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[1968] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA LEGALIZACIÓN DEL ABORTO

Del Discurso Nehmen sie, al nuevo Embajador de Austria ante la Santa Sede, con ocasión de la presentación de las Cartas Credenciales, 13 febrero 2001

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4. Para que un jardín pueda florecer, tiene que haber en él un espacio favorable a la vida. Por eso, en nuestras sociedades, debe prevalecer una “cultura de la vida”. Todo aquél que afirme, con razón, que esta dignidad personal es un bien inalienable de todo ser humano no puede albergar ninguna duda en cuanto a que esta dignidad personal encuentra su expresión primera y fundamental en la inviolabilidad de la vida humana. Cuando no se defiende con firmeza el derecho a la vida como condición de los demás derechos, cualquier referencia a los derechos humanos –a la salud, a la vivienda, al trabajo, a la familia– resulta vana e ilusoria.

No podemos resignarnos ante los numerosos atentados contra la persona humana en todo lo relacioando con su derecho a la vida. Por ello, la Iglesia apoya cualquier esfuerzo político que esté en armonía con el principio que formulé en mi primer mensaje de Navidad, un mensaje que, en la actualidad, sigue siendo más válido que nunca: “Para Él y frente a Él, el hombre es siempre alguien único, absolutamente singular, alguien eternamente pensado y eternamente elegido, alguien llamado y nombrado por su propio nombre” (Message Urbi et Orbi, 25 décembre 1978; ORLF n. 52 du 26 décembre 1978).

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5. Así pues, el hombre tiene derecho a la vida en todas las etapas de su existencia, desde su concepción hasta su muerte natural. Conserva ese derecho en todas las condiciones en las que se encuentre: en la salud o en la enfermedad, en la perfección física o en el hándicap, en la riqueza y en la pobreza. Por eso, el hecho de que el aborto sea legal en numerosos países europeos durante los tres primeros meses de embarazo, incluida Austria, sigue siendo una herida sangrante en mi corazón.

Lo que es válido para el comienzo de la vida lo es también para el final de ésta: desgraciadamente, parece que, en el creciente debate sobre la eutanasia, la afirmación según la cual el hombre ha recibido la vida como un don está cada vez menos extendida. De ahí que resulte mucho más difícil defender el derecho humano a morir cuando es la voluntad de Dios. La muerte también forma parte de la vida. Cualquiera que prive a una persona del derecho a la vida al final de su existencia terrenal se priva, a fin de cuentas, a sí mismo de su vida, incluso aunque intente disimular el crimen de la eutanasia bajo la máscara de una “muerte digna”.

Finalmente, y con gran preocupación, me gustaría aludir a la responsabilidad que se deriva del enorme desarrollo en el campo de las ciencias biológicas y médicas, así como de los sorprendentes progresos tecnológicos relacionados con éstas: en la actualidad, el hombre no sólo puede “observar” la vida humana desde su inicio y durante las primeras etapas de su desarrollo, sino que también puede “manipularla” y “clonarla”.

A la luz de estos enormes desafíos, animo a que se emprendan “acciones concertadas” para “hacer volver a la cultura a los principios de un auténtico humanismo, con el fin de que la promoción y la defensa de los derechos humanos puedan encontrar un fundamento dinámico y sólido en su propia esencia” (Christifideles laici, n.38).

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6. Un jardín está en flor cuando varias flores se abren juntas. Esta imagen se aplica, asimismo, a las personas en el jardín de la sociedad. La sociedad es la señal de que las personas están llamadas a vivir en comunidad. Esta dimensión social de la existencia humana encuentra su expresión primera y primordial en el matrimonio y en las familias. En tanto que cuna de la vida en la que los seres humanos nacen y se crecen, la familia representa la célula base de la sociedad.

A través de sus iniciativas pastorales, la Iglesia se alía con entusiasmo con todos aquéllos que, mediante decisiones políticas, medidas legislativas o medios financieros, apoyan al matrimonio y a la familia como el lugar privilegiado para la “humanización” del individuo y de la sociedad. Se debe perseguir con urgencia el objetivo de la edificación de una “civilización del amor” que vaya a la par con una “cultura de la vida”, a través del refuerzo del matrimonio y la familia, porque los atentados a la estabilidad y a la fecundidad del matrimonio están cada vez más extendidos, así como los intentos por relativizar el estatus legal de esta célula fundamental de la sociedad.

La experiencia demuestra que la estabilidad de las naciones se ve favorecida principalmente por el florecimiento de las familias. Además, “el futuro de la humanidad pasa por la familia” (Familiaris consortio, n. 86). Por eso, la familia merece un respeto y una protección particulares por parte de las autoridades públicas. El jardín de nuestra sociedad volverá a ser frondoso cuando las familias florezcan de nuevo.

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7. La familia representa cada vez más un lugar particular de aprendizaje. No es solamente el “santuario de la vida” (Evangelium vitae, n. 94), sino que es también una escuela de “caridad social” en miniatura (Centesimus annus, n. 10), que, a gran escala, se llama “solidaridad”. Y no estamos hablando “de un sentimiento de compasión vago o de un enternecimiento superficial ante los males sufridos por tantas personas cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de trabajar para el bien común; es decir, para el bien de todos y de cada uno, porque todos somos realmente responsables de todos (Sollicitudo rei socialis, n. 38). Al respecto, me gustaría recordad un principio que sirve de base a cualquier organización política: cuanto más indefensas se sientan las personas en la sociedad, más dependen de la atención y descuidado de los otros, en particular de la intervención de la autoridad del Estado.

Por eso, acojo favorablemente todas las iniciativas destinadas a promover políticas familiares y sociales que se caractericen por la asignación de ayudas apropiadas, así como de formas activas de apoyo a los niños y de asistencia a las personas mayores, con el fin de que estas últimas no sean separadas de sus familias, y de que las relaciones entre las diferentes generaciones se vean de esta manera reforzadas. Asimismo, expreso mi gratitud por todos los esfuerzos llevados a cabo en su país para crear redes sociales entre las familias lo más estrechas posibles. Cada vez que esto sea posible, la Iglesia los apoyará con alegría a través de sus asociaciones caritativas.

Al respecto, hay que decir que numerosas necesidades humanas exigen mucho más que una ayuda material; en estos casos, se trata más bien de prestar atención a cuestiones interiores más profundas. Pensemos, por ejemplo, en la situación de los inmigrantes, de los refugiados, de los deficientes y de todas las personas pobres, a los que se les ayuda realmente cuando, además de la ayuda material, se le ofrece una ayuda fraternal sincera. Por eso, estoy convencido de que, en el futuro, Austria seguirá ofreciendo su solidaridad generosa y su amor activo hacia el prójimo y hacia todo aquél que se encuentre necesitado.

Pero este deseo no ha de limitarse a las fronteras de un país, sino que ha de hacerse extensivo a todo el continente, de manera que, a medida que Europa vaya creciendo cada vez más, se pueda medir también dicho crecimiento en función de su capacidad de promover la solidaridad entre los países más ricos y los más pobres.

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8. No puedo dar por finalizadas mis reflexiones sin manifestar mi certeza de que las relaciones amistosas entre la República de Austria y la Santa Sede, a las que Ud. se ha referido en su discurso, se desarrollarán de forma productiva.

En nuestro actual contexto social, marcado por una dramática lucha entre “la cultura de la vida” y “la cultura de la muerte”, estamos unidos por el objetivo común, diez años después de la transformación política, de realizar también una transformación cultural que conduzca a una movilización de conciencias, y que instaure nuevas prioridades para la voluntad humana: la primacía de los seres sobre las cosas (cf. Evangelium vitae, n. 98). La prioridad central de la preocupación común del Estado y de la Iglesia ha de ser el bienestar de la persona humana, trabajando conjuntamente para promover valores e ideas nobles.

Señor Embajador, al tiempo que le deseo muy cordialmente una feliz estancia en Roma, me complace darle a Ud. y a su familia, así como a todo el personal de su Embajada, mi Bendición Apostólica.