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[0422] • PÍO XII, 1939-1958 • PERPETUIDAD E INDISOLUBILIDAD DEL MATRIMONIO

De la Alocución Quando, dilleti, a unos recién casados, 29 abril 1942

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[1.–] [...] A nuestra vista resplandece en vosotros la dignidad de los esposos, no solamente condecorados con el místico crisma, común a todos los fieles, para ser gente santa y sacerdocio real, según la palabra del Apóstol Pedro (1), sino elevados también, en el acto santo de vuestras nupcias y con el libre y mutuo consentimiento vuestro, a ministros del sacramento del matrimonio; matrimonio que, al representar la unión perfectísima de Cristo con la Iglesia, no puede ser sino indisoluble y perpetuo.

1. 1 Petr. II, 9.

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[2.–] Pero ¿qué dice la naturaleza acerca de esta perpetuidad? Si la gracia, con su acción, no muda la naturaleza, sino que siempre y en toda cosa la perfecciona, ¿encontrará acaso en ella una enemiga que se le oponga? No; el arte de Dios es suave y admirable; jamás deja de ir de acuerdo con la naturaleza, de la que Él es el autor. Aquella perpetuidad e indisolubilidad que la voluntad de Cristo y la mística significación del matrimonio requieren, la quiere también la naturaleza, cuyas ansias cumple la gracia dándole fuerzas para ser aquello de lo cual su mejor saber y querer le inspira el deseo.

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[3.–] Preguntad a vuestro corazón, amados recién casados. Es inescrutable para los demás, pero no para vosotros. Si recordáis el momento en que a vuestro afecto sentisteis que correspondía otro amor, ¿no os parece acaso como si ya, desde aquel instante hasta el “sí” que habíais de pronunciar juntos ante el altar, hubiese sido para vosotros un avanzar de hora en hora con pasos de ansiosa esperanza y de trémula expectación? Ahora aquella esperanza no tiene ya “la flor verde”, sino que es una rosa florida; y la expectación espera otras alegrías. ¿Se ha desvanecido acaso vuestro sueño? No; se ha hecho realidad. ¿Y quién lo ha cambiado en realidad de unión ante el altar? El amor, que no ha desaparecido, sino que ha permanecido y se ha hecho más fuerte, más estable y en su firmeza os ha hecho exclamar: ¡Este amor debe permanecer inmutado, intacto, inviolado para siempre! Si el afecto conyugal sabe de albas y auroras, no debe saber de atardeceres y de estaciones, ni de días nublados y tristes, porque el amor quiere ser siempre joven, inquebrantable al soplo de los vientos.

Así vosotros, sin caer en la cuenta, íbamos a decir que atribuís a vuestro amor nupcial, con celo santo, aquella señal característica que el Apóstol Pablo atribuía a la caridad, cuando decía al exaltarla: “Caritas numquam excidit”1[2]. Nunca fenece la caridad. El puro y verdadero amor conyugal es un limpio arroyuelo, que por la fuerza de la naturaleza brota en la roca inquebrantable de la fidelidad, que se desliza tranquilo entre las flores y las espinas de la vida, hasta que se pierde en el hueco de la tumba. La indisolubilidad del matrimonio es, pues, la satisfacción de un impulso del corazón puro y sano, del “anima naturaliter christiana”, y se disipa sólo con la muerte. En la vida futura no habrá nupcias, porque los hombres vivirán en el cielo como los ángeles de Dios: “in resurrectione neque nubent, neque nubentur, sed erunt sicut angeli Dei in coelo”2[3]. Pero si el amor conyugal, en cuanto a este carácter suyo particular, termina con el cesar del fin para que está ordenado sobre la tierra; sin embargo, en cuanto ha obrado en las almas de los cónyuges y las ha unido la una con la otra en el mayor vínculo de amor que une a los corazones con Dios y entre sí, tal amor permanece en la otra vida, como permanecen las almas mismas en las cuales había demorado acá abajo.

1[2]. 1 Cor. XIII, 8.

2[3]. Matth. XXII, 30.

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[4.–] Pero la indisolubilidad del matrimonio es exigida por la naturaleza también por otra razón: porque tal dote es necesaria para proteger la dignidad de la persona humana. La convivencia conyugal es una institución divina, radicada en la naturaleza humana, como unión de dos seres formados a imagen y semejanza de Dios, que les llama para proseguir su obra en la conservación y propagación del género humano. Hasta en sus más íntimas expresiones esta convivencia aparece como algo extremadamente delicado; hace felices, ennoblece y santifica las almas cuando se eleva sobre las cosas sensibles con el ala de la simultánea entrega espiritual y desinteresada de cada uno de los cónyuges para con el otro, con la conciencia, viva y arraigada en ambos, de querer pertenecer totalmente el uno al otro fieles en todos los sucesos y acaecimientos de la vida, en los días buenos y en los tristes, en la salud y en la enfermedad, en los años jóvenes y en la vejez, sin limitaciones o condiciones, hasta que quiera Dios llamarles a la eternidad. En esta conciencia, en este propósito de exaltar la dignidad humana, se exalta el matrimonio, se exalta la naturaleza, que se ve respetar a sí misma y a sus leyes; se alegra la Iglesia, que ve, en esta comunidad de vida conyugal, resplandecer la aurora de la primera ordenación de la familia establecida por el Creador y el mediodía de su divina restauración en Cristo. Cuando no suceda así, la vida común corre el peligro de resbalar en el fango del ansia egoísta, que no busca más que la propia satisfacción, ni piensa en la dignidad personal ni en el honor del consorte.

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[5.–] Echad una mirada a la sociedad moderna en los países en donde rige el divorcio, y preguntad: ¿tiene el mundo la clara conciencia y la visión de cuántas veces en ellos, la dignidad de la mujer ultrajada y ofendida, conculcada y corrompida, viene a yacer casi enterrada en el envilecimiento y en el abandono? Cuántas lágrimas secretas han bañado ciertos umbrales, ciertas habitaciones; ¡cuántos gemidos, cuántas súplicas, cuántos desesperados votos y acentos han resonado en ciertas entrevistas, por ciertas calles y callejas, en ciertos rincones y lugares desiertos! No, la dignidad personal del marido, como la de la mujer, pero sobre todo la de la mujer, no tienen mejor defensa y tutela que la indisolubilidad del matrimonio. Están en un error funesto los que creen que se puede mantener, proteger y elevar la cultura de la mujer y su digno decoro femenino, sin ponerle como fundamento el matrimonio uno e indisoluble. Si la Iglesia, cumpliendo la misión recibida de su divino Fundador, con gigantesco e impávido uso de una santa e indomable energía, ha afirmado siempre y difundido por el mundo el matrimonio inseparable, alabadla y glorificadla porque con ello ha contribuido en gran manera para defender el derecho del espíritu frente a los impulsos de los sentidos en la vida matrimonial, salvando, con la dignidad de las nupcias, la de la mujer, no menos que la de la persona humana.

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[6.–] Cuando en el fondo de la voluntad no está firme el propósito de la custodia perenne e inviolable del vínculo conyugal, llegan a vacilar también y a faltar al padre, a la madre y a los hijos aquella conciencia del porvenir tranquilo y seguro, aquel sentimiento que sostiene la incondicionada y recíproca confianza, aquel nudo de estrecho e inmutable enlace interior y exterior, suceda lo que suceda, en que se funda y se nutre una raíz, grande y esencial, de la felicidad doméstica.

¿Por qué, preguntaréis acaso, extendemos a los hijos tales consecuencias? Porque ellos reciben de sus padres tres cosas importantísimas: el ser, la nutrición y la educación (1[4]), y para su sano desarrollo tienen necesidad de una atmósfera de alegría; ahora bien, una juventud serena, una armónica formación e instrucción no puede concebirse sin la indudable fe de los padres. ¿No alimentan acaso los hijos el vínculo del amor conyugal? La ruptura de este vínculo viene a ser para ellos una crueldad y un desconocimiento de su sangre, una humillación de su nombre y una vergüenza de su rostro, una división de sus corazones y una separación de los hermanos y del techo doméstico, la amargura de su felicidad juvenil y, lo que es más grave para su espíritu, un escándalo moral. ¡Cuántas heridas en las almas de millones de jóvenes! ¡Qué tristes y lamentables ruinas en muchos casos! ¡Cuántos implacables remordimientos engendrados en las conciencias! Los hombres espiritualmente sanos y moralmente puros, los alegres y contentos, los íntegros de carácter y de costumbres, en los que la Iglesia y la sociedad civil depositan su esperanza, proceden, ordinariamente, no de hogares turbados por la discordia o por el vacilante afecto, sino de familias donde reinan un profundo temor de Dios y una inviolable fidelidad conyugal. Quien hoy ahonda en las causas a las que se pueda imputar la descomposición moral, el veneno que viene corrompiendo a una no pequeña parte de la familia humana, no tardará en hallar una de las fuentes más malhadadas y culpables en la legislación y en la práctica del divorcio. Las creaciones y las leyes de Dios tienen siempre una acción benéfica y poderosa; pero cuando la inconsideración o la malicia humana se meten en medio y las perturban y desordenan, entonces al fruto benéfico, que desaparece, sucede y se hace incalculable el cúmulo de los daños, como si la misma naturaleza indignada se revolviese contra la obra de los hombres. Y, ¿quién podrá negar o dudar que sea creación y ley de Dios la indisolubilidad del matrimonio, firmísimo sostén para la familia, para la grandeza de la nación, para la defensa de la Patria, que en los pechos de sus gallardos jóvenes encontrará siempre el escudo y el brazo de su prosperidad?

1[4]. S. Th. Suppl., q. 41, a. 1.

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[7.–] Vosotros, amados recién casados, dad gracias a Dios por la intachable familia en la que, rodeados por el amor de unos padres temerosos de Dios, habéis recibido el don de crecer hasta la plena madurez de cristianos y de católicos. Tened como honor y gloria, en un tiempo, por desgracia, tan caracterizado por tan amplia separación de la ley de Dios, el desarrollar, actuar y profesar en toda vuestra vida conyugal la gran idea del matrimonio, como fue establecido por Cristo. En la común plegaria cotidiana elevad los corazones a Dios, para que Él, que os ha concedido benignamente el principio se digne, con la potente eficacia de su gracia, daros también el cumplimiento feliz.

[FC, 281-285]