[0427] • PÍO XII, 1939-1958 • LAS EMPLEADAS Y AUXILIARES DEL HOGAR Y LA FAMILIA
De la Alocución Questa casa, a unos recién casados, 22 julio 1942
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[2.–] [...] Si, por una parte, se han hecho más escasas las familias que tenían un considerable número de personas de servicio, por otra se han ido multiplicando las que por necesidad deben recurrir a la ayuda ajena. Aun prescindiendo de las casas nobles y acomodadas, veis muchas madres de familia que, retenidas fuera de casa por las ocupaciones cotidianas una gran parte del tiempo, se ven obligadas, por lo menos durante algunas horas del día, a valerse de los servicios y de la vigilancia de otros.
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[3.–] En estas necesidades y prestaciones de trabajo, no creáis, amados hijos e hijas, que la naturaleza humana encuentra humillación y menosprecio. En la sumisión del servicio está escondido el sentido de un gran misterio divino. Dios es el sumo y único Señor y Amo del universo: todos nosotros no somos más que siervos suyos. [...] Vosotros, en el hogar doméstico, servís a Dios en la propagación del género humano y de los hijos de Dios hasta los heroísmos de la maternidad. Se sirve a Dios, se sirve a Cristo, se sirve a la Iglesia, se sirve a la Religión, se sirve a la patria, se sirve a los superiores, se sirve a los inferiores, se sirve al prójimo. Todos somos siervos de la Providencia, que gobierna al mundo y que todo lo endereza a la gloria divina, así el bien como el mal que en este mundo turba al hombre, a los pueblos y a las naciones.
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[4.–] La familia cristiana es una imagen de la Iglesia, un santuario doméstico. En ella viven juntos los padres con los hijos, y con los hijos los criados y criadas, aunque en situación especial respecto a los amos en cuya casa moran. Sin duda que, por su origen y por su sangre, no son ellos de la familia, ni siquiera en virtud de una adopción legal propiamente dicha; pero puede, sin embargo, considerarse como una forma de adopción el hecho de introducirlos en casa para vivir bajo el mismo techo, de suerte que vengan a ser en realidad los continuos testigos de la intimidad de la familia. Pero en un hogar cristiano, ¿no tiene acaso su modesta y discreta belleza la vida de un criado y una sirvienta? Es verdad que más bien va enrareciéndose; pero todavía no ha desaparecido del todo, ni de la historia, ni de nuestra edad. Es, pues, oportuno señalárosla para que la admiréis y la améis, y se despierte así en vuestros corazones el noble deseo de hacerla florecer en la sociedad.
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[6.–] La distinción entre amos y sirvientes no ha desaparecido de la sociedad familiar. Al entrar en su primer servicio –y con frecuencia este contacto inicial con una vida diversa adquiere especial importancia–, aquellos jóvenes y aquellas jovencitas, a veces todavía adolescentes, pertenecían tal vez a una numerosa y honrada familia de labradores, estimada en el pueblo. En la heredad paterna habían visto a los peones, respetuosos y respetados, ayudar a sus padres en las fatigas demasiado gravosas aún para su joven edad. Entretanto, se ha pensado encontrarles una colocación en la ciudad, como sirvientes a su vez, para ganarse la vida y formarse en un centro de más amplios horizontes que abra en lo futuro el camino a una situación mejor. Con el corazón esponjado e incierto, al dejar la casa y la parroquia, han escuchado consejos y advertencias llenas de cordura y de fe, de labios de sus padres; se les ha recomendado la fidelidad a Dios y a sus amos. A veces han venido a estos señores acompañados por el padre o por la madre, que en cierto modo delegaban en ellos su autoridad y solicitud paterna o materna.
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[7.–] ¿No es, pues, como acabamos de decir, una especie de adopción la acogida que se hace a estos jóvenes o adolescentes en la nueva familia? ¡Y qué responsabilidad contraen aquéllos a quienes un padre o una madre han hecho señores y superiores de sus hijos! Es una responsabilidad que ata su conciencia ante Dios y los hombres con deberes que hay que conciliar entre sí para ejercitar paternal y dulcemente esta autoridad y cuidado, y al mismo tiempo mantener y guardar, como es justo, a estos sirvientes y criados en la actitud y espíritu de su condición.
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[8.–] ¿Qué cosa más conmovedora que la escena del criado enfermo del centurión contada por el sagrado Evangelio? Un centurión tenía enfermo y cercano a la muerte a un siervo que le era queridísimo. Por eso, habiendo él oído hablar de Jesús, le mandó a los ancianos para que le suplicaran que viniese a curar a su siervo. Jesús, pues, se fue con ellos. Y cuando distaba ya poco de la casa, el centurión le envió a los amigos para decirle: “Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres bajo mi techo; pero di una sola palabra y mi siervo sanará”. Y de hecho, los que habían sido enviados, al volver a casa, lo encontraron curado (1). Admirad la solicitud de este centurión para con su siervo, pero sobre todo el amor de Cristo, que consuela a cuantos están angustiados y afligidos y recurren a Él.
1. Cfr. Luc. VII, 2 y ss.
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[9.–] Si un gentil nos ofrece un ejemplo tan bello, ¡cuántos y cuáles modelos no menos luminosos nos proporcionaría la historia de las familias cristianas! Hojead sus páginas, y a través de los siglos veréis, con más frecuencia de lo que pensáis, a la dueña de la casa que, cuidadosa como una madre, acoge a la criadita como a una hija, inicia a la inexperta, la ayuda en su poca destreza, la despliega en sus encogimientos, pone finura y luz en sus tosquedades, sin perjuicio de aquella sencillez, ingenuidad e inocencia que forman la gracia de una jovencita que pasa del campo a la ciudad y franquea un umbral acomodado. Podréis ver a aquella jovencita responder a la tarde con los demás a las oraciones que reza el padre de familia; la podéis observar toda conmovida en su timidez al recordar las oraciones que en aquella misma hora ofrecen a Dios en su pueblo sus seres queridos.
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[10.–] Cuando el sentimiento cristiano de los criados corresponde, con una devoción a toda prueba, al sentimiento cristiano de los amos, es un espectáculo que arrebata las miradas de los ángeles. Porque en aquel sentimiento cristiano recíproco obra la fe que enaltece al amor, pero no rebaja al criado, sino que los iguala ante Dios en aquella comunión de espíritus que rebasa hasta la perfección de los deberes propios de cada uno. Basta ver cómo no sólo en las habitaciones más a la vista, sino aun en los más bajos aposentos de la servidumbre, todo relumbra, y el orden y la limpieza más aseada ennoblecen los rincones más oscuros, en que ninguno se fija, pero que son también partes de la casa, para imaginarse con qué amor tan cuidadoso cumple la sirvienta su humilde y fatigoso trabajo, su monótono oficio, el mismo todos los días, todos los días vuelto a tomar con el mismo ardor, ya que la característica de su trabajo es precisamente ese volver a comenzar con cada amanecer. Veinte veces interrumpida tal vez en sus faenas, veinte veces llamada, correrá a la puerta para abrirla a quien viene y recibirá a todos con el mismo agasajo, con la misma deferencia y respeto, dispuesta a volver a la penumbra y proseguir su fatiga con serena alegría, con tranquila ufanía y con asidua diligencia. Todos los que la vean reconocerán en sus virtudes el reflejo de las virtudes de sus amos. ¿Acaso no tiene también la virtud su resplandor? Aquella joven, aquella sirvienta, que en la paz de una buena familia cristiana encuentra y gusta el perfume de un santuario doméstico, probará por su parte poderosos alicientes para el bien en la afectuosa benevolencia que la rodea: los años aumentarán y reforzarán en ella, a medida que vayan pasando, su devoción y adhesión a sus señores y a su casa.
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[11.–] ¡Qué hermoso es ver más tarde a estas sirvientas y a estos criados crecidos junto al hogar de sus señores, y contemplarlos prodigando cuidados y respetuoso cariño junto a las cunas que vienen a alegrar la casa! Entonces la solicitud y benevolencia de los señores se transforma en confianza con el criado o la sirvienta, quienes, sin abusar nunca y sin faltar a una discreta reserva, ejercitan sobre los niños la vigilancia que se les encomienda. Y estos niños, hechos adolescentes, hechos hombres, conservarán en sus casas sincera gratitud y respeto hacia quienes, entrados ya en años y encanecidos, sirvieron antes a sus abuelos y a sus padres y vieron nacer una o dos generaciones.
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[12.–] Los años vuelan; amos y criados envejecen, las arrugas surcan sus frentes, los cabellos caen o se blanquean, las espaldas se encorvan; sobrevienen las horas de las enfermedades y de las pruebas. Entonces entre amos y criados parece que los lazos se estrechan cada vez más y que el servicio se cambia en una como amistad entre dos viajeros que, fatigados en el camino de la vida, se apoyan uno sobre otro para seguir adelante.
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[14.–] [...] Orad, velad, obrad: haced de vuestro hogar doméstico una casa en la que quien entre y os alargue la mano respire y absorba la atmósfera más pura. Entonces vuestra labor resplandecerá como la perla de una diadema en la restauración de la sociedad cristiana, en la que, según la gran frase del apóstol Pablo, ya no existe bajo los nombres de amos y criados más que la santa e inmensa familia de los hijos de Dios (1[2]).
[FC, 303-309]
1[2]. Cfr. Gal. III, 26-28.
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[2.–] [...] Se, da una parte, si sono fatte più rare le famiglie, che avevano un considerevole numero di persone al loro servizio, dall’altra, sono venute moltiplicandosi quelle, che per necessità debbono ricorrere all’opera altrui. Pur tacendo delle dimore nobili o agiate, voi vedete molte madri di famiglia, che, ritenute dalle occupazioni quotidiane fuori di casa una gran parte del tempo, sono obbligate a valersi, almeno per alcune ore della giornata, dei servizi e della vigilanza di altri.
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[3.–] In questi bisogni e prestazioni di opera non crediate, diletti figli e figlie, che la natura umana incontri umiliazione e disistima. Nella sommessione del servizio sta recondito il senso di un gran mistero divino. Dio è il sommo e unico padrone e signore nell’universo: noi tutti non siamo che servi di Lui. [...] E voi, al vostro focolare domestico, servite Dio nella propagazione del genere umano e dei figli di Dio, anche fino agli eroismi della maternità. Si serve Dio, si serve Cristo, si serve la Chiesa, si serve la religione, si serve la patria, si servono i superiori, si servono gl’inferiori, si serve il prossimo. Tutti siamo servi della Provvidenza che governa il mondo e tutto muove alla divina gloria, il bene non meno del male che quaggiù turba l’uomo, i popoli e le nazioni.
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[4.–] La famiglia cristiana è un’immagine della Chiesa, un santuario domestico. In essa vivono insieme coi genitori i figli e coi figli i domestici e le domestiche, sebbene in speciale situazione rispetto ai loro padroni e alle loro padrone, nella cui casa dimorano. Per l’origine e per il sangue essi indubbiamente non sono della famiglia, e nemmeno per un’adozione legale propriamente detta; tuttavia si può considerare quasi una forma di adozione l’introdurli che si fa nella casa a vivere sotto il medesimo tetto, a divenire in effetto i continui testimoni dell’intimità della famiglia. Ma presso un focolare cristiano la vita di un servitore o di una domestica cristiana non ha forse la sua modesta e discreta bellezza? Essa, è vero, si è fatta piuttosto rara; ma non è del tutto, scomparsa nè dalla storia nè dall’età nostra. È dunque opportuno di additarvela, perchè l’ammiriate e l’amiate, e si desti così nei vostri cuori il nobile desiderio di farla rifiorire nella società.
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[6.–] La distinzione però fra padroni e servitori non è scomparsa nella società familiare. Entrando nel loro primo servizio –e sovente questo iniziale contatto con una vita diversa si eleva a particolare importanza–, quei giovani, quelle giovanette, talvolta ancora adolescenti, appartenevano forse ad una famiglia di contadini numerosa, onesta, stimata nel paese. Al podere paterno avevano veduto dei servi rispettosi e rispettati, aiutare i loro genitori in fatiche ancora troppo gravose per la loro giovane età. Nel frattempo si pensò di avviarli e collocarli in città, servitori alla lor volta, per guadagnarsi la vita, per formarsi in un centro di più largo orizzonte, che aprisse la via nell’avvenire a una situazione migliore. Col cuore gonfio e incerto, lasciando la casa, la parrocchia, hanno ascoltato i consigli e gli ammonimenti pieni di saggezza e di fede dei genitori; si è loro raccomandata la fedeltà a Dio e ai loro signori. Presso questi padroni sono venuti, talvolta accompagnati dal padre o dalla madre, che in un certo modo delegavano loro la propria autorità e sollecitudine paterna o materna.
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[7.–] Non è dunque, come or ora dicevamo, quasi una sorta di adozione l’accoglimento di tali giovani o adolescenti nella nuova famiglia? Ma quale responsabilità assumono coloro, che un padre o una madre hanno fatti padroni e superiori dei loro figli! È una responsabilità che impegna la coscienza davanti a Dio e davanti agli uomini, con doveri da conciliare tra loro, per esercitare paternamente e dolcemente tale autorità e sollecitudine, e, al tempo stesso, mantenere e custodire, com’è giusto, questi “domestici” e “familiari” nell’attitudine e nello spirito della loro condizione.
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[8.–] Che cosa vi è di più commovente della scena dell’infermo servo del centurione, narrata dal Santo Vangelo? Un centurione aveva malato e vicino a morire un servo, che gli era carissimo. Perciò, avendo egli sentito parlare di Gesù, mandò da lui gli anziani a pregarlo che andasse a guarire il suo servo. Gesù andò dunque con loro. E quando era già poco lontano dalla casa, il centurione inviò a lui degli amici per dirgli: “Signore, non ti incomodare, perchè non son degno che tu entri sotto il mio tetto: ... ma dì solo una parola, e il mio servo sarà risanato”. E infatti coloro, che erano stati mandati, ritornando a casa, lo trovarono guarito (cfr. Luc 7, 2 segg.). Ammirate la sollecitudine di questo centurione verso il suo servo, ma soprattutto l’amore di Cristo, che consola quanti sono affannati e aggravati e ricorrono a lui.
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[9.–] Se un Gentile ci offre un così bell’esempio, quali e quanti non meno luminosi modelli ci fornirebbe la storia delle famiglie cristiane! Svolgetene le pagine; e attraverso i secoli voi vedrete, più frequentemente che non pensiate, la padrona di casa, sollecita al pari di una madre, accogliere la piccola serva quasi come figlia, inesperta avviarla, maldestra aiutarla, incerta svilupparla, rozza affinarla e illuminarla, senza detrimento di quella semplicità, di quella ingenuità, di quella innocenza, le quali formano tutta la grazia di una fanciulla che dalla campagna s’inurbi e varchi una porta agiata. Voi vedreste quella fanciulla la sera rispondere con gli altri alle orazioni che recita il padre di famiglia; la vedreste nella sua timidezza tutta commossa al ricordo delle preghiere che in quell’ora medesima, nel suo villaggio, porgono a Dio i suoi cari.
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[10.–] Quando il senso cristiano dei servi corrisponde, con una devozione a tutta prova, al cristiano senso dei padroni, è uno spettacolo da rapire lo sguardo degli angeli. Perchè in quel senso cristiano reciproco opera la fede che innalza il padrone, mentre non abbassa il servo, ma li pareggia davanti a Dio in quella comunione di spirito che si riversa nella perfezione dei doveri propri di ciascuno. Al solo vedere, non pure nelle camere più aperte, ma persino nelle più basse stanze di servizio, ogni cosa scintillare, l’ordine e la nettezza più linda nobilitare i più oscuri ripostigli ai quali nessuno bada, ma che non sonno meno parti della casa, ben s’immagina con quale attento amore la domestica compia il suo umile e faticoso lavoro, il suo monotono officio, tutti i giorni lo stesso e tutti i giorni ripigliato col medesimo ardore, giacchè la caratteristica del suo lavoro è proprio quella del ricominciarlo ad ogni ritorno del sole. Venti volte, forse, interrotta nelle sue faccende, venti volte chiamata, correrà alla porta per aprirla a chi viene, e accoglierà tutti con pari premura, con eguale deferenza e rispetto, presta a tornare nell’ombra e proseguire la sua fatica con serena gioia, con tranquilla alterezza e con assidua diligenza. Quanti la guarderanno, riconosceranno nelle sue virtù il riflesso delle virtù dei suoi padroni. Non ha forse anche la virtù il suo splendore? Quella giovane, quella serva, che nella pace di una buona famiglia cristiana ritrova e risente il profumo di un santuario domestico, dal canto suo proverà potente animatrice al bene l’affettuosa benevolenza che la circonda: gli anni che passano accresceranno e rafforzeranno in lei la devozione e l’attaccamento verso i suoi signori e la loro casa.
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[11.–] Come è bello il vedere più tardi queste domestiche e questi servitori cresciuti intorno al focolare dei loro padroni, e contemplarli prodighi di cure e di rispettosa tenerezza presso le culle che vengono a rallegrare la casa! Allora la sollecitudine e la benevolenza dei padroni si trasforma in fiducia verso il servitore o la domestica, che sui fanciulli esercitano, senza abusarne giammai, senza venir meno a un discreto riserbo, la vigilanza che loro si affida. E questi fanciulli, fatti adolescenti, fatti uomini, voi li incontrerete nelle loro case pieni di riconoscenza e di riguardo verso coloro, i quali, ormai attempati e canuti, servirono già i nonni e i padri, e videro nascere una o due generazioni.
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[12.–] Volano gli anni; padroni e servi invecchiano, le rughe solcano le fronti, i capelli cadono o s’imbiancano, le spalle si curvano; sopravvengono le ore delle infermità e delle prove. Allora fra padroni e servi sembra che i legami sempre più si stringano e il servizio si muti come in un’amicizia tra due viandanti, che, stanchi nel cammino della vita, a proseguirlo si appoggino l’uno all’altro.
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[14.–] [...] Pregate, vigilate, operate: fate del vostro tetto domestico una casa, dove chi entra e vi porge una mano, respiri e beva l’aura più pura. L’opera vostra splenderà allora, come gemma di diadema, nella restaurazione della società cristiana, nella quale, secondo la grande sentenza dell’Apostolo Paolo, non vi è più, sotto il nome di padroni e di servi, che la santa e immensa famiglia dei figli di Dio (cfr. Gal 3, 26-28).
[DR 4, 152-158]