[0439] • PÍO XII, 1939-1958 • FORMACIÓN DE LAS VIRTUDES EN LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS
De la Alocución Di tutti, a unos recién casados, 14 abril 1943
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[1.–] De todos los tesoros que os habéis traído el uno al otro, queridos recién casados, y que ponéis en común para embellecer con ellos vuestro hogar doméstico y para transmitirlos a los hijos y a las generaciones que nacerán de vosotros, no hay ninguno que enriquezca tanto, fecunde, adorne la morada y la vida familiar, como el tesoro de las virtudes: buenas disposiciones naturales heredadas de vuestros padres, de vuestros abuelos, y transformadas en virtudes con la repetición de los actos; virtudes sobrenaturales recibidas en la fuente del bautismo, al que vuestros mismos padres os condujeron a vuestro nacimiento.
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[9.–] Aquel Dios que ha creado la tierra con sus elementos nutritivos, el sol que ilumina y calienta la planta, la lluvia y el rocío que la refrescan, ha creado también la naturaleza humana, el alma que Él une al cuerpo formado en el seno materno, y esta naturaleza es un terreno rico de buenas disposiciones e inclinaciones. Él pone en esta misma naturaleza la luz de la inteligencia, el calor, el vigor de la voluntad y del sentimiento; pero en esta tierra, bajo esta luz y este calor, Él deposita, animándolas con vida divina, las virtudes sobrenaturales, como gérmenes escondidos, y mandará el sol, la lluvia y el rocío de su gracia, para que el ejercicio de las virtudes, y con él las virtudes mismas, avancen y se desenvuelvan. Pero hace falta todavía que el trabajo del hombre coopere con los dones y con la acción de Dios. Y, ante todo, desde el primer instante, la educación del niño por parte del padre y de la madre; luego, la correspondencia personal por parte del niño mismo, a medida que va siendo adolescente y hombre.
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[10.–] Si la cooperación de los padres con la potencia creadora de Dios, para dar la vida a un futuro elegido del cielo, es uno de los designios más admirables de la Providencia para honrar la humanidad, ¿no es todavía más admirable su cooperación para formar un cristiano? Esta cooperación es tan real y eficaz, que un autor católico ha podido escribir un libro delicioso sobre las “Madres de los Santos”. ¿Qué padres dignos de este nombre dudarían en apreciar un tan grande honor y en corresponder a él?
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[11.–] Pero también en vosotros mismos, o más bien ante todo en vosotros mismos, hace falta que cultivéis las virtudes. Lo exige vuestra misión y vuestra dignidad. Cuanto más perfecta y santa es el alma de los padres, tanto más delicada y rica es en todo caso la educación que dan a sus hijos. Los hijos son “como el árbol plantado en la ribera del agua, que da a su tiempo su fruto, y no ve secarse sus hojas” (1). ¿Pero qué poder ejercerá sobre ellos, queridos esposos, vuestro modo y tenor de vida, que tendrán ante sus ojos desde su nacimiento? No olvidéis que el ejemplo obra sobre aquellas pequeñas criaturas incluso antes de la edad en que podrán comprender las lecciones que reciban de vuestros labios. Pero aun suponiendo que Dios supla con fervores excepcionales el defecto de educación, ¿cómo serían verdaderamente virtudes del hogar doméstico aquéllas que, a la vez que florecen en el corazón del niño, están secas y marchitas en cambio en el corazón del padre y de la madre?
1. Ps. I, 3.
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[13.–] Por eso, vosotros tenéis el deber de preservar al niño, y a vosotros mismos, de todo lo que podría poner en peligro vuestra vida honesta y cristiana y la de vuestros hijos, de todo lo que podría entenebrecer o dañar vuestra fe y la suya, ofuscar la pureza, la claridad, la frescura de vuestras almas y las suyas. ¡Cuánto son de lamentar aquéllos que no tienen en absoluto conciencia de esta responsabilidad, ni consideran el mal que se hacen a sí mismos y a las inocentes criaturas, que han dado a la luz de este mundo, cuando desconocen el peligro de tantas imprudencias de lecturas, de espectáculos, de relaciones, de usos, cuando no se dan cuenta de que un día la imaginación, la sensualidad, harán revivir en el espíritu y en el corazón del adolescente lo que de niño sus ojos habían entrevisto sin comprender! Preservar no basta: hace falta ir deliberadamente al sol, a la luz, al calor de la doctrina de Cristo, buscar la rociada y la lluvia de su gracia para recibir de ella la vida, el desarrollo, el vigor.
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[14.–] Pero hay todavía más. Si no hubiera existido el pecado original, Dios habría mandado al padre y a la madre de familia, como a nuestros progenitores, que trabajaran la tierra, que cultivaran las flores y los frutos, pero de modo que el trabajo hubiera sido al hombre alegre, no gravoso (1[2]). Pero el pecado, tan frecuentemente olvidado, práctica o descaradamente negado, ha hecho el trabajo austero: la naturaleza, como la tierra, pide ser trabajada con el sudor de la frente. Es preciso trabajar incesantemente, escardar, arrancar las malas inclinaciones, los gérmenes viciosos, combatir los influjos nocivos; es preciso cortar, podar, es decir rectificar las desviaciones hasta de las mejores tendencias; hace falta, según los casos, estimular la inercia, la indolencia en la práctica de algunas virtudes, frenar o regular la tendencia natural, la espontaneidad en el ejercicio de otras, a fin de asegurar el armonioso incremento de todas.
1[2]. Cfr. S. Th., 1 p. q. 102 a. 3.
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[15.–] Este trabajo es de todos los instantes de la vida; se extiende al cumplimiento de los otros trabajos diarios, y da a éstos el único valor que importa en definitiva, y juntamente su belleza, su encanto, su perfume. ¡Que vuestro hogar, gracias a vuestros cuidados, tienda a resultar semejante al de la Sagrada Familia de Nazaret, y sea un jardín íntimo, donde el Maestro guste de venir a cortar lirios!1[3]
[FC, 358-361]
1[3]. Cfr. Cant. VI, 1.
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[1.–] Di tutti i tesori che voi avete l’uno all’altro portati, diletti sposi novelli, e che mettete in comune per abbellirne il vostro focolare domestico e per trasmetterli ai figli e alle generazioni che nasceranno da voi, non ve ne è alcuno che tanto arricchisca, fecondi, adorni la dimora e la vita familiare, quanto il tesoro delle virtù: buone disposizioni naturali ereditate dai vostri genitori, dai vostri avi, e trasformate in virtù con la ripetizione degli atti; virtù soprannaturali ricevute al fonte del battesimo, a cui i genitori stessi vi condussero dopo la vostra nascita.
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[9.–] Quel Dio, che ha creato la terra coi suoi elementi nutritivi, il sole che illumina e riscalda la pianta, la pioggia e la rugiada che la rinfrescano, ha creato anche la natura umana, l’anima che egli unisce al corpo formato nel seno materno, e questa natura è un terreno ricco di buone disposizioni e inclinazioni. Egli mette in questa stessa natura il lume dell’intelligenza, il calore, il vigore della volontà e del sentimento; ma in questa terra, sotto questo lume e questo calore, egli depone, animandole della vita divina, le virtù soprannaturali, quasi germi nascosti, e manderà il sole, la pioggia e la rugiada della sua grazia, affinchè l’esercizio delle virtù, e con ciò le virtù stesse progrediscano e si sviluppino. Bisogna però ancora che il lavoro dell’uomo cooperi coi doni e con l’azione di Dio. È innanzi tutto, dal primo istante, l’educazione del fanciullo da parte del padre e della madre; in seguito, la corrispondenza personale da parte del fanciullo medesimo, a mano a mano che diviene adolescente e uomo.
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[10.–] Se la cooperazione dei genitori con la potenza creatrice di Dio, per dare la vita a un futuro eletto del cielo, è uno dei disegni più ammirabili della Provvidenza per onorare la umanità, la loro cooperazione per formare un cristiano non è ancor più ammirabile? Questa cooperazione è così reale ed efficace, che un autore cattolico ha potuto scrivere un libro delizioso sulle madri dei Santi. Quali genitori degni di questo nome esiterebbero ad apprezzare un così grande onore e a corrispondervi?
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[11.–] Ma anche in voi stessi, o piuttosto innanzi tutto in voi stessi, bisogna che coltiviate le virtù. La vostra missione, la vostra dignità lo esige. Quanto più perfetta e santa è l’anima dei genitori, tanto più delicata e ricca è in ogni caso la educazione che impartiscono ai loro nati. I figli sono “come l’albero piantato in riva all’acqua, che rende alla sua stagione il suo frutto, e non vede avvizzire le sue foglie” (Ps 1, 3). Ma di qual potere, o diletti sposi, sarà su di essi il vostro costume e tenore di vita, che avranno sotto gli occhi fin dalla loro nascita? Non dimenticate che l’esempio agisce su quelle piccole creature anche prima della età in cui potranno comprendere le lezioni che riceveranno dalle vostre labbra. Ma pur supponendo che Dio supplisca con favori eccezionali al difetto di educazione, come sarebbero veramente virtù del focolare domestico quelle che, mentre fioriscono nel cuore del fanciullo, fossero invece avvizzite o disseccate nel cuore del padre o della madre?
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[13.–] Perciò voi avete il dovere di preservare il fanciullo, e voi stessi, da tutto ciò che potrebbe mettere in pericolo la vostra vita onesta, cristiana, e quella dei vostri figli, da tutto ciò che potrebbe ottenebrare o scuotere la vostra e la loro fede, offuscare la purezza, la chiarezza, la freschezza delle vostre e delle loro anime. Quanto sono da compiangere coloro che non hanno punto coscienza di questa responsabilità, nè considerano il male che fanno a se stessi e alle innocenti creature, che hanno dato alla luce quaggiù, allorchè misconoscono il pericolo di tante imprudenze di letture, di spettacoli, di relazioni, di usanze, quando non si rendono conto che un giorno l’immaginazione, la sensualità faranno rivivere nello spirito e nel cuore dell’adolescente ciò che da piccolo i suoi occhi avevano intravisto senza comprendere! Preservare non basta: bisogna andare deliberatamente al sole, alla luce, al calore della dottrina di Cristo, cercare la rugiada e la pioggia della sua grazia per riceverne la vita, lo sviluppo, il vigore.
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[14.–] Ma vi è ancora di più. Se non vi fosse stato il peccato originale, Dio avrebbe comandato al padre e alla madre di famiglia, come ai nostri progenitori, di lavorare la terra, di coltivarvi i fiori e i frutti, in guisa però che il lavoro sarebbe stato giocondo, non gravoso, all’uomo (cfr. S. Th. 1 p. q. 102 a. 3). Ma il peccato, così spesso dimenticato, praticamente o sfrontatamente negato, ha reso il lavoro austero: la natura come la terra domanda di essere lavorata col sudore della fronte: bisogna incessantemente operare, sarchiare, svellere le cattive inclinazioni, i germi viziosi, combattere gl’influssi nocivi; bisogna rimondare, recidere, vale a dire rettificare le deviazioni anche delle migliori tendenze; bisogna, secondo i casi, stimolare l’inerzia, l’indolenza nella pratica di alcune virtù, frenare o regolare lo slancio naturale, la spontaneità nell’esercizio di altre, affine di assicurare l’armonioso incremento di tutte.
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[15.–] Quest’opera è di tutti gl’istanti della vita; essa si estende al compimento degli altri lavori quotidiani, e dà a questi il solo valore che conta, e insieme la loro bellezza, il loro incanto, il loro profumo. Che il vostro focolare, grazie alle vostre cure, tenda a divenir simile a quello della santa Famiglia di Nazareth, e sia un giardino intimo, ove il Maestro ami di venire a cogliere gigli (cfr. Cant 6, 1).
[DR 5, 29-33]