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[0458] • PÍO XII, 1939-1958 • CONDICIÓN DE LA MUJER EN LA FAMILIA Y EN LA VIDA SOCIAL

De la Alocución Questa grande, a las Delegadas de las Asociaciones Femeninas Católicas de Italia, 21 octubre 1945

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El problema femenino. [La dignidad de la mujer]

[2.–] Digamos, ante todo, que para Nos el problema femenino, así en su conjunto como en cada uno de sus múltiples aspectos particulares, consiste absolutamente en la conservación y en el incremento de la dignidad que la mujer ha recibido de Dios. Por lo tanto, para Nos es un problema no de orden meramente jurídico o económico, pedagógico o biológico, político o demográfico; sino que, aun en su complejidad, gravita íntegro en torno a esta cuestión: ¿cómo mantener y reforzar aquella dignidad de la mujer, sobre todo hoy, en la coyuntura en que la Providencia nos ha colocado? Ver de otra manera el problema, considerarlo unilateralmente bajo cualquiera de los aspectos mencionados, sería lo mismo que eludirlo, sin provecho alguno para nadie, y menos aún para la mujer misma. Separarlo de Dios, del sapientísimo orden del Creador, de su voluntad santísima, es perder de vista el punto esencial de la cuestión, es decir, la verdadera dignidad de la mujer, dignidad que ella tiene tan sólo de Dios y en Dios.

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I. Cualidades particulares de los dos sexos y su mutua colaboración

[5.–] ¿En qué consiste, pues, esa dignidad que la mujer ha recibido de Dios?

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[6.–] Preguntad a la naturaleza humana, tal como el Señor la ha formado, elevado, redimido con la sangre de Cristo.

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[7.–] En su dignidad personal de hijos de Dios, el hombre y la mujer son absolutamente iguales, como también lo son con respecto al fin último de la vida humana, que es la eterna unión con Dios en la felicidad del cielo. Gloria imperecedera de la Iglesia es haber restituido a su luz y a su debido honor esta verdad y haber libertado a la mujer de una degradante servidumbre contraria a la naturaleza. Pero el hombre y la mujer no pueden mantener y perfeccionar esta su igual dignidad, sino respetando y realizando las cualidades peculiares que la naturaleza ha dado al uno y a la otra, cualidades físicas y espirituales indestructibles, cuyo orden no es posible trastornar sin que la misma naturaleza de nuevo venga siempre a restablecerlo. Estos caracteres peculiares, que distinguen a los dos sexos, se revelan con tal claridad a los ojos de todos que sólo una obstinada ceguera o un doctrinarismo no menos funesto que utópico podrían desconocer o casi ignorar su valor en los ordenamientos sociales.

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[8.–] Más aún. Los dos sexos, por sus mismas cualidades peculiares, están ordenados el uno al otro de tal suerte que esa mutua coordinación ejerce su influjo en todas las múltiples manifestaciones de la vida humana social. Por su especial importancia nos limitaremos Nos, en este momento, a recordaros dos de ellas; el estado matrimonial y el del celibato voluntario según el consejo evangélico.

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El estado matrimonial

[9.–] El fruto de una verdadera vida común conyugal comprende no sólo los hijos, cuando Dios los concede a los esposos, y los beneficios materiales y espirituales que la vida de familia ofrece al género humano. Toda la civilización en cada uno de sus aspectos, los pueblos y la sociedad de los pueblos, la Iglesia misma, en una palabra, todos los verdaderos bienes de la huma nidad sienten sus felices efectos, allí donde esta vida conyugal florece en el orden, allí donde la juventud se habitúa a contemplarla, a honrarla, a amarla como un santo ideal.

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[10.–] Allí, empero donde los dos sexos, olvidando la íntima armonía querida y establecida por Dios, se entregan a un perverso individualismo; donde no son mutuamente sino objeto de egoísmo y de pasión; donde no cooperan en mutuo acuerdo al servicio de la humanidad, según los designios de Dios y de la naturaleza; donde la juventud, despreocupada de sus responsabilidades, ligera y frívola en su espíritu y en su conducta, se convierte moral y físicamente en inepta para la santa vida del matrimonio; allí el bien común de la sociedad humana, tanto en el orden espiritual como en el temporal, se encuentra gravemente comprometido, y aun la misma Iglesia de Dios tiembla, no por su propia existencia –¡ella tiene las promesas divinas!– sino por el mayor fruto de su misión entre los hombres.

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El celibato voluntario según el consejo evangélico

[11.–] Pero ved cómo desde hace casi veinte siglos, en todas las generaciones, millares y millares de hombres y de mujeres, entre los mejores, renuncian libremente, para seguir el consejo de Cristo, a una propia familia, a los santos deberes y sacros derechos de la vida matrimonial. El bien común de los pueblos y de la Iglesia, ¿queda tal vez por ello expuesto a peligro? Muy al contrario; esos espíritus generosos reconocen la asociación de los dos sexos en el matrimonio como un alto bien. Pero, si se apartan de la vida ordinaria, del sendero trillado, ellos, lejos de desertar de él, conságranse al servicio de la humanidad, mediante el completo desasimiento de sí mismos y de sus propios intereses, con una actividad incomparablemente más amplia, total, universal. Contemplad a esos hombres y a esas mujeres: vedles dedicados a la oración y a la penitencia; consagrados a la instrucción y a la educación de la juventud y de los ignorantes; inclinados junto a la cabecera de los enfermos y de los agonizantes; con el corazón abierto a todas las miserias y a todas las debilidades, para rehabilitarlas, para confortarlas, para reanimarlas, para santificarlas.

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La joven cristiana queda sin casarse a su pesar

[12.–] Cuando se piensa en las jóvenes y en las mujeres que voluntariamente renuncian al matrimonio, para consagrarse a una vida más alta de contemplación, de sacrificio y de caridad, inmediatamente salta a los labios una luminosa palabra: ¡la vocación! Es la única palabra que se ajusta a sentimiento tan elevado. Esta vocación, esta llamada de amor, se hace sentir en las formas más diversas, como son infinitamente diversas, las modulaciones de la voz divina: invitaciones irresistibles, inspiraciones que apremian afectuosamente, dulces impulsos. Pero también la joven cristiana, que a pesar suyo ha quedado sin casarse, pero que firmemente cree en la Providencia del Padre celestial, en las vicisitudes de la vida reconoce la voz del Maestro: El Maestro está aquí y te llama1. Ella responde; ella renuncia al dulce sueño de su adolescencia y de su juventud: ¡tener un compañero fiel en la vida, formarse una familia! y, ante la imposibilidad del matrimonio, vislumbra su vocación; entonces, con el corazón quebrantado pero sumiso, también ella se entrega, toda por completo, a las obras de bien más nobles y más variadas.

1. Io. 11, 28.

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La maternidad, oficio natural de la mujer

[13.–] Tanto en uno como en otro estado, el oficio de la mujer aparece netamente trazado por los rasgos, por las aptitudes, por las facultades privativas de su sexo. Ella colabora con el hombre, pero en el modo que le es propio, según su natural tendencia. Ahora bien; el oficio de la mujer, su manera, su inclinación innata, es la maternidad. Toda mujer está destinada a ser madre: madre en el sentido físico de la palabra, o bien en un sentido más espiritual y elevado, pero no menos real.

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[14.–] A ese fin ha ordenado el Creador todo el ser propio de la mujer, su organismo, pero también su espíritu, y, sobre todo, su exquisita sensibilidad. De modo que la mujer, verdaderamente tal, no puede ver ni comprender a fondo todos los problemas de la vida humana, sino tan sólo bajo el aspecto de la familia. Por ello el sentimiento refinado de su dignidad la conmueve siempre que el orden social o político amenaza con dañar a su misión maternal, al bien de la familia.

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[15.–] Tales son hoy, desgraciadamente, las condiciones sociales y políticas: y aun pudieran tornarse más inseguras para la santidad del hogar doméstico, y, por ende, para la dignidad de la mujer. Vuestra hora ha sonado, mujeres y jóvenes católicas; la vida social tiene necesidad de vosotras: a cada una de vosotras puede decirse: ¡Se trata de lo tuyo!2.

2. Horat. Epist. L. I, Ep. XVIII, 84.

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Condiciones sociales y políticas no favorables a la santidad de la familia y a la dignidad de la mujer.

[16.–] Ya desde hace mucho tiempo, los públicos acontecimientos han venido desarrollándose en manera desfavorable para el bien real de la familia y de la mujer: innegable es el hecho. Y hacia la mujer se vuelven diversos movimientos políticos, para ganarla a su causa. –Algún sistema totalitario le pone ante sus ojos alucinadoras promesas: igualdad de derechos con el hombre, protección de las gestantes y de las puérperas, cocinas y otros servicios comunes que la libertan del peso de las preocupaciones domésticas, jardines públicos de infancia y otras Instituciones, mantenidas y administradas por el Estado y por los Municipios, que la dispensan de sus obligaciones maternales hacia sus propios hijos, escuelas gratuitas, asistencia en caso de enfermedades.

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[17.–] No se trata de negar las ventajas que pueden lograrse de cualquiera de esas previsiones sociales, si se realizan en la debida forma. Más aún; Nos mismo, ya en otra ocasión, hemos hecho notar cómo a la mujer se le debe, por el mismo trabajo y en paridad de rendimiento, la misma retribución que al hombre. Pero queda el punto esencial de la cuestión, al cual también ya aludimos: ¿ha mejorado por ello la condición de la mujer? La igualdad de derechos con el hombre ha sometido a la mujer, al tener que abandonar la casa donde era la reina, al mismo peso y tiempo de trabajo. No se ha dado importancia a su verdadera dignidad y al sólido fundamento de todos sus derechos, es decir, al carácter propio de su ser femenino y a la íntima coordinación de los dos sexos; se ha perdido de vista el fin querido por el Creador para el bien de la sociedad humana y, sobre todo, de la familia. En las concesiones hechas a la mujer es fácil descubrir, más que el respeto a su dignidad y a su misión, la intención de promover el poder económico y militar del Estado totalitario, al que todo debe quedar inexorablemente subordinado.

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[18.–] Por otra parte, ¿puede acaso la mujer esperar su verdadero bienestar de un régimen de predominante capitalismo? Innecesario es que os describamos ahora las consecuencias económicas y sociales que de éste se derivan. Vosotras conocéis sus señales características y vosotras mismas sufrís su agobio: excesiva aglomeración de los habitantes en las ciudades, progresivo y arrollador crecimiento de las grandes empresas, difícil y precaria situación de las otras industrias, singularmente del artesanado y aún más de la agricultura, inquietante extensión del paro.

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[19.–] Restablecer, lo más posible, en su honor la misión de la mujer y de la madre en el hogar doméstico: tal es la palabra que de tantas partes se alza como un grito de alarma, como si el mundo se despertara casi atemorizado de los frutos de un progreso material y técnico, del que antes se mostraba tan orgulloso.

Observemos la realidad de las cosas.

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Ausencia de la mujer del hogar doméstico

[20.–] Mirad aquella mujer que, por aumentar el salario del marido, se va también ella a trabajar en la fábrica, dejando, durante su ausencia, abandonada la casa; y ésta, tal vez ya de por sí escuálida y angosta, se torna aún más áspera por la falta de cuidados; los miembros de la familia trabajan separadamente por los cuatro ángulos de la ciudad y en horas distintas; casi nunca se encuentran juntos ni siquiera para comer, ni aun para el reposo después de las fatigas de la jornada, mucho menos para la oración en común. ¿Qué queda de la vida de familia? y ¿qué atractivos puede ella ofrecer a sus hijos?

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Deformaciones en la educación de la joven

[21.–] A estas tan penosas consecuencias de la ausencia de la mujer y de la madre del hogar doméstico, se añade otra más deplorable aún: toca ella a la educación, sobre todo de la joven, y a su preparación para la vida real. Acostumbrada a ver a su madre siempre fuera de la casa y la casa misma tan triste en su abandono, ella será incapaz de encontrar allí el menor encanto, no experimentará gusto alguno en las austeras ocupaciones domésticas, no sabrá comprender su nobleza y su belleza, ni de sear el dedicarse a ellas un día como esposa y madre.

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[22.–] Y esto es verdad en todas las clases sociales, en todas las situaciones de la vida. La hija de la señora de gran mundo, que ve todo el gobierno de la casa dejado en manos de personas extrañas, y a la madre ajetreada con ocupaciones frívolas, en fútiles diversiones, seguirá su ejemplo, querrá emanciparse cuanto antes y, según una muy triste frase, “vivir su vida”. ¿Cómo podría ella concebir el deseo de llegar a ser, algún día, una verdadera “señora”, es decir, una dueña de casa en una familia feliz, próspera y digna? En cuanto a las clases trabajadoras, obligadas a ganarse el pan cotidiano, la mujer, si reflexionase bien, se daría tal vez cuenta de cómo no pocas veces aquel suplemento de ganancia, que ella obtiene trabajando fuera de casa, es fácilmente devorado por otros gastos y hasta también por despilfarros ruinosos para la economía familiar. La hija que también va a trabajar a una fábrica, en un establecimiento o en una oficina, aturdida por la agitación del mundo en que vive, deslumbrada por el oropel de un falso lujo, buscando ansiosa turbios placeres, que distraen pero no sacian ni dan reposo, en aquellas salas de “revistas” o de bailes, que pululan doquier, a veces con intenciones de propaganda partidista, y que corrompen la juventud, al haberse hecho ya “mujer de clase”, despreciadora de las viejas normas “ochocentistas” de vida, ¿cómo podría ella no encontrar la modesta morada casera inhospitalaria y más tétrica de lo que es en realidad? Para aficionarse a ella, para desear establecerse en ella algún día ella misma, debería saber compensar la impresión natural con la seriedad de la vida intelectual y moral, con el vigor de la educación religiosa y del ideal sobrenatural. Pero ¿qué formación religiosa ha recibido ella en semejantes condiciones?

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[23.–] Y esto no es todo. Cuando, al correr los años, su madre, envejecida antes de tiempo, consumida y quebrantada por trabajos superiores a sus fuerzas, por las lágrimas, por las angustias, la vea volver a casa por la noche a hora muy tardía, lejos de tener en ella una ayuda, un amparo, tendrá ella misma que cumplir, junto a su hija incapaz y desconocedora de los trabajos femeninos y domésticos, todos los oficios de una criada. No será más afortunada la suerte del padre, cuando la edad avanzada, las enfermedades, los achaques, la falta de trabajo, le obliguen a depender, para su mezquino sustento, de la buena o de la mala voluntad de sus hijos. ¡Augusta, santa autoridad la del padre y de la madre, vedla destronada de su majestad!

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II. Deber de la mujer de participar en la vida pública actual

[24.–] ¿Concluiremos Nos, por ello, que vosotras, mujeres jóvenes y católicas, deberéis mostraros contrarias al movimiento que os arrastra, queráis o no queráis, dentro de la órbita de la vida social y política? Ciertamente que no.

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[25.–] Ante teorías y métodos, que por diferentes senderos arrancan a la mujer de su misión y, con la lisonja de una desenfrenada emancipación, o con la realidad de una miseria sin esperanza, la despojan de su dignidad personal, de su dignidad de mujer, Nos hemos oído el angustioso grito que reclama, lo más posible, su presencia en el hogar doméstico.

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[26.–] La mujer, de hecho, es retenida fuera de su casa, no tan sólo por su proclamada emancipación, sino a veces también por las necesidades de la vida, por la continua preocupación del pan cotidiano. En vano, pues, se predicará su vuelta al hogar, mientras perduren las condiciones que con frecuencia la obligan a permanecer alejada de él. Y así se manifiesta el primer aspecto de vuestra misión en la vida social y política, que se abre ante vosotras. Vuestra entrada en esa vida pública se ha realizado de repente, por efecto de los trastornos sociales de que somos espectadores: ¡poco importa! Llamadas estáis a tomar parte en ella; ¿dejaríais acaso a otras, a aquellas que se constituyen en promotoras o cómplices de la ruina del hogar doméstico, el monopolio de la organización social, cuyo elemento principal es la familia con su unidad económica, jurídica, espiritual y moral? En peligro se hallan los destinos de la familia, los destinos de la sociedad humana; están en vuestras manos: ¡Se trata de lo tuyo! Por lo tanto, toda mujer, sin excepción alguna, tiene, entendedlo bien, el deber, el estricto deber de conciencia, de no permanecer ausente, de comenzar a actuar (en las formas y en los modos correspondientes a la condición de cada una), para contener las corrientes que amenazan al hogar, para combatir las doctrinas que socavan sus fundamentos, para preparar, organizar y llevar a cabo su restauración.

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[27.–] A este motivo, que impulsa a la mujer católica a que entre en el camino que hoy se abre a su laboriosidad, añádese otro: su dignidad de mujer. Ella tiene que concurrir con el hombre al bien de la civitas, en la cual es en dignidad igual a él. Cada uno de los dos sexos debe tomar la parte que le corresponde según su naturaleza, sus caracteres, sus aptitudes físicas, intelectuales y morales. Los dos tienen el derecho y el deber de cooperar al bien total de la sociedad, de la patria; pero es claro que si el hombre, por temperamento, está más inclinado a tratar los asuntos exteriores, los negocios públicos, la mujer tiene, generalmente hablando, mayor perspicacia y tacto más fino para conocer y resolver los delicados problemas de la vida doméstica y familiar, base de toda la vida social; lo cual no quita el que algunas sepan realmente dar prueba de una gran pericia aun en todos los campos de la actividad pública.

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[28.–] Todo esto es una cuestión no tanto de atribuciones distintas, cuanto del modo de juzgar y de llegar a concretas y prácticas aplicaciones. Tomemos el caso de los derechos políticos: éstos son, en la actualidad, los mismos para ambos. Pero ¡con cuánto mayor discernimiento y eficacia serán utilizados, si el hombre y la mujer llegaren a completarse mutuamente! La sensibilidad y la delicadeza, privativos de la mujer, que podrían arrastrarla en pos de sus impresiones, y correrían así el peligro de perjudicar a la claridad y a la amplitud de las ideas, a la serenidad de las apreciaciones, a la previsión de las consecuencias remotas sirven, por lo contrario, de preciosa ayuda para poner de relieve las exigencias, las aspiraciones, los peligros del orden doméstico, benéfico y religioso.

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El campo de la actividad de la mujer en la vida civil y política

[29.–] La actividad femenina se desarrolla en gran parte en los trabajos y en las ocupaciones de la vida doméstica, que contribuyen, más y mejor de lo que generalmente podría pensarse, a los verdaderos intereses de la comunidad social. Pero estos intereses requieren, además, una falange de mujeres que dispongan de mayor tiempo para poder dedicarse a aquéllos más directa e íntegramente.

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[30.–] Esta parte directa, esta colaboración efectiva en la actividad social y política, en nada altera el carácter propio de la actividad normal de la mujer. Asociada a la obra del hombre en el campo de las instituciones civiles, ella se aplicará principalmente a aquellas materias que exigen tacto, delicadeza, instinto maternal, más bien que rigidez administrativa. ¿Quién mejor que ella puede comprender lo que requieren la dignidad de la mujer, la integridad y el honor de la joven, la protección y la educación del niño? Y en todas estas materias, ¡cuántos problemas reclaman la atención y la actividad de los gobernantes y de los legisladores! Tan sólo la mujer sabrá, por ejemplo. templar con la bondad, sin daño para la eficacia, la represión del libertinaje; sólo ella podrá encontrar los caminos para salvar de la humillación y educar en la honradez y en las virtudes religiosas y civiles a la niñez moralmente abandonada; sólo ella podrá hacer fructífera la obra del patronato y de la rehabilitación de los libertados de la cárcel o de las jóvenes caídas; sólo ella hará salir de su corazón el eco del grito de las madres, a las que un Estado totalitario, cualquiera que sea su nombre, querría arrebatar la educación de sus hijos.

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Algunas conclusiones finales:

a) La preparación y formación de la mujer para la vida social y política

[31.–] Queda así trazado el programa de los deberes de la mujer, cuya práctica finalidad es doble: su preparación y formación para la vida social y política, el desarrollo y la realización de esta vida social y política en el campo privado y público.

Claro es que el oficio de la mujer, así comprendido, no se improvisa. El instinto materno es en ella un instinto humano, no determinado por la naturaleza hasta en los últimos detalles de sus aplicaciones. Está dirigido por una voluntad libre, y ésta se halla guiada a su vez por el entendimiento. De aquí su valor moral y su dignidad, pero también su imperfección, que tiene necesidad de ser compensada y rescatada con la educación.

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[32.–] La educación femenina de la joven, y no pocas veces también la de la mujer adulta, es, por lo tanto, una condición necesaria de su preparación y de su formación para una vida digna de ella. Evidentemente el ideal sería que esta educación pudiera comenzar ya en la infancia, en la intimidad de un hogar cristiano, bajo el influjo de la madre. Por desgracia no siempre sucede así, ni siempre es posible. Sin embargo, puede al menos suplirse en parte esta deficiencia, procurando a la joven, que por necesidad tiene que trabajar fuera de su casa, una de aquellas ocupaciones que en cierto modo son el aprendizaje y el entrenamiento para la vida a que se halla destinada. A ello se encaminan también aquellas escuelas de economía doméstica, que aspiran a hacer de la niña y de la joven de hoy la mujer y la madre del mañana.

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b) La actuación práctica de la mujer en la vida social y política

[33.–] Pero en vuestra acción social y política mucho depende de la legislación del Estado y de la administración de los Municipios. Por ello la papeleta electoral es en las manos de la mujer católica un medio importante para cumplir su riguroso deber de conciencia, sobre todo en los tiempos actuales. El Estado y la política, de hecho, tienen propiamente el deber de asegurar a las familias de todas las clases sociales las condiciones necesarias para que puedan existir y desarrollarse como unidades económicas, jurídicas y morales. Entonces la familia será verdaderamente la célula vital de los hombres, que procuran honestamente su felicidad terrenal y eterna. Todo esto lo comprende perfectamente la mujer verdaderamente tal.

Lo que ella, por el contrario, no comprende ni puede comprender, es que por política se entienda el dominio de una clase sobre las demás, el ansia ambiciosa de una siempre creciente extensión de imperio económico y nacional, por cualquier motivo que se persiga. Porque ella sabe que semejante política abre el camino a la guerra civil, oculta o declarada, al peso cada vez mayor de los armamentos y al constante peligro de guerra; ella conoce por experiencia que en todo caso aquella política va en daño de la familia, la cual habrá de pagarla a gran precio con sus bienes y con su sangre. Por ello ninguna mujer prudente es favorable a una política de lucha de clases o de guerra. Su camino en la urna electoral es un camino de paz. Por ello, en interés y por el bien de la familia, la mujer recorrerá aquel camino y negará siempre su voto a toda tendencia, venga de donde viniere, de subordinar a codicias egoístas de dominio la paz interior y exterior del pueblo.

[EyD, 1686-1693]