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Magisterio sobre amor, matrimonio y familia <br /> <b>Warning</b>: Undefined variable $titulo in <b>/var/www/vhosts/enchiridionfamiliae.com/httpdocs/cabecera.php</b> on line <b>29</b><br />
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[0259] • LEÓN XIII, 1878-1903 • EDUCACIÓN E INSTRUCCIÓN RELIGIOSA EN LAS FAMILIAS

De la Carta In mezzo –sobre la enseñanza religiosa en las familias–, al Cardenal La Valleta, Vicario General de Roma, 26 junio 1878

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[2.–] Y aquí, desde el principio, en virtud de Nuestro ministerio pastoral, Nos es preciso recordar a todo católico el deber gravísimo que por ley natural y divina le incumbe de instruir a sus hijos en las verdades sobrenaturales de la fe, y la obligación que en una ciudad católica recae sobre los que la gobiernan respecto a facilitar y promover su cumplimiento.

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[4.–] Y esto lo exige además la naturaleza del niño y la entera situación especial en que vivimos. No se puede de ninguna manera volver a hacer sobre el niño el juicio de Salomón y dividir, de un tajo irracional y cruel, entre su inteligencia y su voluntad: mientras nos ponemos a cultivar la primera, es menester también preparar la segunda para que consiga los hábitos virtuosos y el fin último. Quien descuida la educación de la voluntad, concentrando todos los esfuerzos en el cultivo de la mente, llega a hacer de la instrucción un arma peligrosa en mano de los malvados. Hay argumentos de la inteligencia que se añaden a la mala voluntad y frecuentemente se imponen a la fuerza, contra los que ya no hay remedio.

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[5.–] El asunto se muestra tan claro, que lo reconocerán, si bien al precio de contradecirse, los mismos que quieren excluir de la escuela la enseñanza religiosa: éstos no limitan sus esfuerzos a la inteligencia, sino que los extienden a la voluntad, haciendo enseñar en las escuelas una ética que llaman civil y natural y preparan a la juventud para que adquiera virtudes sociales y cívicas. Pero, aparte de que una moral de esa clase no puede conducir al hombre a su fin más alto, al que ha sido destinado por la divina Bondad en la visión beatífica de Dios, tampoco tiene fuerza suficiente para educar el ánimo del niño en la virtud y mantenerlo firme en el bien, ni responde a las necesidades verdaderamente sentidas por el hombre –que es un “animal” religioso y también un “animal” social–, y consiguientemente ningún progreso de la ciencia podrá arrancarle nunca del alma las raíces profundísimas de la religión y fe. ¿Por qué, pues, para educar en la virtud el corazón de los jóvenes, no valerse del Catecismo católico en el que se encuentran las semillas más fecundas y el modo más perfecto de una santa educación?

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[6.–] La enseñanza del Catecismo ennoblece y ensalza al hombre en el concepto de sí mismo, conduciéndolo a respetarse siempre en su persona y en la de los demás. Es una gran desgracia que quienes legislan que se quite el Catecismo de la escuela, hayan olvidado o no consideren lo que ellos mismos aprendieron del Catecismo en su edad infantil. Si lo recordasen, les sería muy fácil entender y enseñar al niño lo siguiente: que salió de las manos de Dios, como fruto del amor que Él libremente puso, y que todo cuanto se ve ha sido ordenado para el hombre que es rey y señor de lo creado; que es tan grande y vale tanto, que el Hijo Eterno de Dios no consideró indigno hacerse hombre para rescatarle; que su frente fue lavada con la sangre del Hombre-Dios en el bautismo; que su vida espiritual se alimenta de la carne del Cordero divino; que el Espíritu Santo, que habita en él como en un templo vivo, le infunde una vida y virtudes enteramente divinas. Lo que es lo mismo que proporcionarle unas ayudas eficacísimas para custodiar la condición gloriosa de hijo de Dios y honrarla con una conducta virtuosa. Comprenderían también que es lícito esperar grandes cosas de un niño que en la enseñanza del Catecismo aprende que está destinado a un altísimo fin: la visión y el amor de Dios; que se ha dado cuenta que debe vigilar siempre sobre sí mismo y que está confortado con toda clase de auxilios para mantenerse firme en la guerra que le hacen sus implacables enemigos; que ha sido adiestrado para ser dócil y obediente, aprendiendo a venerar en sus padres la imagen del Padre que está en los cielos, y en el que gobierna la autoridad que viene de Dios, de quien toma su razón de ser y su majestad; que le han enseñado a respetar en sus hermanos los hombres la semejanza divina que brilla también sobre su misma frente, y a reconocer, bajo las miserables apariencias del pobre, al mismo Redentor; que está libre de dudas e incertidumbres gracias al Magisterio católico, cuyos títulos de infalibilidad y autenticidad lleva esculpidos en su origen divino, en el hecho prodigioso de su establecimiento en la tierra, en los abundantes frutos tan dulces y saludables que de ahí derivan. Finalmente entenderían que la moral católica, protegida por el temor del castigo y por la esperanza cierta de premios tan altos, no corre la misma suerte que aquella ética civil que quisiera sustituir a la religiosa; ni habrían tomado la funesta resolución de privar a la presente generación de tantas y tan preciosas ventajas al prohibir en las escuelas la enseñanza del Catecismo.

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[7.–] Y decimos prohibir, puesto que la iniciativa tomada de dar instrucción religiosa solamente a aquellos niños cuyos padres lo pidan expresamente, es totalmente ilusoria. No se llega a comprender cómo los autores de esa desventurada disposición no se dan cuenta de la mala impresión que produce en la mente del niño el hecho de colocar la enseñanza religiosa en condiciones diversas de las otras. El niño, que para ser estimulado a un estudio diligente, tiene necesidad de conocer la importancia y necesidad de lo que le es enseñado, ¿qué empeño va a poner en aprender algo hacia lo que la autoridad de la escuela se muestra fría y hostil, tolerándolo de mala gana? Y además, si hubiera padres (que no es difícil encontrar) que, por maldad o mucho más por ignorancia y negligencia, no pidieran para sus hijos el beneficio de la instrucción religiosa, quedaría una gran parte de la juventud privada de las enseñanzas más saludables, con gran daño no sólo para sus inocentes almas sino para la misma sociedad civil. Estando así las cosas ¿no sería un deber para quien dirige la escuela remediar la malicia o abandono de los otros? Esperando ventajas sin duda menos importantes, se pensó hace poco obligar por ley a la instrucción elemental, obligando, incluso con multas a los padres, a enviar a sus hijos a la escuela. ¿Y ahora, cómo se podría tener valor para suprimir la instrucción religiosa, que indudablemente es la garantía más sólida para dar un sentido prudente y virtuoso a la vida? ¿No es una crueldad pretender que estos niños crezcan sin ideas y sentimientos religiosos hasta que sobrevenga la ardorosa adolescencia y se encuentren, de cara a las violentas y lisonjeras pasiones, desarmados, desprovistos de todo freno, con la certeza de ser arrastrados por los resbaladizos senderos del delito? Es una pena para Nuestro corazón paterno ver las lamentables consecuencias de esta desconsiderada deliberación; y Nuestra pena crece, considerando que hoy son más fuertes y numerosas que nunca las provocaciones para toda clase de vicios.

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[8.–][...] Intente, según se hace ya con fruto en alguna iglesia, que laicos virtuosos y caritativos, bajo la vigilancia de uno o más sacerdotes, ayuden en la enseñanza del catecismo a los niños; y procure que se les exhorte a los padres por los respectivos Párrocos que les envíen a sus hijos, y que se les recuerde también el deber, que incumbe a todos, de exigir en las escuelas la instrucción religiosa para sus propios hijos.