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[2190] • BENEDICTO XVI (2005- • LA DIFERENCIACIÓN VARÓN-MUJER, BIEN PARA LA PERSONA Y LA SOCIEDAD

Del Discurso Con vero piacere accolgo, a los participantes en un Congreso internacional en el XX Aniversario de la Carta Apostólica Mulieris Dignitatem, 9 de febrero de 2008

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[2.] El tema sobre el que estáis reflexionando es de gran actualidad: desde la segunda mitad del siglo XX hasta hoy, el movimiento de valoración de la mujer en los diversos ámbitos de la vida social ha suscitado innumerables reflexiones y debates, y ha visto multiplicarse muchas iniciativas que la Iglesia católica ha seguido y a menudo acompañado con atento interés. La relación hombre-mujer en su respectiva especificidad, reciprocidad y complementariedad constituye sin duda alguna un punto central de la “cuestión antropológica”, tan decisiva para la cultura contemporánea y en definitiva para toda cultura. Numerosas son las intervenciones y los documentos pontificios que han abordado la realidad emergente de la cuestión femenina. Me limito a recordar los de mi amado predecesor Juan Pablo II, el cual, en junio de 1995, escribió una Carta a las mujeres, y el 15 de agosto de 1988, hace exactamente veinte años, publicó la carta apostólica Mulieris dignitatem. Este texto sobre la vocación y dignidad de la mujer, de gran riqueza teológica, espiritual y cultural, inspiró a su vez la Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo, de la Congregación para la doctrina de la fe.

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[3.] En la Mulieris dignitatem, Juan Pablo II profundizó las verdades antropológicas fundamentales del hombre y de la mujer, la igualdad en dignidad y la unidad de los dos, la diversidad arraigada y profunda entre lo masculino y lo femenino, y su vocación a la reciprocidad y a la complementariedad, a la colaboración y a la comunión (cf. n. 6). Esta unidad-dual del hombre y de la mujer se basa en el fundamento de la dignidad de toda persona, creada a imagen y semejanza de Dios, el cual “varón y mujer los creó” (Gn 1, 27), evitando tanto una uniformidad indistinta y una igualdad estática y empobrecedora, como una diferencia abismal y conflictiva (cf. Juan Pablo II, Carta a las mujeres, 8). Esta unidad dual lleva consigo, inscrita en los cuerpos y en las almas, la relación con el otro, el amor al otro y la comunión interpersonal, que indica “que en la creación del hombre se ha inscrito también una cierta semejanza con la comunión divina” (n. 7). Por tanto, cuando el hombre o la mujer pretenden ser autónomos y totalmente auto-suficientes, corren el riesgo de encerrarse en una autorrealización que considera como conquista de libertad la superación de todo vínculo natural, social o religioso, pero que, de hecho, los reduce a una soledad agobiante. Para favorecer y sostener la promoción real de la mujer y del hombre, no se puede menos de tener en cuenta esta realidad.

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[4.] Ciertamente, se necesita una renovada investigación antropológica que, basándose en la gran tradición cristiana, incorpore los nuevos progresos de la ciencia y el dato de las actuales sensibilidades culturales, contribuyendo de este modo a profundizar no sólo la identidad femenina, sino también la masculina, también ella a menudo objeto de reflexiones parciales e ideológicas. Ante corrientes culturales y políticas que tratan de eliminar o, al menos, ofuscar y confundir las diferencias sexuales inscritas en la naturaleza humana, considerándolas una construcción cultural, es necesario recordar el designio de Dios, que ha creado el ser humano varón y mujer, con una unidad y al mismo tiempo con una diferencia originaria y complementaria. La naturaleza humana y la dimensión cultural se integran en un proceso amplio y complejo, que constituye la formación de la propia identidad, en la que ambas dimensiones, la femenina y la masculina, se corresponden y se completan.

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[5.] Al inaugurar los trabajos de la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe, en mayo del año pasado en Brasil, recordé que aún persiste una mentalidad machista, que ignora la novedad del cristianismo, el cual reconoce y proclama la igual dignidad y responsabilidad de la mujer con respecto al hombre. Hay lugares y culturas donde la mujer es discriminada o subestimada por el solo hecho de ser mujer, donde se recurre incluso a argumentos religiosos y a presiones familiares, sociales y culturales para sostener la desigualdad de los sexos, donde se perpetran actos de violencia contra la mujer, convirtiéndola en objeto de maltratos y de explotación en la publicidad y en la industria del consumo y de la diversión. Ante fenómenos tan graves y persistentes, es más urgente aún el compromiso de los cristianos de hacerse por doquier promotores de una cultura que reconozca a la mujer, en el derecho y en la realidad de los hechos, la dignidad que le compete.

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[6.] Dios confía a la mujer y al hombre, según sus peculiaridades propias, una específica vocación y misión en la Iglesia y en el mundo. Pienso aquí en la familia, comunidad de amor abierto a la vida, célula fundamental de la sociedad. En ella la mujer y el hombre, gracias al don de la maternidad y de la paternidad, desempeñan juntos un papel insustituible con respecto a la vida. Desde su concepción, los hijos tienen el derecho de poder contar con el padre y con la madre, que los cuiden y los acompañen en su crecimiento. Por su parte, el Estado debe apoyar con adecuadas políticas sociales todo lo que promueve la estabilidad y la unidad del matrimonio, la dignidad y la responsabilidad de los esposos, su derecho y su tarea insustituible de educadores de los hijos. Además, es necesario que también la mujer tenga la posibilidad de colaborar en la construcción de la sociedad, valorando su típico “genio femenino”.

 

© Javier Escrivá-Ivars y Augusto Sarmiento. Universidad de Navarra