[0646] • PAULO VI, 1963-1978 • RESPONSABILIDAD Y CARIDAD PASTORAL EN LA PREPARACIÓN DE LA ENCÍCLICA “HUMANAE VITAE”
Alocución Le Nostre parole, en la Audiencia General, 31 julio 1968
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[1.–] Nuestras palabras tienen hoy un tema obligado: el de la Encíclica titulada “Humanae vitae”, que hemos publicado esta semana, sobre la regulación de la natalidad. Suponemos que conocéis el texto de este documento pontificio o al menos su contenido esencial, que no es solamente la declaración de una ley moral negativa, la exclusión de toda acción que se proponga hacer imposible la procreación (núm. 14), sino que es, sobre todo, la presentación positiva de la moralidad conyugal en orden a su misión de amor y de fecundidad, en “la visión integral del hombre y de su vocación no sólo natural y terrena, sino también sobrenatural y eterna” (núm. 7).
Es la aclaración de un capítulo fundamental de la vida personal, conyugal, familiar y social del hombre, pero no es el tratado completo de cuanto se refiere al ser humano en el campo del matrimonio, de la familia, de la honestidad de costumbres. Campo inmenso sobre el cual el Magisterio de la Iglesia podrá y deberá, quizá, volver, con una explicación más amplia, orgánica y sintética.
Responde esta Encíclica a cuestiones, a dudas, a tendencias, sobre las cuales, como todos saben, se ha discutido en estos últimos tiempos demasiado amplia y vivazmente y en las que nuestra función doctrinal y pastoral se ha interesado grandemente.
No os hablaremos ahora de este documento, ya por la delicadeza y gravedad del tema, que nos parece se sale de la sencillez popular de nuestro semanal discurso, ya por el hecho de que no faltan –y no faltarán en adelante– publicaciones en torno a esta Encíclica a disposición de cuantos se interesan por el tema.
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[2.–] A vosotros os diremos solamente algunas palabras, no tanto sobre el documento en cuestión, cuanto sobre algunos de los sentimientos, que han llenado nuestro espíritu en el período, nada breve, de su preparación.
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[3.–] El primer sentimiento ha sido el de una gravísima responsabilidad Nuestra. Ese sentimiento Nos ha introducido y sostenido en lo vivo del problema durante los cuatro años requeridos para el estudio y la elaboración de esta Encíclica. Os confesamos que este sentimiento Nos ha hecho incluso sufrir no poco espiritualmente. Jamás habíamos sentido como en esta coyuntura el peso de Nuestro cargo.
Hemos estudiado, leído, discutido cuanto podíamos. Y hemos rezado también mucho. Algunas de esas circunstancias os son conocidas: debíamos responder a la Iglesia, a la humanidad entera; debíamos valorar con el interés y al mismo tiempo con la libertad de Nuestra tarea apostólica una tradición doctrinal no solamente secular, sino también reciente, como es la de Nuestros tres inmediatos predecesores.
Estábamos obligados a hacer Nuestras las enseñanzas del Concilio por Nos mismo promulgadas; Nos sentíamos inclinados a acoger, hasta donde Nos parecía posible hacerlo, las conclusiones –aunque tuviesen sólo carácter consultivo– de la comisión instituida por el Papa Juan, de venerable memoria, y ampliada por Nos mismo. Pero al mismo tiempo teníamos que ser prudentes.
Conocíamos las discusiones encendidas, con tanta pasión y también con mucha autoridad, sobre este importantísimo tema; escuchábamos las voces ruidosas de la opinión pública y de la prensa, oíamos las otras, más tenues, pero bastante más penetrantes en Nuestro corazón de padre y pastor, de muchas personas, especialmente de mujeres respetabilísimas, angustiadas por el difícil problema y por su propia experiencia, todavía más difícil; leíamos las relaciones científicas acerca de las alarmantes cuestiones demográficas en todo el mundo, avaladas muchas veces por estudios de especialistas, y por programas gubernativos; Nos llegaban de muchas partes publicaciones, inspiradas algunas por el examen de especiales aspectos científicos del problema y otras por consideraciones realistas de muchas y graves condiciones sociológicas, o también por las circunstancias, tan imperiosas hoy, de los cambios que están experimentando todos los sectores de la vida moderna...
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[4.–] Muchas veces hemos tenido la impresión de vernos como desbordados por ese cúmulo de documentaciones y hemos advertido, humanamente hablando, la desproporción de Nuestra pobre persona con el formidable deber apostólico de tenernos que pronunciar a este respecto. Muchas veces hemos temblado ante el dilema de una fácil condescendencia a las opiniones corrientes y de una sentencia mal soportada por la moderna sociedad o que fuese arbitrariamente demasiado grave para la vida conyugal.
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[5.–] Nos hemos valido de muchas consultas particulares de personas de alto valor moral, científico y pastoral, e invocando las luces del Espíritu Santo hemos puesto Nuestra conciencia en la plena y libre disponibilidad a la voz de la verdad, tratando de interpretar la norma divina que vemos surgir de la intrínseca exigencia del auténtico amor humano, de las estructuras esenciales del instituto matrimonial, de la dignidad personal de los esposos, de su misión al servicio de la vida, así como de la santidad del matrimonio cristiano.
Hemos reflexionado sobre los elementos establecidos por la doctrina tradicional y por gente de la Iglesia, especialmente sobre las enseñanzas del reciente Concilio; hemos ponderado las consecuencias de una y otra decisión, y no hemos tenido duda alguna al decidir que debíamos pronunciar Nuestra sentencia en los términos expresados por la presente Encíclica.
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[6.–] Otro sentimiento que Nos ha guiado siempre en Nuestro trabajo es el de la caridad, el de la sensibilidad pastoral hacia aquéllos que están llamados a integrar en la vida conyugal y en la familia su individual personalidad. Y hemos seguido de buen grado la concepción personalista, propia de la doctrina conciliar, acerca de la sociedad conyugal, dando así al amor que la engendra y la alimenta el puesto preeminente que le corresponde en la valoración subjetiva del matrimonio. Hemos acogido, además, todas las sugerencias formuladas en el campo de la licitud para aligerar la observancia de la norma reafirmada.
Hemos querido añadir a la exposición doctrinal alguna indicación práctica de carácter pastoral. Hemos honrado la función de los hombres de ciencia en orden a la prosecución de los estudios sobre los procesos biológicos de la natalidad y para la recta aplicación de los remedios terapéuticos y de la norma moral inherentes a ellos. Hemos reconocido a los cónyuges su responsabilidad y, por tanto, su libertad como ministros del designio de Dios sobre la vida humana, interpretado por el Magisterio de la Iglesia por su bien personal y para el de sus hijos.
Y hemos aludido también al intento superior que inspira la doctrina y la práctica de la Iglesia: el de ayudar a los hombres a defender su dignidad, comprenderlos y sostenerlos en sus dificultades, educarlos hacia un vigilante sentido de responsabilidad, hacia un fuerte y sereno dominio de sí mismos, hacia una valiente concepción de los grandes y comunes deberes de la vida y de los sacrificios inherentes a la práctica de la virtud y a la construcción de un hogar fecundo y feliz.
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[7.–] Finalmente, un sentido de esperanza ha acompañado la laboriosa redacción de este documento, la esperanza de que, por su propio valor, por su humana verdad, será bien acogido, a pesar de la diversidad de opiniones tan largamente difundidas hoy día y a pesar de la dificultad que el camino trazado puede presentar a quien lo quiera seguir fielmente y también a quien lo debe claramente enseñar. Todo ello –se entiende–, con la ayuda de Dios, que da la vida.
Esperanza también de que, especialmente los estudiosos, sabrán reconocer en el documento el lazo genuino que lo liga a la concepción cristiana de la vida y que Nos autoriza a hacer Nuestra la palabra del Apóstol: “Nos autem sensum Christi habemus” (tenemos el pensamiento de Cristo) (1 Cor 2, 16). Esperanza, por último, en que los esposos cristianos sabrán comprender que Nuestra palabra, por severa y ardua que pueda parecer, quiere ser intérprete de la autenticidad de su amor, llamado a transfigurarse a sí mismo en la imitación del de Cristo por su esposa mística, la Iglesia, y que ellos serán los primeros en saber desarrollar todo práctico movimiento tendente a asistir a la familia en sus necesidades, a hacerla florecer en su integridad y a infundir en la familia moderna su espiritualidad propia, fuente de perfección para cada uno de sus miembros y de testimonio moral en la sociedad (Cfr. Apostolicam actuositatem, n. 11; Gaudium et spes, n. 48).
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[8.–] Como veis, hijos queridísimos, se trata de una cuestión muy especial, que considera un aspecto extremadamente delicado y grave de la humana existencia. Y así como Nos hemos tratado de estudiarlo y exponerlo con la verdad y caridad que tal tema exigía de Nuestro magisterio y de Nuestro ministerio, así pedimos a todos vosotros –estéis o no interesados directamente en dicha cuestión– que procuréis considerarlo con el respeto que merece en el amplio y luminoso cuadro de la vida cristiana.
Con Nuestra Bendición Apostólica.
[E 28 (1968), 1173-1175]
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[1.–] Le Nostre parole hanno oggi un tema obbligato dalla Enciclica, intitolata Humanae vitae, che abbiamo pubblicato in questa settimana circa la regolazione della natalità. Riteniamo che vi sia noto il testo di questo documento pontificio, o almeno il suo contenuto essenziale, che non è soltanto la dichiarazione d’una legge morale negativa, cioè l’esclusione d’ogni azione, che si proponga di rendere impossibile la procreazione (n. 14), ma è soprattutto la presentazione positiva della moralità coniugale in ordine alla sua missione d’amore e di fecondità “nella visione integrale dell’uomo e della sua vocazione, non solo naturale e terrena, ma anche soprannaturale ed eterna” (n. 7). È il chiarimento d’un capitolo fondamentale della vita personale, coniugale, familiare e sociale dell’uomo, ma non è la trattazione completa di quanto riguarda l’essere umano nel campo del matrimonio, della famiglia, dell’onestà dei costumi, campo immenso nel quale il Magistero della Chiesa potrà e dovrà forse ritornare con disegno più ampio, organico e sintetico. Risponde questa Enciclica a questioni, a dubbi, a tendenze, su cui la discussione, come tutti sanno, si è fatta in questi ultimi tempi assai ampia e vivace, e su cui la Nostra funzione dottrinale e pastorale è stata fortemente interessata. Non vi parleremo adesso di questo documento, sia per la delicatezza e la gravità del tema, che Ci sembrano trascendere la semplicità popolare del presente settimanale discorso, sia per il fatto che non mancano già e non mancheranno, intorno all’Enciclica, pubblicazioni a disposizione di quanti s’interessano del tema stesso (1).
1. Cfr. ad esempio: G. MARTELET, Amour conjugal et renouveau conciliaire.
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[2.–] A voi diremo semplicemente qualche parola non tanto sul documento in questione, quanto su alcuni Nostri sentimenti, che hanno riempito il Nostro animo nel periodo non breve della sua preparazione.
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[3.–] Il primo sentimento è stato quello d’una Nostra gravissima responsabilità. Esso Ci ha introdotto e sostenuto nel vivo della questione durante i quattro anni dovuti allo studio e alla elaborazione di questa Enciclica. Vi confideremo che tale sentimento Ci ha fatto anche non poco soffrire spiritualmente. Non mai abbiamo sentito come in questa congiuntura il peso del Nostro ufficio. Abbiamo studiato, letto, discusso quanto potevamo; e abbiamo anche molto pregato. Alcune circostanze a ciò relative vi sono note; dovevamo rispondere alla Chiesa, all’umanità intera; dovevamo valutare, con l’impegno e insieme con la libertà del Nostro compito apostolico, una tradizione dottrinale, non solo secolare, ma recente, quella dei Nostri tre immediati Predecessori; eravamo obbligati a fare Nostro l’insegnamento del Concilio da Noi stessi promulgato; Ci sentivamo propensi ad accogliere, fin dove Ci sembrava di poterlo fare, le conclusioni, per quanto di carattere consultivo, della Commissione istituita da Papa Giovanni, di venerata memoria, e da Noi stessi ampliata, ma insieme doverosamente prudenti; sapevamo delle discussioni accese, con tanta passione ed anche con tanta autorità, su questo importantissimo tema; sentivamo le voci fragorose dell’opinione pubblica e della stampa; ascoltavamo quelle più tenui, ma assai penetranti nel Nostro cuore di padre e di pastore, di tante persone, di donne rispettabilissime specialmente, angustiate dal difficile problema e dall’ancor più difficile loro esperienza; leggevamo le relazioni scientifiche circa le allarmanti questioni demografiche nel mondo, suffragate spesso da studi di esperti e da programmi governativi; venivano a Noi da varie parti pubblicazioni, ispirate alcune dall’esame di particolari aspetti scientifici del problema, ovvero altre da considerazionni realistiche di molte e gravi condizioni sociologiche, oppure da quelle, oggi tanto imperiose, delle mutazioni irrompenti in ogni settore della vita moderna.
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[4.–] Quante volte abbiamo avuto l’impressione di essere quasi soverchiati da questo cumulo di documentazioni, e quante volte, umanamente parlando, abbiamo avvertito l’inadeguatezza della Nostra povera persona al formidabile obbligo apostolico di dover Ci pronunciare al riguardo; quante volte abbiamo trepidato davanti al dilemma d’una facile condiscendenza alle opinioni correnti, ovvero d’una sentenza male sopportata dall’odierna società, o che fosse arbitrariamente troppo grave per la vita coniugale!
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[5.–] Ci siamo valsi di molte consultazioni particolari di persone di alto valore morale, scientifico e pastorale; e, invocando i lumi dello Spirito Santo, abbiamo messo la Nostra coscienza nella piena e libera disponibilità alla voce della verità, cercando d’interpretare la norma divina che vediamo scaturire dall’intrinseca esigenza dell’autentico amore umano, dalle strutture essenziali dell’istituto matrimoniale, dalla dignità personale degli sposi, dalla loro missione al servizio della vita, non che dalla santità del coniugio cristiano; abbiamo riflesso sopra gli elementi stabili della dottrina tradizionale e vigente della Chiesa, specialmente poi sopra gli insegnamenti del recente Concilio, abbiamo ponderato le conseguenze dell’una o dell’altra decisione; e non abbiamo avuto dubbio sul Nostro dovere di pronunciare la Nostra sentenza nei termini espressi dalla presente Enciclica.
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[6.–] Un altro sentimento, che Ci ha sempre guidato nel Nostro lavoro, è quello della carità, della sensibilità pastorale verso coloro che sono chiamati a integrare nella vita coniugale e nella famiglia la loro singola personalità; e abbiamo volentieri seguito la concezione personalistica, propria della dottrina conciliare, circa la società coniugale, dando così all’amore, che la genera e che la alimenta, il posto preminente che gli conviene nella valutazione soggettiva del matrimonio; abbiamo accolto poi tutti i suggerimenti formulati nel campo della liceità, per agevolare l’osservanza della norma riaffermata. Abbiamo voluto aggiungere all’esposizione dottrinale qualche indicazione pratica di carattere pastorale. Abbiamo onorato la funzione degli uomini di scienza per il proseguimento degli studi sui processi biologici della natalità e per la retta applicazione dei rimedi terapeutici e della norma morale a ciò inerente. Abbiamo riconosciuto ai coniugi la loro responsabilità e quindi la loro libertà, quali ministri del disegno di Dio sulla vita umana, interpretato dal magistero della Chiesa, per il loro bene personale e per quello dei loro figli. E abbiamo accennato all’intento superiore che ispira la dottrina e la pratica della Chiesa, quello di giovare agli uomini, di difendere la loro dignità, di comprenderli e di sostenerli nelle loro difficoltà, di educarli a vigile senso di responsabilità, a forte e serena padronanza di sè, a coraggiosa concezione dei grandi e comuni doveri della vita e dei sacrifici inerenti alla pratica della virtù e alla costruzione d’un focolare fecondo e felice.
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[7.–] E finalmente un sentimento di speranza ha accompagnato la laboriosa redazione di questo documento; la speranza ch’esso, quasi per virtù propria, per la sua umana verità, sarà bene accolto, nonostante la diversità di opinioni oggi largamente diffusa, e nonostante la difficoltà che la via tracciata può presentare a chi la vuole fedelmente percorrere, ed anche a chi la deve candidamente insegnare, con l’aiuto del Dio della vita, s’intende; la speranza, che gli studiosi specialmente sapranno scoprire nel documento stesso il filo genuino, che lo collega con la concezione cristiana della vita, e che Ci autorizza a far Nostra la parola dell’Apostolo: Nos autem sensum Christi habemus, noi poi teniamo il pensiero di Cristo (2). E la speranza infine che saranno gli sposi cristiani a comprendere come la Nostra parola, per severa ed ardua che possa sembrare, vuol essere interprete dell’autenticità del loro amore, chiamato a trasfigurare se stesso nell’imitazione di quello di Cristo per la sua mistica sposa, la Chiesa; e che essi per primi sapranno dare sviluppo ad ogni pratico movimento inteso ad assistere la famiglia nelle sue necessità, a farla fiorire nella sua integrità, e ad infondere nella famiglia moderna la spiritualità sua propria, fonte di perfezione per i singoli suoi membri e di testimonianza morale nella società3.
2. 1 Cor. 2, 16.
3. Cfr. Decr. Apostolicam actuositatem, n. 11 [1965 11 18/11]; Const. Past. Gaudium et spes, n. 48 [1965 12 07c/48].
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[8.–] È, come vedete, Figli carissimi, una questione particolare, che considera un aspetto estremamente delicato e grave dell’umana esistenza; e come Noi abbiamo cercato di studiarlo e di esporlo con la verità e con la carità che tale tema voleva dal Nostro magistero e dal Nostro ministero, così a voi tutti, interessati direttamente che voi siate o no alla questione stessa, chiediamo di volerlo considerare col rispetto che merita, nell’ampio e luminoso quadro della vita cristiana.
Con la Nostra Benedizione Apostolica.
[AAS 60 (1968), 527-530]