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Magisterio sobre amor, matrimonio y familia <br /> <b>Warning</b>: Undefined variable $titulo in <b>/var/www/vhosts/enchiridionfamiliae.com/httpdocs/cabecera.php</b> on line <b>29</b><br />
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[0985] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA MISIÓN EVANGELIZADORA DE LA FAMILIA

Del Mensaje La Giornata Missionaria Mondiale, con motivo de la Jornada Mundial Misionera, 11 agosto 1981

1981 08 11 0003

3. Con esta llamada a la colaboración de todos en la obra misionera, quisiera dirigirme en primer lugar a las familias cristianas. Nuestro tiempo necesita que se revalorice la importancia de la familia, su vitalidad y su equilibrio. Esto es necesario en el plano humano: la familia es la célula base de la sociedad, el fundamento de sus cualidades profundas. Y esto es igualmente necesario para el Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia; por ello, el Concilio ha dado a la familia el hermoso título de doméstica” (Lumen gentium, 11). La evangelización de la familia constituye, pues, el objetivo principal de la acción pastoral, y ésta, a su vez, no alcanza plenamente la propia finalidad si las familias cristianas no se convierten ellas mismas en evangelizadoras y misioneras: la profundización de la conciencia espiritual personal hace ver a cada uno, padres e hijos, la propia función y la propia importancia en orden a la vida cristiana de todos los otros miembros de la familia.

No hay duda de que, tanto en el plano religioso como en el plano humano, la acción de la familia depende de los padres, de la conciencia que tienen de sus propias responsabilidades, de su valor cristiano. A ellos, por tanto, quisiera dirigirme particularmente. Con sus palabras y con el testimonio de su vida, como enseña la Exhortación Apostólica Catechesis tradendae, los padres son los primeros catequistas de sus hijos (cf. núm. 68). En esta acción, la plegaria debe ocupar el primer puesto, y me sea permitido insistir sobre este punto. La oración, en efecto, a pesar de la gran renovación registrada por doquier, continúa siendo difícil para muchos cristianos, que rezan poco. A veces incluso se preguntan: ¿Para qué sirve rezar? ¿Es compatible con nuestro sentido moderno de eficiencia? ¿No hay quizá algo de mezquino en el responder con la oración a las necesidades materiales y espirituales del mundo?

Ante estas dificultades, sepamos nosotros mostrar incesantemente que la oración cristiana es inseparable de nuestra fe en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, de nuestra fe en su amor y en su potencia redentora, que actúa en el mundo. Por eso, nuestra oración debe ser ante todo ésta: “Señor, acrecienta nuestra fe” (Lc 17, 5). La oración tiene por finalidad nuestra conversión, es decir, como explicaba San Cipriano, la disponibilidad interior y exterior, la voluntad de abrirse a la acción transformante de la gracia. “Diciendo, Santificado sea tu nombre..., pedimos insistentemente, porque hemos sido santificados por el bautismo, perseverancia en lo que comenzamos a ser... Diciendo Venga tu reino: pedimos que el Reino de Dios se realice en nosotros, en el sentido de implorar que su nombre sea santificado en nosotros... Añadimos después: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo, para que podamos hacer lo que Dios quiere... La voluntad de Dios es lo que Cristo hizo y enseñó” (San Cipriano, De oratione dominica). La verdad de la oración implica la verdad de la vida; la oración es al mismo tiempo causa y resultado de un modo de vivir a la luz del Evangelio. En este sentido, la oración de los padres, como la de la comunidad cristiana, será para los hijos una iniciación en la búsqueda de Dios y en la escucha de sus invitaciones. El testimonio de vida encuentra entonces todo su valor. Supone que los hijos aprendan en familia, como consecuencia normal de la oración, a tener una visión cristiana del mundo según el Evangelio. Esto supone también que los hijos, en la familia, aprendan concretamente que en la vida hay preocupaciones más fundamentales que el dinero, las vacaciones o las diversiones. Así, la educación impartida a los hijos podrá abrirles al dinamismo misionero como a una dimensión integrante de la vida cristiana, porque los padres y demás educadores estarán ellos mismos impregnados de espíritu misionero, inseparable del sentido de Iglesia. Con su ejemplo, más aún que con sus palabras, los padres enseñarán a sus propios hijos a ser generosos con los más débiles, a compartir su fe y sus bienes materiales con los niños y jóvenes que todavía no conocen a Cristo o que son las primeras víctimas de la pobreza e ignorancia. Así, los padres cristianos serán capaces de captar el brote de una vocación sacerdotal o religiosa misionera como una de las más bellas pruebas de la autenticidad de la educación cristiana por ellos impartida, y pedirán que el Señor llame a uno de sus hijos. El afán misionero se manifestará así un elemento esencial de la santidad de la familia cristiana. Como afirmaba mi venerado predecesor Juan Pablo I: “A través de la oración en familia la Iglesia doméstica se convierte así en realidad efectiva y lleva a la transformación del mundo. Todos los esfuerzos de los padres por infundir el amor de Dios en sus hijos y sostenerlos con el ejemplo de la fe, constituyen un apostolado excelente en el siglo XX” (Alocución a obispos americanos en visita ad limina, 21 de septiembre de 1978; AAS 70, 1978, pág. 767; L’Osservatore Romano, Edición en lengua española, 8 de octubre de 1978, pág. 8).

En esta oportunidad quisiera recomendar a los padres y a todos los educadores católicos una obra importante que pone a su disposición los medios adecuados para ayudarles en la educación misionera de los propios hijos. Fue instituida hace ya más de un siglo (en 1843). Es la Obra Pontificia de la Santa Infancia, que tiene por finalidad favorecer la difusión del espíritu misionero entre los niños.

[DP (1981), 157]