenómeno social de las uniones de hecho y la postergación del amor conyugal que implica. La mera y simple supresión del problema mediante la falsa solución del reconocimiento de las uniones de hecho, situándolas a un nivel público semejante, o incluso equiparándolas a las familias fundadas en el matrimonio, además de ser un perjuicio comparativo para el matrimonio (dañando, aún más, a la familia, esta institución natural tan necesaria, que hoy día, en cambio, requiere verdaderas políticas familiares), supone un profundo desconocimiento de la verdad antropológica del amor humano entre un hombre y una mujer, y de su indisociable aspecto de unidad estable y abierta a la vida. Este desconocimiento es aún más grave cuando se ignora la diferencia esencial y profundísima entre el amor conyugal que deriva de la institución matrimonial y las relaciones homosexuales. La “indiferencia” de las administraciones públicas en este punto se asemeja mucho a una apatía ante la vida o la muerte de la sociedad, a una indiferencia ante su proyección de futuro o su degradación. Si no se ponen los remedios oportunos, esta “neutralidad” conduciría a un grave deterioro del tejido social y de la pedagogía de las generaciones futuras.

La insuficiente valoración del amor conyugal y de su apertura intrínseca a la vida, con la inestabilidad de la vida familiar que implica, es un fenómeno social que exige un adecuado discernimiento por parte de todos aquellos que se sienten comprometidos con el bien de la familia y muy especialmente por parte de los cristianos. Se trata, ante todo, de reconocer las verdaderas causas (ideológicas y económicas) de ese estado de cosas, y de no ceder ante reivindicaciones demagógicas de grupos de presión que no tienen en cuenta el bien común de la sociedad. La Iglesia católica, en su seguimiento de Jesucristo, reconoce en la familia y en el amor conyugal un don de comunión de Dios misericordioso con la humanidad, un tesoro precioso de santidad y gracia que resplandece en medio del mundo. Por ello invita a cuantos luchan por la causa del hombre a unir sus esfuerzos con vistas a la promoción de la familia y de su íntima fuente de vida que es la unión conyugal.

[O.R. (e. c.), 1.XII.2000, 7-16]