[0862] • JUAN PABLO II (1978-2005) • SERVICIO A LA VIDA Y A LA FAMILIA
Discurso Ho accolto, a la Asociación Católica Italiana de Auxiliares Médicos, 26 enero 1980
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1. Muy gustoso he accedido al deseo que habéis manifestado de un encuentro particular en el que pudierais testimoniar la devoción que os une al Papa y recibir una palabra suya de aliento y orientación en el cumplimiento de los delicados deberes vinculados a vuestra profesión.
Conozco las altas finalidades que se propone vuestra Asociación, y también me son conocidas las opciones valientes que ha hecho en estos últimos años para mantenerse fiel a los dictados de la conciencia iluminada por la fe. Por ello, me da alegría poder manifestaros personalmente mi aprecio cordial y dirigiros al mismo tiempo mi exhortación paterna a perseverar en el propósito de adhesión de vuestra profesión, sometida no pocas veces a presiones fuertes de parte de quien quisiera doblegarla a prestaciones que están en contraste directo con los objetivos para que nació y según los cuales actúa.
El “servicio a la vida y a la familia” ha sido y es de hecho la razón esencial de ser de esta profesión, como habéis subrayado con acierto en el mismo tema del congreso, y precisamente en este noble servicio es donde reside el secreto de su grandeza. Corresponde a vosotras velar con solicitud por el proceso admirable y misterioso de la generación que se lleva a cabo en el seno materno, a fin de ir siguiendo su desenvolvimiento regular y favorecer la conclusión feliz con la llegada a la luz de una criatura nueva. Sois, por tanto, quienes custodiáis la vida humana que se renueva en el mundo, trayendo a éste el gozo (Cfr. Jn 16, 21) y la esperanza de un futuro mejor, con la sonrisa lozana del recién nacido.
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2. Por ello es necesario que cada una fomente en sí la conciencia del valor sumo de la vida humana: en el ámbito de toda la creación visible la vida humana es un valor único. Pues el Señor ha creado todas las demás cosas sobre la tierra para el hombre; en cambio, como afirmó de nuevo el Concilio Vaticano II, el hombre es “la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo” (Gaudium et spes, 24).
Ello significa que en cuanto respecta a su ser y esencia, el hombre no puede tener por fin a ninguna criatura, sino sólo a Dios. Es éste el contenido profundo del pasaje bíblico tan conocido según el cual “Creó Dios al hombre a imagen suya... y los creó macho y hembra” (Gén 1, 27): y es esto mismo lo que se quiere recordar cuando se afirma que la vida humana es sagrada. El hombre, en cuanto ser dotado de inteligencia y voluntad libre, recibe el derecho a la vida inmediatamente de Dios, de quien es imagen, no de los padres ni de una sociedad o autoridad humana. Sólo Dios puede “disponer”, por tanto, de este don suyo singular: “Ved, pues, que soy Yo, Yo solo, y que no hay Dios alguno más que Yo. Yo doy la vida, Yo doy la muerte, Yo hiero y Yo sano. No hay nadie que se libre de mi mano” (Dt 32, 39).
El hombre, pues, posee la vida como don del que, por otra parte, tampoco puede considerarse dueño; por tanto, no puede sentirse árbitro de la propia vida ni de la ajena. El Antiguo Testamento formula esta conclusión en un precepto del Decálogo: “No matarás” (Éx 20, 13), con la aclaración que sigue luego: “No hagas morir al inocente y al justo, porque Yo no absolveré al culpable de ello” (Éx 23, 7). En el Nuevo Testamento Cristo vuelve a indicar dicho precepto como condición para “entrar en la vida” (Cfr. Mt 19, 18): pero muy significativamente pone detrás la mención del precepto que sintetiza en sí todo aspecto de la norma moral y lo lleva a cumplimiento, es decir, el precepto del amor (Mt 19, 19). Sólo quien ama puede acoger hasta el fondo las exigencias que brotan del respeto a la vida del prójimo.
Sin duda recordáis a este propósito las palabras de Cristo en el “Sermón de la Montaña”; en dicha ocasión Jesús alude casi polémicamente al “no matarás” veterotestamentario, viendo en él una expresión de la justicia “insuficiente” de los escribas y fariseos (Cfr. Mt 5, 20), e invitando a mirar más a fondo dentro de sí mismo para descubrir las raíces perversas de donde brota toda violencia contra la vida; culpable es no sólo quien mata, sino quien abriga sentimientos malévolos y sale de repente con palabras ofensivas contra el prójimo (Cfr. Mt 5, 21). Hay una violencia verbal que prepara el terreno y favorece el brote de premisas psicológicas que hacen desencadenarse la violencia física.
Quien quiere respetar la vida y hasta ponerse generosamente a su servicio, debe cultivar en sí sentimientos de comprensión con los demás, de participación en sus vicisitudes, de solidaridad humana; en una palabra: sentimientos de amor sincero. El creyente tiene facilidad para ello, porque sabe reconocer en todo hombre a un hermano (Cfr. Mt 23, 8), con el que se identifica Cristo hasta el punto de considerar hecho a Él lo que se hace con aquél (Cfr. Mt 25, 40-45).
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3. Pero es hombre también el niño que todavía no ha nacido; e incluso, si es título privilegiado de identificación con Cristo el contarse entre los “más pequeños” (Cfr. Mt 25, 40), ¿cómo no ver una presencia particular de Cristo en el ser humano en gestación que entre todos los demás seres humanos es de verdad el más pequeño e inerme, carente de todo medio de defensa, hasta de la voz, para reclamar contra las ofensas inferidas a sus derechos elementales?
Es obligación vuestra dar testimonio ante todos de la estima y respeto de la vida humana que nutrís en el corazón; defenderla valientemente si fuera necesario; negaros a cooperar a su supresión directa. No hay disposición humana que pueda legitimar una acción intrínsecamente inicua, ni menos aún obligar a nadie a consentir en ella. En efecto, la ley recibe su valor vinculante de la función que desempeña –en fidelidad a la ley divina– al servicio del bien común; y esto es así, a su vez, en la medida en que promueve el bienestar de las personas. Por tanto, ante una ley que se halle en contraste directo con el bien de la persona, que reniegue incluso de la persona en sí, usurpándole el derecho a vivir, el cristiano no puede dejar de oponer su rechazo cortés y firme a la vez, recordando las palabras del apóstol Pedro ante el Sanedrín: “Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres” (Act 5, 29).
Sin embargo, vuestra tarea no se limita a esta función negativa por así decir. Se extiende también a un conjunto de deberes positivos de gran importancia. A vosotras toca robustecer en el ánimo de los padres el deseo y la alegría en vista de la vida nueva que ha brotado de su amor; a vosotras, sugerir la visión cristiana de la misma mostrando con vuestra actitud que reconocéis en el niño formado en el seno materno un don y una bendición de Dios (Cfr. Sal 126, 3; 127, 3 ss.); a vosotras toca también estar al lado de la madre para reavivar en ella la conciencia de la nobleza de su misión y reforzar su resistencia frente a las posibles insinuaciones de la pusilanimidad humana; a vosotras corresponde, en fin, prodigaros con toda clase de cuidados para garantizar al niño un nacimiento sano y feliz.
Y en una visión más amplia de vuestro servicio a la vida, ¿cómo no recordar la aportación importante del consejo y orientación práctica que podéis ofrecer a cada uno de los matrimonios, con el deseo de que se lleve a cabo una procreación responsable dentro del respeto del orden establecido por Dios? También se dirigen a vosotras las palabras de mi predecesor Pablo VI cuando exhortó a los componentes del personal sanitario a perseverar “en promover constantemente las soluciones inspiradas en la fe y en la recta razón” y esforzarse “en fomentar la convicción y el respeto de las mismas en su ambiente” (Humanae vitae, 27).
Para responder convenientemente a todos estos deberes complejos y delicados es obvio que necesitáis preocuparos de adquirir una competencia profesional íntegra, puesta al día constantemente a la luz de los progresos más recientes de la ciencia. Esta competencia comprobada, además de permitiros intervenir con oportunidad y preparación a nivel estrictamente profesional, os garantizará ante los que recurren a vosotras la consideración y el crédito que pueden disponer el ánimo a aceptar vuestros consejos en las cuestiones morales relacionadas con vuestra misión.
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4. He trazado algunas líneas directrices según las cuales os exhorto a orientar vuestra actuación cívica y cristiana. Es una misión que presupone fuerte sentido del deber y adhesión generosa a los valores morales, comprensión humana y paciencia incansable, firmeza valiente y ternura maternal. Dotes nada fáciles, como os lo enseña la experiencia. Pero son dotes requeridas por una profesión que se sitúa por propia naturaleza a nivel de misión. Y dotes que, por otra parte, son pagadas con testimonios de estima y agradecimiento afectuoso de quienes se han beneficiado de vuestra ayuda.
A la luz de María invoco sobre vosotras y vuestra actividad dones copiosos de la bondad divina, a la vez que, en prenda de afecto especial, concedo a todas la propiciatoria Bendición Apostólica.
[Enseñanzas 6, 504-507]
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1. Ho accolto di buon grado il desiderio, da voi espresso, di un incontro particolare, nel quale vi fosse concesso di testimoniare la devozione che vi lega al Papa, e di ricevere da Lui una parola di conforto e di guida nell’adempimento dei delicati compiti connessi con la vostra professione.
Conosco le alte finalità a cui la vostra Associazione si ispira e mi sono note, altresì, le coraggiose scelte, che essa ha saputo operare in questi anni, per restare fedele ai dettami della coscienza illuminata dalla fede. Sono lieto, pertanto, di potervi manifestare di persona il mio cordiale apprezzamento e di recarvi, al tempo stesso, la mia paterna esortazione a perseverare nel proposito di coerente adesione alle norme deontologiche della vostra professione, non raramente sottoposta a forti pressioni da parte di chi vorrebbe piegarla verso prestazioni, che sono in diretto contrasto con gli scopi per cui essa è sorta ed opera.
Il “servizio alla vita ed alla famiglia” è stato ed è infatti, la ragion d’essere essenziale di questa professione, come avete opportunamente sottolineato nel tema stesso del Convegno; ed è precisamente in tale nobile servizio che va ricercato il segreto della sua grandezza. A voi spetta di vegliare con sollecitudine sul mirabile e misterioso processo della generazione, che si compie nel seno materno, allo scopo di seguirne il regolare svolgimento e di favorirne il felice esito con la venuta alla luce della nuova creatura. Voi siete, dunque, le custodi della vita umana, la quale si rinnova nel mondo, portando in esso, col fresco sorriso del neonato, la gioia (1) e la speranza di un futuro migliore.
1. Cf. Io. 16, 21.
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2. È necessario, pertanto, che ognuna di voi coltivi in se stessa la chiara consapevolezza dell’altissimo valore della vita umana: nell’ambito dell’intera creazione visibile essa è un valore unico. Il Signore ha infatti creato tutte le altre cose sulla terra per l’uomo; l’uomo invece –come il Concilio Vaticano II ha ribadito– è “la sola creatura che Iddio abbia voluto per se stessa” (2).
Questo significa che, per quanto riguarda il suo essere e la sua essenza, l’uomo non può essere finalizzato ad alcuna creatura, ma a Dio soltanto. È questo il contenuto profondo del passo biblico ben noto, secondo cui “Dio creò l’uomo a sua immagine... maschio e femmina li creò” (3); e questo è anche ciò che si vuol ricordare quando si afferma che la vita umana è sacra. L’uomo, come essere fornito di intelligenza, di libera volontà, desume il diritto alla vita immediatamente da Dio, di cui è immagine, non dai genitori, né da qualsiasi società od autorità umana. Dio soltanto può, quindi, “disporre” di tale suo dono singolare: “Io, io solo sono Dio e nessun altro è Dio come me. Sono io che faccio morire e risuscito, sono io che ferisco e risano e non c’è chi possa liberare dal mio potere” (4).
L’uomo, dunque, possiede la vita come un dono, del quale non può però considerarsi padrone; per questo, della vita tanto propria che altrui non può sentirsi arbitro. L’Antico Testamento formula questa conclusione in un precetto del Decalogo: “Non uccidere” (5), con la precisazione che segue poco dopo: “Non far morire l’innocente ed il giusto, poichè io non assolverò il malvagio” (6). Cristo, nel Nuovo Testamento, ribadisce tale precetto come condizione per “entrare nella vita” (7); ma –significativamente– lo fa seguire dalla menzione del precetto che riassume in sè ogni aspetto della norma morale, portandolo a compimento, il precetto cioè dell’amore (8). Solo chi ama può accogliere fino in fondo le esigenze che scaturiscono dal rispetto per la vita del prossimo.
A questo proposito, voi ricordate certamente le parole di Cristo nel “discorso della montagna”: in tale occasione Gesù si rifà quasi polemicamente al “non uccidere” veterotestamentario, vedendovi un’espressione della giustizia “insufficiente” degli scribi e dei farisei (9) ed invitando a guardare più a fondo in se stessi, per individuare le radici malvagie, da cui scaturisce ogni violenza contro la vita; colpevole non è soltanto chi uccide, ma anche chi coltiva sentimenti malevoli ed esce in parole offensive nei confronti del prossimo (10). Vi è una violenza verbale che prepara il terreno e favorisce l’insorgere dei presupposti psicologici per lo scatenarsi della violenza fisica.
Chi vuol rispettare la vita e porsi, anzi, generosamente al servizio di essa, deve coltivare in se stesso sentimenti di comprensione verso l’altro, di partecipazione alla sua vicenda, di umana solidarietà, in una parola sentimenti di amore sincero. Il credente è in ciò facilitato, perchè egli sa riconoscere in ogni uomo, un fratello (11), nel quale Cristo si identifica al punto da ritenere fatto a sè quello che a lui viene fatto (12).
2. Gaudium et spes, 24.
3. Gen. 1, 27.
4. Deut. 32, 39.
5. Ex. 20, 13.
6. Ibid. 23, 7.
7. Cf. Matth. 19, 18.
8. Cf. Matth. 19, 19.
9. Cf. ibid. 5, 20.
10. Cf. ibid. 5, 21 ss.
11. Cf. ibid. 23, 8.
12. Cf. Matth. 25, 40-45.
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3. Uomo è, per altro, anche il bambino non ancora nato; ed anzi, se titolo privilegiato di identificazione con Cristo è l’essere tra “i più piccoli” (13), come non vedere una presenza particolare di Cristo nell’essere umano in gestazione che, tra gli altri esseri umani, è davvero il più piccolo ed inerme, privo com’è di ogni mezzo di difesa, persino della voce per reclamare contro i colpi inferti ai suoi più elementari diritti?
È vostro compito testimoniare, di fronte a tutti la stima ed il rispetto, che nutrite nel cuore per la vita umana; di prenderne all’occorrenza arditamente la difesa; di rifiutarvi di cooperare alla su diretta soppressione. Non v’è disposizione umana che possa legittimare un’azione intrinsecamente iniqua, né tanto meno obbligare chicchessia a consentirvi. La legge, infatti, ripete il suo valore vincolante dalla funzione che essa –in fedeltà alla Legge divina– svolge a servizio del bene comune; e questo, a sua volta, è tale nella misura in cui promuove il benessere della persona. Di fronte, pertanto, ad una legge che si ponga in diretto contrasto col bene della persona, che rinneghi anzi la persona in se stessa, sopprimendone il diritto a vivere, il cristiano, memore delle parole dell’Apostolo Pietro al cospetto del sinedrio: “Bisogna obbedire a Dio piuttosto che agli uomini” (14), non può che opporre il suo civile ma fermo rifiuto.
Il vostro impegno, tuttavia, non si limita a questa funzione, per così dire, negativa. Esso si spinge a tutto un insieme di compiti positivi di grande importanza. A voi spetta di confermare nell’animo dei genitori il desiderio e la gioia per la nuova vita, sbocciata dal loro amore; a voi di suggerirne la visione cristiana, mostrando col vostro atteggiamento di riconoscere nel bimbo, formato nel seno materno, un dono ed una benedizione di Dio (15); a voi, ancora, di essere accanto alla madre per ravvivare in lei la coscienza della nobiltà della sua missione e per rafforzarne la resistenza di fronte alle eventuali suggestioni dell’umana pusillanimità; a voi, infine, di prodigarvi con ogni cura per assicurare al bambino una nascita sana e felice.
E come non ricordare anche, in una visione più ampia del vostro servizio alla vita, l’importante contributo di consiglio e di pratico orientamento che voi potete offrire alle singole coppie di sposi, desiderose di attuare una procreazione responsabile, nel rispetto dell’ordine stabilito da Dio? Anche a voi sono rivolte le parole del mio Predecessore Paolo VI, con cui ha esortato i membri del personale sanitario a perseverare “nel promuovere in ogni occasione le soluzioni ispirate alla fede ed alla retta ragione” ed a sforzarsi di “suscitarne la convinzione ed il rispetto nel loro ambiente” (16).
È ovvio che, per adempiere in modo conveniente a tutti questi complessi e delicati compiti, è necessario che vi studiate di acquisire una competenza professionale ineccepibile, continuamente aggiornata alla luce dei più recenti progressi della scienza. Sarà tale comprovata competenza che, oltre a consentirvi interventi tempestivi ed adeguati a livello strettamente professionale, vi assicurerà presso coloro che ricorrono a voi la considerazione ed il credito capaci di dispome l’animo ad accogliere i vostri consigli nelle questioni morali coi vostro ufficio.
13. Cf. Matth. 25, 40.
14. Act. 5, 29.
15. Cf. Ps. 126, 3; 127, 3 ss.
16. PAULIVI, Humanae vitae, 27 [1968 07 25/27].
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4. Ecco tracciate alcune linee direttrici, secondo le quali siete esortate ad orientare il vostro impegno civico e cristiano. È un impegno che suppone vivo senso del dovere e generosa adesione ai valori morali, umana comprensione e pazienza instancabile, fermezza coraggiosa e tenerezza materna. Doti non facili, come l’esperienza v’insegna. Doti, comunque, richieste da una professione che si situa per natura sua al livello della missione. Doti, per altro, normalmente ripagate dalle testimonianze di stima e di affettuosa riconoscenza, che vi giungono da coloro che hanno beneficiato della vostra assistenza.
Nella luce di Maria invoco su di voi e sulla vostra attività i copiosi doni della divina Bontà, mentre, in pegno di speciale benevolenza, a tutte concedo la propiziatrice Benedizione Apostolica.
[Insegnamenti GP II, 3/1, 191-195]