[0419] • PÍO XII, 1939-1958 • RESPONSABILIDAD DEL PADRE EN LA VIDA FAMILIAR
De la Alocución Non meravigliatevi, a unos recién casados, 8 abril 1942
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[2.–] Acaso, oh esposas, al leer las palabras por Nos recientemente pronunciadas sobre la responsabilidad de la mujer en el hogar doméstico, habréis pensado en vuestro interior que esta responsabilidad no alcanza solamente a las esposas, sino que es recíproca y concierne no menos al marido que a la mujer. Y a vuestro pensamiento habrá vuelto la imagen de más de una mujer, que conocéis o de la que habéis oído hablar, mujer y esposa ejemplar, consagrada al cuidado de la familia hasta más allá de sus fuerzas, pero que, después de muchos años de vida común, se encuentra todavía ante el egoísmo indiferente, grosero y acaso aun violento del marido, egoísmo que lejos de disminuir, ha ido creciendo con la edad. [...]
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[3.–] I. La responsabilidad del hombre ante la mujer y los hijos, nace, en primer lugar, de los deberes para con su vida, en los cuales está ordinariamente envuelta su profesión, su arte o su oficio. Él debe procurar, con su trabajo profesional, a los suyos una casa y el alimento cotidiano, los medios necesarios para un sustento seguro y para un conveniente vestir. Su familia tiene que sentirse feliz y tranquila bajo la protección que le ofrece y da, con pensamiento previsor, la fecunda actividad de la mano del hombre.
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[4.–] En bien diversas condiciones está el hombre sin familia del que tiene mujer e hijos a quienes proveer. Él tiene a veces ante sí empresas peligrosas que le incitan con la esperanza de grandes ganancias, pero que fácilmente conducen a la ruina por senderos insospechados. Los sueños de fortuna muchas veces engañan al pensamiento más de lo que apagan los deseos; la moderación del corazón y de los sueños es una virtud que nunca perjudica, porque es hija de la prudencia. Por eso el hombre casado, aunque no haya otras dificultades de orden moral, no debe pasar los límites debidos; límites impuestos por la obligación que tiene de no exponer, sin motivos gravísimos, a un peligro, la segura, tranquila y necesaria subsistencia de la mujer e hijos, que ya están en el mundo o se esperan todavía. Otra cosa sería si, sin culpa ni cooperación suya, circunstancias independientes de su voluntad y de su poder pusiesen en peligro la felicidad de la familia, como suele suceder en las épocas de grandes trastornos políticos o sociales que, derramándose por el mundo traen a millones de casas las tristes olas del ansia, de la miseria y de la muerte. Por eso siempre conviene que él, al hacer o al abstenerse, al emprender o al atreverse, se pregunte a sí mismo: ¿Puedo yo cargar con esta responsabilidad ante mi familia?
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[5.–] Pero el hombre casado está atado con vínculos no sólo para con la familia, sino también para con la sociedad. Son vínculos para él la fidelidad en el ejercicio de la profesión, del arte o del oficio; la confianza, sobre la que sus superiores puedan incondicionalmente apoyarse; la corrección e integridad en la conducta y en la acción, que le procuren la confianza de los que le tratan; vínculos que ciertamente son eminentes virtudes sociales. Y tales hermosas virtudes, ¿no constituyen el antemuro de la defensa de la felicidad doméstica, de la pacífica existencia de la familia, cuya seguridad, según la ley de Dios, es el primer deber de un padre cristiano?
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[6.–] Podríamos añadir, ya que es honor y honra de la mujer la pública virtud y estima del marido, que el hombre, por consideración a ella, debe procurar sobresalir y señalarse entre sus iguales, en la propia profesión. Toda mujer, en general desea poder estar orgullosa del compañero de su vida. ¿No es, pues, de alabar el marido que, por noble sentimiento y afecto hacia la mujer, se esfuerza por hacer lo mejor que puede su oficio y, en cuanto puede, cumplir algo notable y más grato?
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[7.–] II. Pero si el elevarse digna y honestamente el hombre, por su profesión o por su trabajo, en la sociedad, honra y consuela a la mujer y a los hijos, ya que honor de los hijos son sus padres (1), el hombre no debe tampoco olvidar cuánto ayuda a la felicidad de la convivencia doméstica el que guarde y demuestre siempre, tanto en su interior como en su modo exterior y en sus palabras, respeto y estima a su mujer, madre de sus hijos. La mujer no es solamente el sol, también el santuario de la familia, el refugio de las lágrimas de los pequeños, la guía de los pasos de los mayorcitos, el consuelo en los afanes, la tranquilidad en las dudas, la confianza en su porvenir. Dueña de la dulzura, es también ama de la casa. Por vuestro aspecto, por vuestra actitud, por vuestras miradas, por vuestros labios, por vuestra voz, por vuestro saludo distingan, sientan y vean los hijos y los criados la consideración, ¡oh jefes de familia!, que tenéis a vuestra esposa. No suceda jamás que, como suele decirse las parejas de casados se distingan de las de no casados, por los modales indiferentes, menos atentos o del todo descorteses o groseros con que el hombre trata a su mujer. No; la conducta toda del hombre para con la mujer no debe nunca estar sin aquel carácter de natural, noble y digna atención y cordialidad que dice bien en los hombres de temperamento íntegro y de ánimo temeroso de Dios; en hombres que, con su entendimiento, saben ponderar el valor inestimable que los modales virtuosos y amables entre los cónyuges tienen para la educación de la prole. Es poderoso el ejemplo de los padres para con los hijos; él es para ellos un vigoroso y vivo estímulo para mirar a la madre y al mismo padre con respeto, veneración y amor.
1. Prov. XVII, 6.
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[8.–] III. Pero la cooperación del hombre para la felicidad del hogar doméstico no puede detenerse ni restringirse al respeto y consideración para la compañera de su vida: debe ir más allá hasta ver, apreciar y reconocer el trabajo y los esfuerzos de la que, con silencio y asiduidad, se dedica a hacer más confortable, más grata y más alegre la habitación común. Con qué amoroso cuidado aquella joven esposa ha dispuesto todo para festejar, tan alegremente como se lo permiten las circunstancias, el aniversario del día en que ella, ante el altar, se ha unido a aquél que debía resultar el compañero de su vida y de su felicidad y que en este momento está para volver a casa de la oficina o del taller. Mirad aquella mesa: la embellecen y la alegran flores delicadas. La comida ha sido preparada por ella con todo cuidado; ha escogido lo mejor que tiene, lo que más le gusta a él. Pero he aquí que el hombre, cansado por las largas horas de trabajo, acaso más penoso de lo ordinario, abatido por contrariedades imprevistas, vuelve, más tarde que otras veces, sombrío y preocupado con otros pensamientos: las palabras, alegres y afectuosas que le acogen, caen en el vacío y le dejan mudo; en la mesa, con tanto amor preparada, no cae en la cuenta de nada; sólo mira y observa que aquel plato, aun habiendo sido tan bien preparado para agradarle, ha estado demasiado sobre el fuego y se lamenta, sin pensar que la razón no es otra que su retraso y la larga espera. Come de prisa, porque debe, como él dice, salir enseguida. Y apenas ha acabado, la joven esposa, que había soñado con la alegría de una dulce tarde pasada juntos, llena toda de recuerdos renovados, se encuentra sola en las habitaciones desiertas y necesita toda su fe y todo su valor para retener el flujo de las lágrimas que quieren asomarse a los ojos.
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[9.–] Alguna escena semejante es raro que falte en el curso de la vida. Un principio, proclamado por el gran filósofo Aristóteles (1[2]) dice que, como cada uno es en sí mismo, tal le aparece el fin del obrar; en otros términos, que las cosas parecen al hombre convenientes o no según sus disposiciones naturales y las pasiones de que es movido (2[3]), y vosotros veis de qué manera las pasiones aun inocentes, los negocios y los sucesos, lo mismo que los afectos, hacen cambiar ideas y tendencias, olvidar conveniencias y atenciones debidas, rehusar y descuidar amabilidades y gustos. Sin duda, el marido podrá achacarlo al pesado trabajo de una jornada de fatiga intensa, más desagradable todavía por los disgustos y los fastidios. Pero, ¿cree o piensa él que su mujer no siente o experimenta nunca cansancio ni halla molestias? El amor verdadero y profundo en el uno y en el otro deberá ser y mostrarse más fuerte que el cansancio y el fastidio, más fuerte que los cambios del tiempo y de las estaciones, más fuerte que las alteraciones de los humores personales y las desgracias imprevistas. Conviene dominarse a sí mismo no menos que a los acontecimientos exteriores, sin ceder y sin abandonarse a ellos. Conviene saber hallar en la fuente del amor recíproco la sonrisa, la gratitud, la estima de los afectos y de las cortesías, el dar alegría a quien os da pena. Cuando, pues, hombres, os halléis en casa, donde la conversación y el reposo conceden descanso a vuestras fuerzas, no seáis fáciles en ver y buscar los defectos pequeños, inevitables en toda cosa humana; fijaos más bien en todo lo bueno, poco o mucho, que se os ofrece como fruto de penosos esfuerzos, de cuidadosas vigilias, de afectuosas intuiciones femeninas, para hacer de vuestro hogar, aunque sea modesto, un pequeño paraíso de felicidad y de alegría.
No os conforméis con considerar bien tan grande y amarle sólo en el fondo de vuestro pensamiento y vuestro corazón, no: hacedlo notar y oír abiertamente también a aquélla que no ha ahorrado ningún trabajo para procurároslo y cuya mejor y más dulce recompensa será aquella sonrisa amable, aquella mirada atenta y complaciente, aquella palabra graciosa que le harán comprender toda vuestra gratitud.
1[2]. Ethica Nichomachea, l. III, c. VII. Ed. Lips. 1912, 55.
2[3]. S. Th. I. q. 83 a.l; Ia IIae q. 9 a. 2.
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[10.–] [...] Ahora, la bendición apostólica que os vamos a dar, amados recién casados, mientras deseamos que se extienda a todos los que nos escuchan, y a sus personas amadas, pretendemos que descienda hoy de modo especial sobre los hombres, que no sólo en el gobierno de la familia y en su sustento llevan un peso a veces tan grave, sino que además tienen y conocen para con la sociedad y el bien público, especialmente en esta hora de grandes pruebas, obligaciones y deberes que muchas veces les arrastran lejos del hogar doméstico entre molestias y sacrificios, y en el cumplimiento de aquel heroísmo se unen con aquel mutuo amor que la lejanía no mengua, sino que reanima y exalta en una más sublime palpitación de fe y de virtud.
[FC, 264-268]
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[2.–] Forse, o spose, nel leggere le parole da Noi pronunciate recentemente sulla responsabilità della donna nella felicità del focolare domestico, avete detto in cuor vostro che tale responsabilità non spetta soltanto ad essa, ma è reciproca e concerne non meno il marito che la moglie. E al vostro pensiero sarà allora tornata l’immagine di più di una donna, che conoscete o di cui avete sentito parlare, donna e sposa esemplare, dedita alle cure della famiglia fin sopra le forze, ma che, dopo parecchi anni di vita comune, si trova ancora dinanzi all’egoismo indifferente, sgarbato, forse anche violento, del marito, egoismo il quale, non che diminuire, è andato crescendo con l’età. [...]
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[3.–] 1. La responsabilità dell’uomo di fronte alla donna e ai figli nasce in primo luogo dai doveri verso la loro vita, nei quali è per lo più implicata la sua professione, la sua arte o il suo mestiere. Col lavoro professionale egli deve procurare ai suoi una casa e il vitto quotidiano, i mezzi necessari per un sicuro sostentamento e per un conveniente vestire. La sua famiglia ha da sentirsi felice e tranquilla sotto la protezione, che le offre e dona con previdente pensiero, l’operosa attività della mano dell’uomo.
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[4.–] In condizioni ben diversa è l’uomo senza familia da quello che ha moglie e figli, a cui deve provvedere. Egli ha talvolta davanti a sè imprese rischiose, che allettano con la speranza di alti guadagni, ma facilmente conducono a rovina per non sospettati sentieri. I sogni di fortuna sovente illudono il pensiero più di quel che appaghino le brame: la moderazione del cuore e dei suoi sogni è virtù che mai non nuoce, perchè è figlia della prudenza. Perciò l’uomo ammogliato, anche quando non vi siano altre difficoltà di ordine morale, non deve varcare i dovuti limiti: limiti imposti dall’obbligo che ha di non esporre, senza gravissimi motivi, a pericolo la sicura, tranquilla e necessaria sussistenza della moglie e dei figli, già venuti al mondo o ancora attesi. Altra cosa sarebbe, se, senza sua colpa o cooperazione, circostanze independenti dalla sua volontà e dal suo potere mettessero in forse la felicità della famiglia, come suole avvenire nelle epoche di grandi sconvolgimenti politici o sociali, che, dilagando per il mondo, in milioni di case recano i mesti flutti della trepidazione, della miseria e della morte. Sempre però conviene che egli, nel fare o nell’omettere, nell’intraprendere o nell’osare, domandi a se medesimo: Posso io assumere questa responsabilità di fronte alla mia famiglia?
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[5.–] Ma l’uomo ammogliato è stretto da vincoli morali non solo con la sua famiglia, bensì anche con la società. Sono vincoli per lui la fedeltà nell’esercizio della professione, dell’arte o del mestiere; la fidatezza, sulla quale i suoi superiori possano incondizionatamente appoggiarsi; la correttezza e la integrità nella condotta e nell’azione che gli concilino la fiducia di quanti trattano con lui: tali vincoli non sono forse eminenti virtù sociali? E non costituiscono virtù così belle l’antemurale della difesa della felicità domestica, della pacifica esistenza della famiglia, la cui sicurezza secondo la legge di Dio è il primo dovere di un padre cristiano?
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[6.–] Potremmo aggiungere, poichè onore e decoro della donna è la pubblica virtù e stima del marito, che l’uomo per riguardo a lei ha da adoperarsi per eccellere e segnalarsi fra i suoi pari nella propria professione. Ogni donna, in genere, desidera di poter andare superba del compagno della sua vita. Non è quindi lodevole il marito che, per nobile sentimento e affetto verso la moglie, si sforza di fare del suo meglio nella sua attività e, in quanto può, di compiere e ottenere qualche cosa di notevole e di più gradito?
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[7.–] 2. Che se l’elevarsi degnamente e onestamente dell’uomo nella società. per professione e lavoro torna a onore e consolazione della moglie e dei figli, giacchè vanto dei figli sono i loro padri (Prov 17, 6); l’uomo nemmeno ha da dimenticare quanto giovi alla felicità della convivenza domestica, se egli sempre porta e dimostra, così nell’animo suo, come nel tratto esterno e nelle parole, riguardo e stima alla sua moglie, madre dei suoi figli. La donna non è soltanto il sole, ma ancora il santuario della famiglia, il rifugio del pianto dei piccoli, la guida dei passi per i grandicelli, il conforto dei loro affanni, l’acquietamento dei loro dubbi, la fiducia del loro avvenire. Padrona della dolcezza, ella è pure la padrona della casa. La considerazione, che voi, o capi di famiglia, a lei portate, discernano, sentano e veggano i figli e i domestici dal vostro aspetto, dai vostri atteggiamenti, dai vostri sguardi, dal vostro labbro, dalla vostra voce, dal vostro saluto. Non accada mai che, come suol dirsi, le coppie di persone coniugate si distinguano dalle non coniugate per le maniere indifferenti, meno riguardose o del tutto scortesi e sgarbate con le quali l’uomo tratta la donna. No; l’intiero comportamento del marito verso la moglie mai non vuol essere scompagnato da quel carattere di naturale, nobile e dignitosa premura e cordialità, quale si conviene a uomini di temperamento integro e di animo timorato di Dio; a uomini che col loro intelletto sanno ponderare l’inestimabile pregio che il virtuoso e gentile contegno scambievole fra i coniugi ha per l’educazione della prole. Possente è l’esempio del padre presso i figli: esso è per loro un vigoroso e vivente stimolo a guardare alla madre, e al padre stesso, con rispetto, venerazione ed amore.
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[8.–] 3. Ma la cooperazione dell’uomo alla felicità del focolare domestico non può arrestarsi nè restringersi al riguardo e alla considerazione verso la consorte della sua vita: deve avanzarsi a vedere, apprezzare, riconoscere l’opera e gli sforzi di colei che silenziosa e assidua si dedica a rendere la comune dimora più confortevole, più gradita e più gaia. Con quanto amoroso studio quella giovane donna ha tutto disposto per festeggiare, così gioiosamente come glielo consentono le circostanze, l’anniversario del giorno, in cui ella, innanzi all’altare, si è unita a colui che dovera divenire il compagno della sua vita e della sua felicità e che ora è per rientrare in casa dal suo ufficio o dalla sua officina. Guardate quella tavola: fiori delicati l’abbelliscono e la rallegrano. Il desinare è stato da lei preparato con ogni cura; ella ha scelto ciò che ha di meglio, ciò che a lui piace di più. Ma ecco che l’uomo, spossato dalle lunghe ore di lavoro, penoso forse più che d’ordinario, snervato da contrarietà impreviste, ritorna, più tardi del solito, cupo e preoccupato da altri pensieri: le liete e affettuose parole, che lo accolgono, cadono nel vuoto e lo lasciano muto: nella mensa apprestata con tanto amore sembra che egli di nulla si accorga: solo guarda e osserva che quel piatto, pur così bene apparecchiato per fargli piacere, troppo ha sentito del fuoco, e se ne lamenta, senza pensare che la cagione ne è stata il suo ritardo e la lunga attesa. Mangia in fretta, dovendo, com’egli, uscire subito dopo il pasto. Il quale appena finito, la povera giovane donna, che aveva sognato la gioia di una dolce serata trascorsa insieme con lui, tutta piena di rinnovate rimembranze, si ritrova sola nelle stanze deserte, bisognosa di tutta la sua fede e di tutto il suo coraggio per reprimere il flusso delle lacrime che le salgono agli occhi!
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[9.–] Qualcuna di simili scene è raro che manchi nel corso della vita. Un principio proclamato del grande filosofo Aristotele (Ethica Nicomachea 1. 3, c. 7-Ed. Lipsiae 1912, pag. 55) è che quale uno è in se stesso, tale gli appare il fine dell’operare; in altri termini, che le cose appaiono all’uomo convenienti o no, secondo le sue disposizioni naturali o le passioni da cui è mosso (S. Th. 1 p. q. 83 a.1 ad 5; 1.ª 2.ae p. q. 9 a. 2). E voi vedete come le passioni, anche innocenti, gli affari e gli eventi, al pari degli affetti, facciano mutare idee e tendenze, dimenticare convenienze e riguardi doverosi, rifiutari e non curare gentilezze e piaceri. Senza dubbio il marito potrà far valere a sua scusa la grave fatica di una giornata di lavoro intenso, reso più pesante dai dispiaceri e dalle noie. Ma crede o pensa egli che sua moglie mai non senta nè provi stanchezza, nè incontri molestie? L’amore vero e profondo, nelle nell’altra, dovrà essere e mostrarsi più forte che la stanchezza e la noia, più forte che gli avvenimenti e le avversità quotidiane, più forte che le mutazioni del tempo e delle stagioni, più forte che il variare degli umori personali e il sopravvenire di impreviste sfortune. Conviene dominare se medesimi non meno che i casi esteriori, senza cedere e mettersi in loro balìa. Conviene saper attingere dalla fonte dell’amore reciproco il sorridere, il ringraziare, l’apprezzare affezioni e cortesie, il dare gioia a chi vi rende pena. Quando dunque, o uomini, vi ritroverete in casa, ove la conversazione e il riposo concederanno ristoro alle vostre forze; non siate corrivi a vedere e ricercare i piccoli difetti, inevitabili in ogni opera umana; badate piuttosto a tutto quel bene, molto o poco che sia, il quale vi viene offerto come frutto di sforzi penosi, di vigili premure, di affettuosi accorgimenti femminili, per fare della vostra dimora familiare, anche se modesta, un piccolo paradiso di felicità e di letizia. Non appagatevi di considerare tanto bene e di amarlo solo in fondo al vostro pensiero e al vostro cuore, no; fatelo apparire e sentire apertamente anche a colei che non ha risparmiato alcun travaglio per procurarvelo, e di cui la migliore e più dolce ricompensa sarà quel sorriso amabile, quella parola graziosa, quello sguardo attento e compiacente, donde ella comprenderà tutta la vostra riconoscenza.
1942 04 08 0010
[10.–] [...] Ora la Benedizione Apostolica, che siamo per darvi, diletti sposi novelli, mentre intendiamo che si estenda a quanti qui Ci ascoltano e ai loro cari, invochiamo che scenda oggi particolarmente sopra gli uornini, i quali, non solo nel governo della famiglia e nel suo sostentamento portano un peso sovente così grave, ma inoltre hanno e sentono verso la società e il bene pubblico, segnatamente in quest’ora di grandi cimenti, doveri e obblighi che spesso li traggono lungi dalle pareti domestiche fra disagi e sacrifici, e nell’adempimento dei quali l’eroismo si unisce con quello scambievole amore coniugale, che la lontananza non scema, ma ravviva ed esalta in un più sublime palpito di fede e di virtù.
[DR 4, 29-34]