[2105] • BENEDICTO XVI (2005- • LOS PROCESOS DE NULIDAD MATRIMONIAL: UN SERVICIO A LA VERDAD
Discurso E’ passato, a los Prelados Auditores, Defensores del vínculo y Abogados de la Rota Romana, 28 enero 2006
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Ha pasado casi un año desde el último encuentro de vuestro tribunal con mi amado predecesor Juan Pablo II. Fue el último de una larga serie. De la inmensa herencia que él nos dejó también en materia de derecho canónico, quisiera señalar hoy en particular la Instrucción Dignitas connubii, sobre el procedimiento que se ha de seguir en las causas de nulidad matrimonial. Con ella se quiso elaborar una especie de vademécum, que no sólo recoge las normas vigentes en esta materia, sino que también las enriquece con otras disposiciones, necesarias para la aplicación correcta de las primeras. La mayor contribución de esa Instrucción, que espero sea aplicada íntegramente por los agentes de los tribunales eclesiásticos, consiste en indicar en qué medida y de qué modo deben aplicarse en las causas de nulidad matrimonial las normas contenidas en los cánones relativos al juicio contencioso ordinario, cumpliendo las normas especiales dictadas para las causas sobre el estado de las personas y para las de bien público.
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Como sabéis bien, la atención prestada a los procesos de nulidad matrimonial trasciende cada vez más el ámbito de los especialistas. En efecto, las sentencias eclesiásticas en esta materia influyen en que muchos fieles puedan o no recibir la Comunión eucarística. Precisamente este aspecto, tan decisivo desde el punto de vista de la vida cristiana, explica por qué, durante el reciente Sínodo sobre la Eucaristía, muchas veces se hizo referencia al tema de la nulidad matrimonial.
A primera vista, podría parecer que la preocupación pastoral que se reflejó en los trabajos del Sínodo y el espíritu de las normas jurídicas recogidas en la Dignitas connubii son dos cosas profundamente diferentes, incluso casi contrapuestas. Por una parte, parecería que los padres sinodales invitaban a los tribunales eclesiásticos a esforzarse para que los fieles que no están casados canónicamente puedan regularizar cuanto antes su situación matrimonial y volver a participar en el banquete eucarístico. Por otra, en cambio, la legislación canónica y la reciente Instrucción parecerían poner límites a ese impulso pastoral, como si la preocupación principal fuera cumplir las formalidades jurídicas previstas, con el peligro de olvidar la finalidad pastoral del proceso.
Detrás de este planteamiento se oculta una supuesta contraposición entre derecho y pastoral en general. No pretendo afrontar ahora a fondo esta cuestión, ya tratada por Juan Pablo II en repetidas ocasiones, sobre todo en el discurso de 1990 a la Rota romana (cf. AAS 82 [1990] 872-877). En este primer encuentro con vosotros prefiero centrarme, más bien, en lo que representa el punto de encuentro fundamental entre derecho y pastoral: el amor a la verdad. Por lo demás, con esta afirmación me remito idealmente a lo que mi venerado predecesor os dijo precisamente en el discurso del año pasado (cf. AAS 97 [2005] 164-166).
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El proceso canónico de nulidad del matrimonio constituye esencialmente un instrumento para certificar la verdad sobre el vínculo conyugal. Por consiguiente, su finalidad constitutiva no es complicar inútilmente la vida a los fieles, ni mucho menos fomentar su espíritu contencioso, sino sólo prestar un servicio a la verdad. Por lo demás, la institución del proceso en general no es, de por sí, un medio para satisfacer un interés cualquiera, sino un instrumento cualificado para cumplir el deber de justicia de dar a cada uno lo suyo.
El proceso, precisamente en su estructura esencial, es una institución de justicia y de paz. En efecto, el proceso tiene como finalidad la declaración de la verdad por parte de un tercero imparcial, después de haber ofrecido a las partes las mismas oportunidades de aducir argumentaciones y pruebas dentro de un adecuado espacio de discusión. Normalmente, este intercambio de opiniones es necesario para que el juez pueda conocer la verdad y, en consecuencia, decidir la causa según la justicia. Así pues, todo sistema procesal debe tender a garantizar la objetividad, la tempestividad y la eficacia de las decisiones de los jueces.
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También en esta materia es de importancia fundamental la relación entre la razón y la fe. Si el proceso responde a la recta razón, no puede sorprender que la Iglesia haya adoptado la institución procesal para resolver cuestiones intraeclesiales de índole jurídica. Así se fue consolidando una tradición ya plurisecular, que se conserva hasta nuestros días en los tribunales eclesiásticos de todo el mundo. Además, conviene tener presente que el derecho canónico ha contribuido de modo muy notable, en la época del derecho clásico medieval, a perfeccionar la configuración de la misma institución procesal.
Su aplicación en la Iglesia atañe ante todo a los casos en los que, estando disponible la materia del pleito, las partes podrían llegar a un acuerdo que resolviera el litigio, pero por varios motivos eso no acontece. Al recurrir a un proceso para tratar de determinar lo que es justo, no se pretende acentuar los conflictos, sino hacerlos más humanos, encontrando soluciones objetivamente adecuadas a las exigencias de la justicia.
Naturalmente, esta solución por sí sola no basta, pues las personas necesitan amor, pero, cuando resulta inevitable, constituye un paso significativo en la dirección correcta. Además, los procesos pueden versar también sobre materias que exceden la capacidad de disponer de las partes, en la medida en que afectan a los derechos de toda la comunidad eclesial. Precisamente en este ámbito se sitúa el proceso para declarar la nulidad de un matrimonio: en efecto, el matrimonio, en su doble dimensión, natural y sacramental, no es un bien del que puedan disponer los cónyuges y, teniendo en cuenta su índole social y pública, tampoco es posible imaginar alguna forma de autodeclaración.
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En este punto, viene espontáneamente la segunda observación. En sentido estricto, ningún proceso es contra la otra parte, como si se tratara de infligirle un daño injusto. Su finalidad no es quitar un bien a nadie, sino establecer y defender la pertenencia de los bienes a las personas y a las instituciones. En la hipótesis de nulidad matrimonial, a esta consideración, que vale para todo proceso, se añade otra más específica. Aquí no hay algún bien sobre el que disputen las partes y que deba atribuirse a una o a otra. En cambio, el objeto del proceso es declarar la verdad sobre la validez o invalidez de un matrimonio concreto, es decir, sobre una realidad que funda la institución de la familia y que afecta en el máximo grado a la Iglesia y a la sociedad civil.
En consecuencia, se puede afirmar que en este tipo de procesos el destinatario de la solicitud de declaración es la Iglesia misma. Teniendo en cuenta la natural presunción de validez del matrimonio formalmente contraído, mi predecesor Benedicto XIV, insigne canonista, ideó e hizo obligatoria la participación del defensor del vínculo en dichos procesos (cf. const. ap. Dei miseratione, 3 de noviembre de 1741). De ese modo se garantiza más la dialéctica procesal, orientada a certificar la verdad.
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El criterio de la búsqueda de la verdad, del mismo modo que nos guía a comprender la dialéctica del proceso, puede servirnos también para captar el otro aspecto de la cuestión: su valor pastoral, que no puede separarse del amor a la verdad. En efecto, puede suceder que la caridad pastoral a veces esté contaminada por actitudes de complacencia con respecto a las personas. Estas actitudes pueden parecer pastorales, pero en realidad no responden al bien de las personas y de la misma comunidad eclesial. Evitando la confrontación con la verdad que salva, pueden incluso resultar contraproducentes en relación con el encuentro salvífico de cada uno con Cristo. El principio de la indisolubilidad del matrimonio, reafirmado por Juan Pablo II con fuerza en esta sede (cf. los discursos del 21 de enero de 2000, en AAS 92 [2000] 350-355, y del 28 de enero de 2002, en AAS 94 [2002] 340-346), pertenece a la integridad del misterio cristiano.
Hoy constatamos, por desgracia, que esta verdad se ve a veces oscurecida en la conciencia de los cristianos y de las personas de buena voluntad. Precisamente por este motivo es engañoso el servicio que se puede prestar a los fieles y a los cónyuges no cristianos en dificultad fortaleciendo en ellos, tal vez sólo implícitamente, la tendencia a olvidar la indisolubilidad de su unión. De ese modo, la posible intervención de la institución eclesiástica en las causas de nulidad corre el peligro de presentarse como mera constatación de un fracaso.
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Con todo, la verdad buscada en los procesos de nulidad matrimonial no es una verdad abstracta, separada del bien de las personas. Es una verdad que se integra en el itinerario humano y cristiano de todo fiel. Por tanto, es muy importante que su declaración se produzca en tiempos razonables. Ciertamente, la divina Providencia sabe sacar bien del mal, incluso cuando las instituciones eclesiásticas descuidaran su deber o cometieran errores. Pero es una obligación grave hacer que la actuación institucional de la Iglesia en los tribunales sea cada vez más cercana a los fieles.
Además, la sensibilidad pastoral debe llevar a esforzarse por prevenir las nulidades matrimoniales cuando se admite a los novios al matrimonio y a procurar que los cónyuges resuelvan sus posibles problemas y encuentren el camino de la reconciliación. Sin embargo, la misma sensibilidad pastoral ante las situaciones reales de las personas debe llevar a salvaguardar la verdad y a aplicar las normas previstas para protegerla en el proceso.
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Deseo que estas reflexiones ayuden a hacer comprender mejor que el amor a la verdad une la institución del proceso canónico de nulidad matrimonial y el auténtico sentido pastoral que debe animar esos procesos. En esta clave de lectura, la Instrucción Dignitas connubii y las preocupaciones que emergieron en el último Sínodo resultan totalmente convergentes. Amadísimos hermanos, realizar esta armonía es la tarea ardua y fascinante por cuyo discreto cumplimiento la comunidad eclesial os está muy agradecida. Con el cordial deseo de que vuestra actividad judicial contribuya al bien de todos los que se dirigen a vosotros y los favorezca en el encuentro personal con la Verdad, que es Cristo, os bendigo con gratitud y afecto.
[Insegnamenti BXVI, II/1 (2006), 126-130]
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E passato quasi un anno dallultimo incontro del vostro Tribunale con il mio amato predecessore Giovanni Paolo II. Fu lultimo di una lunga serie. Dellimmensa eredità che egli ci ha lasciato anche in materia di diritto canonico, vorrei oggi particolarmente segnalare lIstruzione Dignitas connubii, sulla procedura da seguire nelle cause di nullità matrimoniale. Con essa si è inteso stendere una sorta di vademecum, che non solo raccoglie le norme vigenti in questa materia, ma le arricchisce con ulteriori disposizioni, necessarie per la corretta applicazione delle prime. Il maggior contributo di questa Istruzione, che auspico venga applicata integralmente dagli operatori dei tribunali ecclesiastici, consiste nellindicare in che misura e modo devono essere applicate nelle cause di nullità matrimoniale le norme contenute nei canoni relativi al giudizio contenzioso ordinario, in osservanza delle norme speciali dettate per le cause sullo stato delle persone e per quelle di bene pubblico.
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Come ben sapete, lattenzione dedicata ai processi di nullità matrimoniale trascende sempre più lambito degli specialisti. Le sentenze ecclesiastiche in questa materia, infatti, incidono sulla possibilità o meno di ricevere la Comunione eucaristica da parte di non pochi fedeli. Proprio questaspetto, così decisivo dal punto di vista della vita cristiana, spiega perché largomento della nullità matrimoniale sia emerso ripetutamente anche durante il recente Sinodo sullEucaristia.
Potrebbe sembrare a prima vista che la preoccupazione pastorale riflessa nei lavori del Sinodo e lo spirito delle norme giuridiche raccolte nella Dignitas connubii divergano profondamente tra di loro, fin quasi a contrapporsi. Da una parte, parrebbe che i Padri sinodali abbiano invitato i tribunali ecclesiastici ad adoperarsi affinché i fedeli non canonicamente sposati possano al più presto regolarizzare la loro situazione matrimoniale e riaccostarsi al banchetto eucaristico. Dallaltra parte, invece, la legislazione canonica e la recente Istruzione sembrerebbero, invece, porre dei limiti a tale spinta pastorale, come se la preoccupazione principale fosse quella di espletare le formalità giuridiche previste, con il rischio di dimenticare la finalità pastorale del processo.
Dietro a questa impostazione si cela una pretesa contrapposizione tra diritto e pastorale in genere. Non intendo ora riprendere approfonditamente la questione, già trattata da Giovanni Paolo II a più riprese, soprattutto nellallocuzione alla Rota Romana del 1990 (cfr AAS, 82 [1990], pp. 872-877). In questo primo incontro con voi preferisco concentrarmi piuttosto su ciò che rappresenta il fondamentale punto di incontro tra diritto e pastorale: lamore per la verità. Con questa affermazione, peraltro, mi ricollego idealmente a quanto lo stesso mio venerato Predecessore vi ha detto, proprio nellallocuzione dellanno scorso (cfr AAS, 97 [2005], pp. 164-166).
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Il processo canonico di nullità del matrimonio costituisce essenzialmente uno strumento per accertare la verità sul vincolo coniugale. Il suo scopo costitutivo non è quindi di complicare inutilmente la vita ai fedeli né tanto meno di esacerbarne la litigiosità, ma solo di rendere un servizio alla verità. Listituto del processo in generale, del resto, non è di per sé un mezzo per soddisfare un interesse qualsiasi, bensì uno strumento qualificato per ottemperare al dovere di giustizia di dare a ciascuno il suo.
Il processo, proprio nella sua struttura essenziale, è istituto di giustizia e di pace. In effetti, lo scopo del processo è la dichiarazione della verità da parte di un terzo imparziale, dopo che è stata offerta alle parti pari opportunità di addurre argomentazioni e prove entro un adeguato spazio di discussione. Questo scambio di pareri è normalmente necessario, affinché il giudice possa conoscere la verità e, di conseguenza, decidere la causa secondo giustizia. Ogni sistema processuale deve tendere, quindi, ad assicurare loggettività, la tempestività e lefficacia delle decisioni dei giudici.
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Di fondamentale importanza, anche in questa materia, è il rapporto tra ragione e fede. Se il processo risponde alla retta ragione, non può meravigliare il fatto che la Chiesa abbia adottato listituto processuale per risolvere questioni intraecclesiali dindole giuridica. Si è andata consolidando così una tradizione ormai plurisecolare, che si conserva fino ai giorni nostri nei tribunali ecclesiastici di tutto il mondo. Conviene tener presente, inoltre, che il diritto canonico ha contribuito in maniera assai rilevante, allepoca del diritto classico medioevale, a perfezionare la configurazione dello stesso istituto processuale.
La sua applicazione nella Chiesa concerne anzitutto i casi in cui, essendo la materia del contendere disponibile, le parti potrebbero raggiungere un accordo che risolverebbe la lite, ma per vari motivi ciò non avviene. Il ricorso alla via processuale, nel cercare di determinare ciò che è giusto, non solo non mira ad acuire i conflitti, ma a renderli più umani, trovando soluzioni oggettivamente adeguate alle esigenze della giustizia.
Naturalmente questa soluzione da sola non basta, poiché le persone hanno bisogno di amore, ma, quando risulta inevitabile, rappresenta un passo significativo nella giusta direzione. I processi, poi, possono vertere anche su materie che esulano dalla capacità di disporre delle parti, nella misura in cui interessano i diritti dellintera comunità ecclesiale. Proprio in questo ambito si pone il processo dichiarativo della nullità di un matrimonio: il matrimonio infatti, nella sua duplice dimensione naturale e sacramentale, non è un bene disponibile da parte dei coniugi né, attesa la sua indole sociale e pubblica, è possibile ipotizzare una qualche forma di autodichiarazione.
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A questo punto viene da sé la seconda osservazione. Nessun processo è a rigore contro laltra parte, come se si trattasse di infliggerle un danno ingiusto. Lobiettivo non è di togliere un bene a nessuno, bensì di stabilire e tutelare lappartenenza dei beni alle persone e alle istituzioni. Aquesta considerazione, valida per ogni processo, nellipotesi di nullità matrimoniale se ne aggiunge unaltra più specifica. Qui non vi è alcun bene conteso tra le parti, che debba essere attribuito alluna o allaltra. Loggetto del processo è invece dichiarare la verità circa la validità o linvalidità di un concreto matrimonio, vale a dire circa una realtà che fonda listituto della famiglia e che interessa in massima misura la Chiesa e la società civile.
Di conseguenza si può affermare che in questo genere di processi il destinatario della richiesta di dichiarazione è la Chiesa stessa. Attesa la naturale presunzione di validità del matrimonio formalmente contratto, il mio predecessore, Benedetto XIV, insigne canonista, ideò e rese obbligatoria la partecipazione del difensore del vincolo a detti processi (cfr Cost. ap. Dei miseratione, 3 novembre 1741). In tal modo viene garantita maggiormente la dialettica processuale, volta ad accertare la verità.
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Il criterio della ricerca della verità, come ci guida a comprendere la dialettica del processo, così può servirci per cogliere laltro aspetto della questione: il suo valore pastorale, che non può essere separato dallamore alla verità. Può avvenire infatti che la carità pastorale sia a volte contaminata da atteggiamenti compiacenti verso le persone. Questi atteggiamenti possono sembrare pastorali, ma in realtà non rispondono al bene delle persone e della stessa comunità ecclesiale; evitando il confronto con la verità che salva, essi possono addirittura risultare controproducenti rispetto allincontro salvifico di ognuno con Cristo. Il principio dellindissolubilità del matrimonio, riaffermato da Giovanni Paolo II con forza in questa sede (cfr i discorsi del 21 gennaio 2000, in AAS, 92 [2000], pp. 350-355; e del 28 gennaio 2002, in AAS, 94 [2002], pp. 340-346), appartiene allintegrità del mistero cristiano.
Oggi purtroppo ci è dato di constatare che questa verità è talvolta oscurata nella coscienza dei cristiani e delle persone di buona volontà. Proprio per questo motivo è ingannevole il servizio che si può offrire ai fedeli e ai coniugi non cristiani in difficoltà rafforzando in loro, magari solo implicitamente, la tendenza a dimenticare lindissolubilità della propria unione. In tal modo, leventuale intervento dellistituzione ecclesiastica nelle cause di nullità rischia di apparire quale mera presa datto di un fallimento.
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La verità cercata nei processi di nullità matrimoniale non è tuttavia una verità astratta, avulsa dal bene delle persone. È una verità che si integra nellitinerario umano e cristiano di ogni fedele. È pertanto assai importante che la sua dichiarazione arrivi in tempi ragionevoli. La Provvidenza divina sa certo trarre il bene dal male, anche quando le istituzioni ecclesiastiche trascurassero il loro dovere o commettessero degli errori. Ma è un obbligo grave quello di rendere loperato istituzionale della Chiesa nei tribunali sempre più vicino ai fedeli.
Inoltre, la sensibilità pastorale deve portare a cercare di prevenire le nullità matrimoniali in sede di ammissione alle nozze e ad adoperarsi affinché i coniugi risolvano i loro eventuali problemi e trovino la via della riconciliazione. La stessa sensibilità pastorale dinanzi alle situazioni reali delle persone deve però portare a salvaguardare la verità e ad applicare le norme previste per tutelarla nel processo.
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Mi auguro che queste riflessioni giovino a far comprendere meglio come lamore alla verità raccordi listituzione del processo canonico di nullità matrimoniale con lautentico senso pastorale che deve animare tali processi. In questa chiave di lettura, lIstruzione Dignitas connubii e le preoccupazioni emerse nellultimo Sinodo si rivelano del tutto convergenti. Carissimi, attuare questarmonia è il compito arduo ed affascinante per il cui discreto svolgimento la comunità ecclesiale vi è tanto grata. Con il cordiale auspicio che la vostra attività giudiziale contribuisca al bene di tutti coloro che si rivolgono a voi e li favorisca nellincontro personale con la Verità che è Cristo, con riconoscenza ed affetto vi benedico.