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Magisterio sobre amor, matrimonio y familia <br /> <b>Warning</b>: Undefined variable $titulo in <b>/var/www/vhosts/enchiridionfamiliae.com/httpdocs/cabecera.php</b> on line <b>29</b><br />
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[0523] • PÍO XII, 1939-1958 • MISIÓN DE LA MUJER EN LA IGLESIA Y EN LA SOCIEDAD

Del Radiomensaje Con vivo gradimento, al Centro Italiano Femenino, reunido en Loreto (Italia), 14 octubre 1956

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[2.–] ¡Ah, cómo quisiéramos que juntamente con vosotras, y animadas por el mismo espíritu y ardor, se estrechasen en torno al trono de la Virgen todas las mujeres de Italia y del mundo para aprender de sus excelsos ejemplos el secreto de toda grandeza y el modo de actualizar en sí mismas los designios divinos, respondiendo admirablemente a la más profunda y pura aspiración de los corazones!

Si la constante tradición de la Iglesia suele proponer a las mujeres cristianas como sublime modelo de Virgen y de Madre a María, ello demuestra la alta estima que el cristianismo tiene por la mujer, la inmensa confianza que la misma Iglesia pone en su benéfico poder y en su misión en provecho de la familia y de la sociedad.

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[3.–] [...] “Sed las restauradoras del hogar, de la familia, de la sociedad”, fue nuestro grito en aquel octubre ansioso de 1945, en un discurso en que ampliamente hablamos de los “deberes de la mujer en la vida social y política” (“Discursos y radiomensajes”, vol. VII, pág. 240).

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[4.–] ¿Se entibiará acaso el antiguo ardor sólo porque una luz un tanto más serena ha vuelto a esplender sobre vuestra patria? ¿Ha cesado tal vez la necesidad de extender, reforzar y perfeccionar la obra emprendida para revigorizar en vuestras hermanas la conciencia de su dignidad y de su alta misión? Las falsas teorías, los frívolos usos y también las perversas asociaciones, ¿han desistido tal vez de poner asechanzas contra la mujer, o sea de deprimir lo que Dios ha sublimado, de destruir lo que la Iglesia edifica, de disgregar cuanto vosotras mismas os esforzáis santamente por unir? Por desgracia, no. La mujer, corona de la creación, de la que en cierto sentido es obra maestra; la mujer, esa dulce criatura, a cuyas delicadas manos parece que Dios haya confiado en tan gran parte, como auxiliar del hombre, el futuro del mundo; la mujer, expresión de cuanto hay de bueno, amable y gentil aquí abajo, es, sin embargo, a menudo y a pesar de una aparente exaltación engañosa, objeto de desestima y a veces de positivo cuanto sutil desprecio por parte del mundo paganizante.

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[6.–] Ante todo, ni siquiera al presente faltan voces que tienden a disminuir, a ignorar totalmente el mérito indiscutible que corresponde a la Iglesia por haber restituido a la mujer su primitiva dignidad; voces que, por el contrario, repiten ser precisamente la Iglesia contraria a la llamada “emancipación de la mujer del régimen feudal”. Aduciendo a veces falsos o alterados testimonios, o también interpretando superficialmente costumbres y leyes inspiradas por necesarias conveniencias prácticas, quieren algunos atribuir a la Iglesia lo que ésta precisa y resueltamente ha abrogado desde su nacimiento, o sea, aquel complejo de injusta inferioridad personal a que el paganismo condenaba no raramente a la mujer. ¿Acaso es preciso recordar la conocida sentencia de San Pablo en la que se reflejan la sustancia y la faz de toda la civilización cristiana: “No hay ya judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, sino que todos vosotros sois una sola cosa en Cristo Jesús”? (Gal 3, 28). Esto no impide que la ley cristiana establezca algunas limitaciones o sujeciones, queridas por la naturaleza, por la conveniencia humana y cristiana o por las mismas exigencias de la vida en sociedad, que no podrían subsistir sin una autoridad, ni siquiera en su más reducido núcleo cual es la familia.

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[7.–] Otras veces se aventuran insostenibles parangones entre la desconocida doctrina católica sobre el fundamento de aquella dignidad y algunas erradas teorías en las que se pretende ver una más “amplia base”, suscitando así, incluso entre las mujeres bien pensantes, alguna sospecha contra las asociaciones femeninas promovidas o alentadas por la Iglesia. ¿Acaso es preciso repetir también aquí en qué consiste el fundamento de la dignidad de la mujer? Es exactamente el mismo en que descansa la dignidad del hombre: el uno y la otra, hijos de Dios, redimidos por Cristo, con idéntico destino sobrenatural. ¿Cómo se puede, pues, hablar de personalidad incompleta de la mujer, de minimización de su valor, de inferioridad moral, y derivarlo todo de la doctrina católica?

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[8.–] Hay, además, un segundo e idéntico fundamento de dignidad para uno y para otro sexo; en efecto, tanto al hombre como a la mujer la Providencia divina ha señalado un común destino terreno, el destino a que tiende toda la historia humana y al que alcanza el precepto del Creador, dado, por así decirlo, solidariamente a los dos progenitores: “proliferad y multiplicaos, y poblad la tierra, y sometedla, y tener poder sobre ella...” (Gén 1, 28). En virtud de este destino común y temporal, ninguna actividad humana queda por sí cerrada a la mujer, cuyos horizontes, por tanto, se extienden sobre las regiones de la ciencia, de la política, del trabajo, de las artes, del deporte; pero con subordinación a las funciones primarias que a ella le fueron fijadas por la misma naturaleza. De hecho, el Creador, admirable en su obra de traducir en armonía la multiplicidad, aun estableciendo un destino común para todos los hombres ha querido repartir entre los dos sexos diferentes y complementarios oficios, como vías diversas que conducen a una única meta.

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[9.–] De ahí la diferente estructura física y psíquica del hombre y de la mujer; de ahí las diversas actividades, cualidades, inclinaciones que, equilibradas por la ley admirable de la compensación, integran armónicamente la obra del uno y de la otra. Igualdad, pues, absoluta en los valores personales y fundamentales; pero funciones diversas, complementarias y admirablemente equivalentes, de las cuales derivan los diferentes derechos y deberes de uno y de otra.

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[10.–] No hay duda de que la función primaria, la misión sublime de la mujer, es la maternidad, que, por altísimo fin propuesto por el Creador en el orden por Él escogido, predomina intensa y extensamente en la vida de la mujer. Su misma estructura física, sus cualidades espirituales, la riqueza de sus sentimientos, convergen para hacer de la mujer una madre, de tal modo que la maternidad representa la vía ordinaria por la que la mujer alcanza su propia perfección, incluso moral, y al mismo tiempo su doble destino: terreno y celeste. La maternidad, aunque no constituya el fundamento absoluto de la dignidad de la mujer, le da tanto esplendor y le asigna una parte tan amplia en la realización del destino humano, que basta ella sola para inducir a todo hombre sobre la tierra, por grande o pequeño que sea, a inclinar con reverencia y amor la frente ante su propia madre.

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[11.–] En otra ocasión expusimos cómo la perfección de la mujer, que por naturaleza está ordenada a la maternidad física, puede ser también conseguida, cuando ésta falte, con las múltiples obras de bien, pero, sobre todo, con la entrega voluntaria a una vocación superior, cuya dignidad está mensurada por las grandezas divinas de la virginidad, de la caridad y del apostolado cristiano.

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[12.–] De estas consideraciones deriva la verdad luminosa de que la mujer, ya como persona, ya como madre, obtiene toda su dignidad de Dios y de sus sabias disposiciones. Dignidad, por tanto, según la ley natural, inalienable e inviolable, que las mujeres vienen obligadas a conservar, defender, incrementar.

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[13.–] Sea, pues, ésta la idea base que habéis de difundir y a la que habéis de atraer a vuestras hermanas; éste, el ideal en el que debe inspirarse vuestro Centro, y que es el más recto criterio de valoración de vuestros derechos y deberes. Al aproximaros a la sociedad y a sus instituciones para conocer cuál sea vuestro puesto, para determinar en concreto vuestro campo de acción, reivindicar vuestras prerrogativas, haced valer antes que cualquier otro título vuestra dignidad cristiana. Las otras cuestiones, en especial la llamada “paridad de los sexos”, fuente de espiritual malestar e incluso de amarguras para las mujeres que no tengan clara visión de su particular valor, son secundarias y no pueden ser resueltas más que bajo el fundamento de los principios que acabamos de exponer.

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[16.–] Vaya vuestra enseñanza dirigida ante todo a la formación interior de la persona según el estado de cada uno y después a la preparación para la acción exterior y social; en todo caso, conforme a la doctrina y a las exhortaciones de la Iglesia. No es que se deba negar en principio la confianza a aquello que la moderna cultura ha adquirido y enseña en las cuestiones que os afectan y sobre las orientaciones ya aceptadas; sin embargo, si anheláis la seguridad de la verdad y de la rectitud y la certeza del buen resultado, hay un solo medio: aseguraros de que aquellas enseñanzas no están en desacuerdo con la doctrina y la práctica de la Iglesia. En el inmenso tesoro de la cultura católica tienen los problemas de la mujer, por larga tradición y por obra de insignes maestros, un puesto de merecida importancia; mientras que no es fácil encontrar en otra parte un ideal para la mujer más elevado y perfecto que el que el cristianismo ha hecho realidad en grandes masas de jóvenes, de esposas, de madres, de viudas, orgullo y verdadera esperanza de un pueblo.

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[17.–] Insertándoos en esta sólida tradición, la enseñanza de vuestro Centro consistirá, sobre todo, en impartir, mediante la persuasión y el ejemplo, lecciones de vida. Vosotras estáis ciertamente mejor que otras en grado de conocer cuán grande sea tal necesidad en muchas hermanas vuestras, cuáles sean las causas y los remedios para esa especie de cansancio demostrado por la mujer de hoy en la vida conyugal, cómo infundirles coraje y perseverancia en las luchas cotidianas, vigor para afrontar serenamente los múltiples y radicales cambios propios de las diversas edades de la vida femenina.

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[18.–] A esta fundamental enseñanza del “saber vivir” en el sentido más cristiano de la palabra seguirán con provecho las otras, de naturaleza diríamos técnica; es decir, de los buenos métodos para gobernar la casa, educar a los hijos, escogerse un trabajo oportuno, proveer para el futuro, actuar en la sociedad que os rodea. Una mujer iluminada, firme en sus ideales, interiormente serena, segura del consentimiento y de la cooperación de una larga estela de otras semejantes a ella misma, podrá esperar con fundamento prestar una valiosa contribución al mejoramiento de la sociedad.

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[22.–] Respecto a su extensión y a su eficacia, la fuerza del grupo femenino se manifestará en una acción resuelta, realizada sin exclusión de campos; por tanto, también en el terreno político y jurídico, a fin de que las instituciones, las leyes, las costumbres, reconozcan y respeten las particulares exigencias de la mujer. Es bien cierto que los estados modernos han realizado notables progresos en correspondencia con las aspiraciones sustanciales de la mujer; sin embargo, subsiste aún un cierto descuido o despreocupación por las exigencias diríamos psíquicas y de sentimiento, como si no merecieran seria consideración. Y, sin embargo, también estas exigencias, aunque indefinibles y casi inaprensibles por el cálculo y por la estadística, son valores reales que no pueden permanecer olvidados ya que están fundadas en la naturaleza y enderezadas a suavizar en la sociedad humana la aspereza de las leyes, a moderar las tendencias extremas en las grandes resoluciones, a establecer una más equitativa distribución de los beneficios y de los sacrificios entre todos los ciudadanos. Como quiera que el sentimiento de la mujer tiene una gran parte en la familia y a menudo determina el curso de ésta, deberá operar, y en más vasta proporción, en la vida de la nación y de la humanidad misma. No sería razonable que en la gran familia humana se encontrase a sus anchas, incluso en lo que concierne a la vida psicológica, solamente una parte de dicha familia humana: los hombres. En concreto, allí donde se respeten mejor las ansias del sentimiento femenino, la obra de consolidación de la paz será más eficaz, más hospitalarios y generosos los pueblos mejor dotados de bienes en relación con los que de ellos están privados, más cautos muchas veces los mismos administradores de la riqueza pública, más eficaces y próvidos los órganos constituidos para ayudar a las comunidades necesitadas de casas, de escuelas, de hospitales, de trabajo, puesto que detrás de tales deficiencias se ocultan a menudo los indecibles dolores de madres y de esposas que ven languidecer en la miseria a sus seres queridos, si es que las forzosas ausencias y la misma muerte prematura no los han arrancado ya a su afecto.

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[23.–] También en relación con el trabajo, la conformación física y moral de la mujer exige una sabia discriminación, tanto en la cantidad como en la calidad. El concepto de la mujer de los canteros, mineros, de los trabajadores de industrias pesadas, tal y como se ha exaltado y practicado en algunos países que quisieran inspirarse en el progreso, es cosa muy distinta de una moderna conquista; es, por el contrario, un triste retorno hacia épocas que la civilización cristiana había sepultado hace tiempo. La mujer es también una fuerza considerable en la economía de la nación, pero condicionadamente al ejercicio de las elevadas funciones que le son propias; ciertamente no es una fuerza, como suele decirse, industrial, al igual que el hombre, del que se puede exigir un mayor empleo de energía fí sica. Esa cuidadosa atención que todo hombre bien nacido demuestra para con la mujer en toda ocasión debería ser practicada también por las leyes y por las constituciones de una nación civilizada.

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[27.–] También para vosotras, queridas hijas, a quienes el programa que acabamos de delinear podría parecer superior a vuestras fuerzas o no totalmente grato a la presente sociedad o contrarrestado por corrientes adversas, repetiremos: dejad que el Dios Omnipotente, así como se ha dignado inspirar a vuestras mentes altos ideales y generosos impulsos a vuestros corazones, igualmente os conceda aliento y perseverancia, implo rados por la intercesión de su Santísima Madre, para hacer realidad esos ideales. Comenzad sin dilación a actuar sobre vosotras mismas y sobre vuestras familias, para después extender, casi insensible, pero profundamente, vuestra acción en círculos cada vez más vastos. Tened confianza en vuestra obra, con la que Nos mismo ampliamente contamos, y con Nos, la sociedad y la patria.

[E 16 (1956/II), 463-466]