[0967] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA DOCTRINA PAULINA SOBRE LA PUREZA
Alocución Nel nostro incontro, en la Audiencia General, 18 marzo 1981
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1. En nuestro encuentro de hace algunas semanas centramos la atención sobre el pasaje de la primera Carta a los Corintios, en el que San Pablo llama al cuerpo humano “templo del Espíritu Santo”. Escribe: “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis? Habéis sido comprados a precio” (1 Cor 6, 19-20). “¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?” (1 Cor 6, 15). El Apóstol señala el misterio de la “redención del cuerpo”, realizado por Cristo, como fuente de un particular deber moral, que compromete a los cristianos a la pureza, a ésa que el mismo Pablo define en otro lugar como la exigencia de “mantener el propio cuerpo en santidad y respeto” (1 Tes 4, 4).
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2. Sin embargo, no descubriremos hasta el fondo la riqueza del pensamiento contenido en los textos paulinos si no tenemos en cuenta que el misterio de la redención fructifica en el hombre también de modo carismático. El Espíritu Santo que, según las palabras del Apóstol, entra en el cuerpo humano como en el propio “templo”, habita en él y obra con sus dones espirituales. Entre estos dones, conocidos en la historia de la espiritualidad como los siete dones del Espíritu Santo (cf. Is 11, 2, según los LXX y la Vulgata), el más apropiado a la virtud de la pureza parece ser el don de la “piedad” (eusébeia, donum pietatis). Si la pureza dispone al hombre a “mantener el propio cuerpo en santidad y respeto”, como leemos en la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5), la piedad, que es don del Espíritu Santo, parece servir de modo particular a la pureza, sensibilizando al sujeto humano para esa dignidad que es propia del cuerpo humano en virtud del misterio de la creación y de la redención. Gracias al don de la piedad, las palabras de Pablo: “¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros... y que no os pertenecéis?” (1 Cor 6, 19), adquieren la elocuencia de una experiencia y se convierten en viva y vívida verdad en las acciones. Abren también el acceso más pleno a la experiencia del significado esponsalicio del cuerpo y de la libertad del don vinculada con él, en la cual se descubre el rostro profundo de la pureza y su conexión orgánica con el amor.
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3. Aunque el mantenimiento del propio cuerpo “en santidad y respeto” se forme mediante la abstención de la “impureza” –y este camino es indispensable–, sin embargo, fructifica siempre en la experiencia más profunda de ese amor que ha sido grabado desde el “principio”, según la imagen y semejanza de Dios mismo, en todo el ser humano y, por tanto, también en su cuerpo. Por eso San Pablo termina su argumentación de la Carta a los Corintios en el c. 6 con una significativa exhortación: “Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo” (v. 20). La pureza como virtud, o sea, capacidad de “mantener el propio cuerpo en santidad y respeto”, aliada con el don de la piedad, como fruto de la inhabitación del Espíritu Santo en el “templo” del cuerpo, realiza en él una plenitud tan grande de dignidad en las relaciones interpersonales, que Dios mismo es glorificado en él. La pureza es gloria del cuerpo humano ante Dios. Es la gloria de Dios en el cuerpo humano, a través del cual se manifiestan la masculinidad y la feminidad. De la pureza brota esa belleza singular que penetra cada una de las esferas de la convivencia recíproca de los hombres y permite expresar en ella la sencillez y la profundidad, la cordialidad y la autenticidad irrepetible de la confianza personal. (Quizá tendremos más tarde ocasión para tratar ampliamente este tema. El vínculo de la pureza con el amor y también la conexión de la misma pureza en el amor con el don del Espíritu Santo que es la piedad constituye una trama poco conocida por la teología del cuerpo, que, sin embargo, merece una profundización particular. Esto podrá realizarse en el curso de los análisis que se refieren a la sacramentalidad del matrimonio).
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4. Y ahora una breve referencia al Antiguo Testamento. La doctrina paulina acerca de la pureza, entendida como “vida según el Espíritu”, parece indicar una cierta continuidad con relación a los libros “sapienciales” del Antiguo Testamento. Allí encontramos, por ejemplo, la siguiente oración para obtener la pureza en los pensamientos, palabras y obras: “Señor, Padre y Dios de mi vida... No se adueñen de mí los placeres libidinosos y de la sensualidad y no me entregues al deseo lascivo” (Sir 23, 4-6). Efectivamente, la pureza es condición para encontrar la sabiduría y para seguirla, como leemos en el mismo libro: “Hacia ella (esto es, a la sabiduría) enderecé mi alma y en la pureza la he encontrado” (Sir 51, 20). Además, se podría también, y de algún modo, tener en consideración el texto del Libro de la Sabiduría (8, 21) conocido por la liturgia en la versión de la Vulgata: “Scivi quoniam aliter non possum esse continens, nisi Deus det; et hoc ipsum erat sapientiae, scire, cuius esset hoc donum”.
Según este concepto, no es tanto la pureza condición de la sabiduría cuanto sería la sabiduría condición de la pureza, como de un don particular de Dios. Parece que ya en los textos sapienciales antes citados se delinea el doble significado de la pureza: como virtud y como don. La virtud está al servicio de la sabiduría, y la sabiduría predispone a acoger el don que proviene de Dios. Este don fortalece la virtud y permite gozar, en la sabiduría, los frutos de una conducta y de una vida que sean puras.
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5. Como Cristo en su bienaventuranza del Sermón de la Montaña, la que se refiere a los “puros de corazón”, pone de relieve la “visión de Dios”, fruto de la pureza y en perspectiva escatológica, así Pablo, a su vez, pone de relieve su irradiación en las dimensiones de la temporalidad cuando escribe: “Todo es limpio para los limpios, mas para los impuros y para los infieles nada hay puro, porque su mente y su conciencia están contaminadas. Alardean de conocer a Dios, pero con las obras le niegan...” (Tit 1, 15 ss). Estas palabras pueden referirse también a la pureza, en sentido general y específico, como a la nota característica de todo bien moral. Para la concepción paulina de la pureza, en el sentido del que hablan la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5) y la primera Carta a los Corintios (6, 13-20), esto es, en el sentido de la “vida según el Espíritu”, parece ser fundamental –como resulta del conjunto de nuestras consideraciones– la antropología de nacer de nuevo en el Espíritu Santo (cf. también Jn 3, 5 ss). Esta antropología crece de las raíces hundidas en la realidad de la redención del cuerpo, realizada por Cristo: redención cuya expresión última es la resurrección. Hay razones profundas para unir toda la temática de la pureza a las palabras del Evangelio, en las que Cristo se remite a la resurrección (y esto constituirá el tema de la ulterior etapa de nuestras consideraciones). Aquí la hemos colocado sobre todo en relación con el ethos de la redención del cuerpo.
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6. El modo de entender y de presentar la pureza –heredado de la tradición del Antiguo Testamento y característico de los libros “sapienciales”– era ciertamente una preparación indirecta, pero también real, a la doctrina paulina acerca de la pureza entendida como “vida según el Espíritu”. Sin duda, ese modo facilitaba también a muchos oyentes del Sermón de la Montaña la comprensión de las palabras de Cristo cuando, al explicar el mandamiento “no adulterarás”, se remitía al “corazón” humano. El conjunto de nuestras reflexiones ha podido demostrar de este modo, al menos en cierta medida, con cuánta riqueza y con cuánta profundidad se distingue la doctrina sobre la pureza en sus mismas fuentes bíblicas y evangélicas.
[Enseñanzas 9, 92-94]
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1. Nel nostro incontro di alcune settimane fa, abbiamo concentrato l’attenzione sul passo della prima Lettera ai Corinzi, in cui san Paolo chiama il corpo umano “tempio dello Spirito Santo”. Egli scrive: “O non sapete che il vostro corpo è tempio dello Spirito Santo che è in voi e che avete da Dio, e che non appartenete a voi stessi? Infatti siete stati comprati a caro prezzo” (1). “Non sapete che i vostri corpi sono membra di Cristo?” (2). L’Apostolo indica il mistero della “redenzione del corpo”, compiuta da Cristo, come una sorgente di un particolare dovere morale, che impegna i cristiani alla purezza, a quella che lo stesso Paolo definisce altrove l’esigenza di “mantenere il proprio corpo con santità e rispetto” (3).
1. 1 Cor. 6, 19-20.
2. Ibid. 6, 15.
3. 1 Thess. 4, 4.
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2. Tuttavia, non scopriremmo sino in fondo la ricchezza del pensiero contenuto nei testi paolini, se non notassimo che il mistero della redenzione fruttifica nell’uomo anche in modo carismatico. Lo Spirito Santo che, secondo le parole dell’Apostolo, entra nel corpo umano come nel proprio “tempio”, vi abita ed opera insieme ai suoi doni spirituali. Fra questi doni, noti alla storia della spiritualità come i sette doni dello Spirito Santo (4), il più congeniale alla virtù della purezza sembra essere il dono della “pietà” (eusébeia; donum pietatis)5. Se la purezza dispone l’uomo a “mantenere il proprio corpo con santità e rispetto”, come leggiamo nella prima Lettera ai Tessalonicesi (6), la pietà, che è dono dello Spirito Santo, sembra servire in modo particolare la purezza, sensibilizzando il soggetto umano a quella dignità, che è propria del corpo umano in virtù del mistero della creazione e della redenzione. Grazie al dono della pietà, le parole di Paolo: “Non sapete che il vostro corpo è tempio dello Spirito Santo che è in voi... e che non appartenete a voi stessi” (7), acquistano l’eloquenza di un’esperienza e divengono viva e vissuta verità nelle azioni. Esse aprono pure l’accesso più pieno all’esperienza del significato sponsale del corpo e della libertà del dono collegata con esso, nella quale si svela il volto profondo della purezza e il suo organico legame con l’amore.
4. Cfr. Is. 11, 2.
5. L’eusébeia o pietas nel periodo ellenistico-romano si riferiva generalmente alla venerazione degli Dei (come “devocione”), ma conservava ancora il senso primitivo più largo del rispetto verso le strutture vitali.
L’eusébeia definiva il comportamento reciproco dei consanguinei, i rapporti tra i coniugi, ed anche l’atteggiamento devuto dalle legioni verso Cesare o degli schiavi verso i padroni.
Nel Nuovo Testamento, soltanto gli scritti più tardivi applicano l’eusébeia ai cristiani; negli scritti più antichi tale termine caratterizza i “buoni pagani” (Act. 10, 2. 7; 17, 23).
E così l’eusébeia ellenica, come pure il “donum pietatis”, pur riferendosi indubbiamente alla venerazione divina, hanno una larga base nella connotazione dei rapporti interumani (cfr. W. FORESTER, art. Eusébeia, in Theological Dictionary of the New Testament, ed. G. Kittel-G. Bromiley, vol. VII, Grand Rapids 1971, Eedermans, pp. 177-182).
6. 1 Thess. 4, 3-5.
7. 1 Cor. 6, 19.
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3. Sebbene il mantenimento del proprio corpo “con santità e rispetto” si formi mediante l’astensione dalla “impudicizia” –e tale via è indispensabile– tuttavia fruttifica sempre nell’esperienza più profonda di quell’amore, che è stato iscritto dal “principio”, secondo l’immagine e somiglianza di Dio stesso, in tutto l’essere umano e quindi anche nel suo corpo. Perciò san Paolo termina la sua argomentazione della prima Lettera ai Corinzi nel capitolo 6 con una significativa esortazione: “Glorificate dunque Dio nel vostro corpo” (8). La purezza, quale virtù ossia capacità di “mantenere il proprio corpo con santità e rispetto”, alleata con il dono della pietà, quale frutto della dimora dello Spirito Santo nel “tempio” del corpo, attua in esso una tale pienezza di dignità nei rapporti interpersonali, che Dio stesso vi è glorificato. La purezza è gloria del corpo umano davanti a Dio. È la gloria di Dio nel corpo umano, attraverso il quale si manifestano la mascolinità e la femminilità. Dalla purezza scaturisce quella singolare bellezza, che permea ogni sfera della reciproca convivenza degli uomini e consente di esprimervi la semplicità e la profondità, la cordialità e l’autenticità irripetibile dell’affidamento personale. (Forse si darà più tardi un’altra occasione per trattare più ampiamente questo tema. Il legame della purezza con l’amore e anche il legame della stessa purezza nell’amore con quel dono dello Spirito Santo che è la pietà, costituisce una trama poco conosciuta della teologia del corpo, che tuttavia merita un approfondimento particolare. Ciò potrà essere realizzato nel corso delle analisi riguardanti la sacramentalità del matrimonio).
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4. Ed ora un breve riferimento all’Antico Testamento. La dottrina paolina circa la purezza, intesa come “vita secondo lo Spirito”, sembra indicare una certa continuità nei confronti dei Libri “sapienziali” dell’Antico Testamento. Vi riscontriamo, ad esempio, la seguente preghiera per ottenere la purezza nei pensieri, parole ed opere: “Signore, padre e Dio della mia vita... Sensualità e libidine non s’impadroniscano di me, a desideri vergognosi non mi abbandonare” (9). La purezza è infatti condizione per trovare la sapienza e per seguirla, come leggiamo nello stesso Libro: “A lei (cioè alla sapienza) rivolsi il mio desiderio, e la trovai, nella purezza” (10). Inoltre, si potrebbe anche in qualche modo prendere in considerazione il testo del Libro della Sapienza (11) conosciuto dalla liturgia nella versione della Volgata: “Scivi quoniam aliter non possum esse continens, nisi Deus det; et hoc ipsum erat sapientiae, scire, cuius esset hoc donum” (12).
Secondo un tale concetto, non tanto la purezza è condizione della sapienza quanto la sapienza sarebbe condizione della purezza, come di un dono particolare di Dio. Sembra che già nei sopracitati testi sapienziali si delinei il duplice significato della purezza: come virtù e come dono. La virtù è a servizio della sapienza, e la sapienza predispone ad accogliere il dono che proviene da Dio. Questo dono fortifica la virtù e consente di godere, nella sapienza, i frutti di una condotta e di una vita che siano pure.
8. Ibid. 6, 20.
9. Sir. 23, 4-6.
10. Ibid. 51, 20.
11. Sap. 8, 21.
12. Questa versione della Volgata, conservata dalla Neo-Volgata e dalla liturgia, citata parecchie volte da Agostino (De S. Virg., par. 43; Confess. VI, 11; X, 29; Serm. CLX, 7), cambia tuttavia il senso dell’originale greco, che si traduce così: “Sapendo che non l’avrei altrimenti ottenuta (= la Sapienza), se Dio non me l’avesse concessa...”.
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5. Come Cristo nella sua beatitudine del Discorso della Montagna, la quale si riferisce ai “puri di cuore”, pone in risalto la “visione di Dio”, frutto della purezza e in prospettiva escatologica, così Paolo a sua volta mette in luce la sua irradiazione nelle dimensioni della temporalità, quando scrive: “Tutto è puro per i puri; ma per i contaminati e gli infedeli nulla è puro; sono contaminate la loro mente e la loro coscienza. Dichiarano di conoscere Dio, ma lo rinnegano con i fatti...” (13). Queste parole possono riferirsi anche alla purezza in senso tanto generale quanto specifico, come alla nota caratteristica di ogni bene morale. Per la concezione paolina della purezza, nel senso di cui parlano la prima Lettera ai Tessalonicesi (14) e la prima Lettera ai Corinzi (15), cioè nel senso della “vita secondo lo Spirito”, sembra essere fondamentale –come risulta dall’insieme di queste nostre considerazioni– l’antropologia della rinascita nello Spirito Santo16. Essa cresce dalle radici messe nella realtà della redenzione del corpo, operata da Cristo: redenzione, la cui espressione ultima è la risurrezione. Vi sono profonde ragioni per collegare l’intera tematica della purezza alle parole del Vangelo, nelle quali Cristo si richiama alla risurrezione (e ciò costituirà il tema della ulteriore tappa delle nostre considerazioni). Qui l’abbiamo soprattutto posta in rapporto con l’ethos della redenzione del corpo.
13. Tit. 1, 15 ss.
14. 1 Thess. 4, 3-5.
15. 1 Cor. 6, 13-20.
16. Cfr. etiam Io. 3, 5 ss.
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6. Il modo di intendere e di presentare la purezza –ereditato dalla tradizione dell’Antico Testamento e caratteristico dei Libri “sapienziali” –era certamente una indiretta, ma nondimeno reale preparazione alla dottrina paolina circa la purezza intesa come “vita secondo lo Spirito”. Senza dubbio quel modo facilitava pure a molti ascoltatori del Discorso della Montagna la comprensione delle parole di Cristo, quando egli, spiegando il comandamento “Non commettere adulterio”, si richiamava al “cuore” umano. L’insieme delle nostre riflessioni ha potuto in questo modo dimostrare, almeno in una certa misura, con quale ricchezza e con quale profondità si distingue la dottrina sulla purezza nelle sue stesse fonti bibliche ed evangeliche.
[Insegnamenti GP II, 4/1, 682-686]