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[0926] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LAS FAMILIAS CRISTIANAS

De la Homilía en la Misa de la Jornada para la Familia, en la Plaza de San Pedro, 12 octubre 1980

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La gracia sacramental y el don de la vida

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3. Y gracias a esto toda la Iglesia se siente hoy, de un modo especial, no sólo Pueblo de Dios, sino una verdadera familia de Dios. Este día es verdaderamente extraordinario. Lleno de alegría y de esperanza. ¡Y cuán necesario es entre los falsos caminos y las dudas que presenta la marcha del tiempo! ¡Y cuán lleno está de la seguridad que recibe de la Alianza eterna! Verdaderamente éste es el día que ha hecho el Señor.

Este día me recuerda muchos otros días de mi servicio episcopal, tantos encuentros con los esposos en las parroquias que he visitado. Los he considerado siempre como un momento clave de la visita a una parroquia. Encontrarse con los esposos, orar junto con ellos por los problemas que constituyen el contenido de su vocación y la finalidad de su vida. Unirse a ellos en la comunión del Sacrificio eucarístico y bendecir cada pareja de esposos y de padres (en cuanto sea posible, con sus hijos), para renovar en ellos la gracia del sacramento del matrimonio.

Lo mismo debe realizarse hoy en nuestra comunidad, no ya en las dimensiones de una sola parroquia visitada por el obispo, sino, en cierto sentido, en las dimensiones de la comunidad universal de toda la Iglesia, y esto gracias a vuestra presencia, gracias a vuestra visita, queridos hermanos y hermanas, a los lugares de las “memorias de los apóstoles” en Roma. ¡Cuánto os lo agradezco, junto con todos mis hermanos en el Episcopado, reunidos en la presente sesión del Sínodo! ¡Esperamos tanto de este día, de esta comunión de almas, de esta oración, de esta Eucaristía!

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4. Las lecturas de la liturgia de hoy nos hablan de cómo Dios, en su designio eterno, ha unido el deber fundamental de la familia –que es el don de la vida ofrecido por los padres, hombre y mujer, a sus hijos, a cada nuevo ser humano– con la vocación al amor, a la participación del amor que procede de Dios, porque Él mismo es amor. Sí. “Dios es amor” (1 Jn4, 8).

Cuando, como leemos en el Libro del Génesis, Dios creó al hombre a su imagen y semejanza (Cfr. 1, 26), llamándolo a la existencia por amor, lo llamó, al mismo tiempo, al amor. Puesto que Dios es amor y el hombre es creado “a imagen de Dios”, hay que concluir que la vocación al amor ha sido inscrita, por decirlo así, orgánicamente en esta imagen, es decir, en la humanidad del hombre, que Dios creó varón y mujer.

A la luz de esta verdad fundamental sobre el hombre, que es imagen de Dios, volvemos a leer las palabras dirigidas al principio al hombre y a la mujer: “Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla” (Gén 1, 28).

Son palabras de bendición. Todas las criaturas vivas han heredado la bendición del Creador, pero en las palabras pronunciadas sobre el hombre, sobre el varón y sobre la mujer, esta bendición ha confirmado el doble don: el don de la vida y el don del amor.

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5. De este doble don del Creador se origina la familia. El sacramento del matrimonio es el sacramento que decide sobre ella en la historia del hombre y, al mismo tiempo, en la historia de la salvación. Remontarse a los fundamentos mismos de los deberes que la familia debe cumplir en cada época –que ha de cumplir también en el mundo contemporáneo– quiere decir remontarse a este sacramento del que San Pablo escribe que es grande, haciendo referencia a Cristo y a la Iglesia (Cfr. Ef 5, 32).

Durante el Sínodo, nosotros los obispos tratamos de hacer esto, día tras día, mediante la reflexión y el intercambio de ideas, guiados por la luz del Espíritu Santo y por la solicitud pastoral. Hoy deseamos hacerlo de un modo especial en esta comunidad de esposos, que con su vocación específica expresan los deberes de la familia cristiana en la Iglesia y en el mundo contemporáneo. Por eso deseamos renovar junto con vosotros, queridos hermanos y hermanas, la conciencia del sacramento, de la que nace y sobre la que se desarrolla la familia cristiana. Deseamos hacer que despierten de nuevo las potencias divinas y humanas contenidas en él. Deseamos, en cierto sentido, entrar en el designio eterno del Creador y del Redentor y unir, como Él los ha unido, el misterio de la vida y el misterio del amor, para que actúen juntos y se unan inseparablemente el uno con el otro.

“Lo que Dios unió no lo separe el hombre” (Mt 19, 6). En este “no lo separe” está contenida la grandeza esencial del matrimonio y, al mismo tiempo, la unidad moral de la familia.

Hoy pedimos esa grandeza y esa dignidad para todos los esposos del mundo; pedimos esa potencia sacramental y esa unidad moral para todas las familias. ¡Y lo pedimos para el bien del hombre! Para el bien de cada uno de los hombres. El hombre no tiene otro camino hacia la humanidad más que a través de la familia. Y la familia debe ser colocada como el fundamento mismo de toda solicitud para el bien del hombre y de todo esfuerzo para que nuestro mundo humano sea cada vez más humano. Nadie puede sustraerse a esta solicitud: ninguna sociedad, ningún pueblo, ningún sistema; ni el Estado, ni la Iglesia, ni siquiera el individuo.

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Amor, unión y perseverancia

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6. El amor, que une al hombre y a la mujer como cónyuges y padres, es, al mismo tiempo, don y mandamiento. Que el amor es don nos lo dice, sobre todo, la segunda lectura de la liturgia de hoy con las palabras en la Carta de San Juan: “En eso está el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10).

Así, pues, el amor es don: “procede de Dios, y todo el que ama es nacido de Dios y a Dios conoce” (1 Jn 4, 7). Y, al mismo tiempo, el amor es un mandamiento, es el mandamiento más grande. Dios lo entrega al hombre y se lo confía como misión. Lo exige del hombre. A la pregunta sobre el mandamiento más grande, Cristo responde: “Amarás...” (Mt 22, 37).

Este mandamiento está en la base de todo el orden moral. Es verdaderamente “el más grande”. Es el mandamiento-clave. Cumplirlo en la familia significa responder al don del amor, que los esposos reciben en la alianza conyugal:

“Si de esta manera nos amó Dios, también nosotros debemos amarnos unos a otros” (1 Jn 4, 11). Cumplir el mandamiento del amor significa realizar todos los deberes de la familia cristiana. En definitiva, todos se reducen a él: la fidelidad y la honestidad conyugal, la paternidad responsable y la educación. La “pequeña Iglesia” –la Iglesia doméstica– significa la familia que vive en el espíritu del mandamiento del amor: su verdad interior, su esfuerzo diario, su belleza espiritual y su fuerza.

El mandamiento del amor tiene su estructura interior: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente... Amarás al prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 37. 39).

Esta estructura del mandamiento corresponde a la verdad del amor. Si Dios es amado sobre todas las cosas, entonces también el hombre ama y es amado con toda la plenitud del amor accesible a él. Si se destruye esa estructura inseparable, de la que habla el mandamiento de Cristo, entonces el amor del hombre se apartará de su raíz más profunda, perderá la raíz de la plenitud y de la verdad, que le son esenciales.

Imploramos para todas las familias cristianas, para todas las familias del mundo, esta plenitud y verdad del amor, indicada por el mandamiento de Cristo.

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7. Dentro de poco, en nuestra gran comunidad, se realizará la renovación de las promesas matrimoniales. Estas palabras, que los esposos pronuncian en el rito del matrimonio, como ministros propios de este sacramento, son maravillosas:

“Yo te quiero a ti como esposa (como esposo) y me entrego a ti, y prometo serte fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida”.

Esta promesa, pronunciada “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, es, al mismo tiempo, una oración dirigida a Dios, que es el amor y que desea unir, al final, a todos en la última alianza de la Comunión de los Santos.

En el momento en que, un día, pronunciasteis estas palabras, queridos esposos, en lenguas diversas y en diferentes partes del mundo, en años, meses y días distintos, os administrasteis el santo sacramento de vuestra vida, de vuestro matrimonio, de vuestra familia; el sacramento en el que se refleja el amor de Dios hacia el hombre y el amor de Cristo hacia la Iglesia.

Volved hoy, con el pensamiento y con el corazón –volved con la fe, con la esperanza y con el amor–, a aquel gran momento. Y renovad en vuestras almas lo que ha sido el contenido esencial del sacramento del matrimonio. Su realidad diaria. Renovad la alianza del hombre y de la mujer. Ante el Dios de la Alianza renovad la alianza, penetrada por el don del amor y por el don de la vida.

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8. Hacedlo en unión con toda la Iglesia. En unión con todas las familias cristianas en la Iglesia y con todas las familias en el mundo entero. Que vuestro pensamiento y vuestra oración estén, al mismo tiempo, cerca de todas aquellas situaciones difíciles que durante estos días y semanas pasan ante los ojos de los obispos del Sínodo y no dejan de suscitar su solicitud pastoral. En este acto profundo y humilde, mediante el cual queréis renovar la gracia del sacramento del matrimonio, se deja sentir todo el férvido deseo de la vida y de la santidad, que incansablemente late en el corazón de la Iglesia y se manifiesta en el testimonio de cada familia cristiana fiel a la eterna Alianza con el Dios del amor.

¡Y perseverad así! Que este día sea un nuevo comienzo de vuestro testimonio y de vuestra misión. Que sea la luz que penetre las tinieblas del mundo contemporáneo.

¡Y perseverad así!, con la confianza de que, “si nosotros nos amamos mutuamente, Dios permanece en nosotros y su amor en nosotros es perfecto” (1 Jn4, 12).

Amén.

[Enseñanzas 7, 363-366]

 

© Javier Escrivá-Ivars y Augusto Sarmiento. Universidad de Navarra