[1130] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL CAMINO DE LA AUTÉNTICA COMPRENSIÓN DEL HOMBRE
Alocución Signore, gli disse, en la Audiencia General, 12 octubre 1983
1983 10 12 0001
1. “Díjole la mujer: Señor, dame de esa agua para que no sienta más sed” (Jn 4, 15). La petición de la samaritana a Jesús manifiesta, en su significado más profundo, la necesidad insaciable y el deseo inagotable del hombre. Efectivamente, cada uno de los hombres digno de este nombre se da cuenta inevitablemente de una incapacidad congénita para responder al deseo de verdad, de bien y de belleza que brota de lo profundo de su ser. A medida que avanza en la vida, se descubre, exactamente igual que la samaritana, incapaz de satisfacer la sed de plenitud que lleva dentro de sí.
Desde hoy hasta Navidad, las reflexiones de este encuentro semanal versarán sobre cómo el hombre anhela la redención. El hombre tiene necesidad de Otro; vive, lo sepa o no, en espera de Otro, que redima su innata incapacidad de saciar las esperas y esperanzas.
Pero, ¿cómo podrá encontrarse con Él? Para este encuentro resolutivo es condición indispensable que el hombre tome conciencia de la sed existencial que lo aflige y de su impotencia radical para apagar su ardor. El camino para llegar a esta toma de conciencia es, para el hombre de hoy como para el de todos los tiempos, la reflexión sobre la propia experiencia. Ya lo había intuido la sabiduría antigua. ¿Quién no recuerda la inscripción que destacaba bien a la vista en el templo de Apolo en Delfos? Decía precisamente: “Hombre, conócete a ti mismo”. Este imperativo, expresado de modos y formas diversas incluso en las más antiguas áreas de la civilización, ha atravesado la historia y se lo vuelve a proponer con idéntica urgencia también el hombre contemporáneo.
El Evangelio de Juan en algunos episodios relevantes demuestra muy bien cómo Jesús mismo, al manifestarse como Enviado del Padre, hizo hincapié en esta capacidad que el hombre posee para captar su misterio reflexionando sobre la propia experiencia. Basta pensar en el citado encuentro con la samaritana, o también en los encuentros con Nicodemo, la adúltera o el ciego de nacimiento.
1983 10 12 0002
2. Pero, ¿cómo definir esta experiencia humana profunda que indica al hombre el camino de la auténtica comprensión de sí mismo? Es el cotejo continuo entre el yo y su destino. La verdadera experiencia humana tiene lugar solamente en la apertura genuina a la realidad que permite a la persona, entendida como ser singular y consciente, pleno de potencialidades y necesidades, capaz de aspiraciones y deseos, conocerse en la verdad de su ser.
¿Y cuáles son las características de tal experiencia, gracias a la cual el hombre puede afrontar con decisión y seriedad la tarea del “conócete a ti mismo”, sin perderse a lo largo del camino de esa búsqueda? Dos son las condiciones fundamentales que debe respetar.
Ante todo, deberá aceptar apasionadamente el complejo de exigencias, necesidades y deseos que caracterizan su yo. En segundo lugar, debe abrirse a un encuentro objetivo con toda la realidad.
San Pablo no cesa de evocar en los cristianos estas características fundamentales de toda experiencia humana cuando subraya con vigor: “Todo es vuestro; y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios” (1 Cor 3, 22-23), o cuando invita a los cristianos de Tesalónica “probarlo todo y quedarse con lo bueno” (1 Tes 5, 21). En este continuo cotejo con la realidad en la búsqueda de lo que corresponde, o no, al propio destino, el hombre tiene la experiencia elemental de la verdad, aquella que los Escolásticos y Santo Tomás han definido de modo admirable como “adecuación del entendimiento a la realidad” (Santo Tomás, De veritate, q. 1 a 1, corpus).
1983 10 12 0003
3. Si para que la experiencia sea verdadera, debe ser integral y abrir el hombre a la totalidad, se comprende bien dónde está para el hombre el riesgo del error: deberá guardarse de toda parcialidad. Tendrá que vencer la tentación de reducir la experiencia, por ejemplo, a meras cuestiones sociológicas o a elementos exclusivamente psicológicos. Así como habrá de temer al tomar por experiencia esquemas y “prejuicios” que le propone el ambiente donde normalmente vive y actúa: prejuicios tanto más frecuentes y peligrosos hoy porque van encubiertos por el mito de la ciencia o por la presunta plenitud de la ideología.
¡Qué difícil resulta para el hombre en el mundo de hoy arribar a la playa segura de la experiencia genuina de sí, en la que puede entrever el verdadero sentido de su destino! Está continuamente insidiado por el riesgo de ceder a los errores de perspectiva que, haciéndole olvidar su naturaleza de “ser” hecho a imagen de Dios, le dejan luego en la más desoladora de las desesperaciones o, lo que es peor aún, en el cinismo más inexpugnable.
A la luz de estas reflexiones, qué liberadora aparece la frase que pronunció la samaritana: “Señor..., dame de esa agua para que no sienta más sed...”. Realmente vale para todo hombre, más aún, mirándolo bien, es una profunda descripción de su misma naturaleza.
En efecto, el hombre que afronta seriamente sus problemas y observa con ojos limpios su experiencia según los criterios que hemos expuesto, se descubre más o menos conscientemente como un ser a la vez lleno de necesidades, para las que no sabe encontrar respuesta, y traspasado por un deseo, por una sed de realización de sí mismo, que no es capaz él solo de satisfacer.
El hombre se descubre así colocado por su misma naturaleza en actitud de espera de Otro que complete su deficiencia. En todo momento impregna su existencia una inquietud como sugiere Agustín al comienzo de sus Confesiones: “Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Confesiones I, 1). ¡El hombre, al tomar en serio su humanidad, se da cuenta de estar en una situación de impotencia estructural!
Cristo es quien lo salva. Sólo Él puede sacarlo de esta situación en que se encuentra, colmando la sed existencial que le atormenta.
[DP (1983), 278]
1983 10 12 0001
1. “Signore, gli disse la donna, dammi quest’acqua perchè non abbia sete” (1). La domanda della Samaritana a Gesù esprime, nel suo significato più profondo, il bisogno incolmabile e il desiderio inesauribile dell’uomo. Infatti ogni uomo degno di questo nome si accorge inevitabilmente di una incapacità congenita di rispondere a quel desiderio di verità, di bene e di bellezza che scaturisce dal profondo del suo essere. Man mano che si inoltra nella vita, egli si scopre, proprio come la Samaritana, incapace di spegnere la sete di pienezza che porta dentro di sè.
Da oggi, fino a Natale, le riflessioni di questo incontro settimanale saranno sul Tema dell’anelito dell’uomo alla Redenzione. L’uomo ha bisogno di un Altro; vive, lo sappia o meno, in attesa di un Altro, che redima questa sua innata incapacità a saziare le sue attese e le sue speranze.
Ma come potrà incontrarsi con lui? Condizione indispensabile per questo incontro risolutivo è che l’uomo prenda coscienza della sete esistenziale che lo affligge e della sua radicale impotenza a spegnerne l’arsura. La via per giungere a tale presa di coscienza è, per l’uomo d’oggi come per quello di tutti i tempi, la riflessione sulla propria esperienza. Lo aveva intuito già la saggezza antica. Chi non ricorda la scritta che campeggiava bene in vista sul tempio di Apollo a Delfi? Essa diceva appunto: “Uomo, conosci te stesso”. Questo imperativo, espresso in modi e forme diverse anche in più antiche aree di civiltà, ha attraversato la storia e si ripropone con la medesima urgenza anche all’uomo contemporaneo.
Il Vangelo di Giovanni in taluni episodi salienti documenta assai bene come Gesù stesso, nel proporsi quale Inviato del Padre, abbia fatto leva su questa capacità che l’uomo possiede di capire il suo mistero riflettendo sulla propria esperienza. Basti pensare al citato incontro con la Samaritana, ma anche a quelli con Nicodemo, con l’adultera o il cieco nato.
1. Io. 4, 15.
1983 10 12 0002
2. Ma come definirla questa esperienza umana profonda che in dica all’uomo la strada dell’autentica comprensione di sè? Essa è il paragone continuo tra l’io e il suo destino. La vera esperienza umana avviene solo in quella genuina apertura alla realtà che consente alla persona, intesa come essere singolare e consapevole, carico di potenzialità e di bisogni, capace di aspirazioni e di desideri, di conoscersi nella verità del suo essere.
E quali sono le caratteristiche di una simile esperienza, grazie alla quale l’uomo può affrontare con decisione e serietà il compito del “conosci te stesso”, senza perdersi lungo il cammino di tale ricerca? Due sono le condizioni fondamentali che egli dovrà rispettare.
Dovrà anzitutto essere appassionato a quel complesso di esigenze, bisogni e desideri che caratterizzano il suo io. In secondo luogo dovrà aprirsi ad un incontro oggettivo con tutta la realtà.
San Paolo non cessa di richiamare ai cristiani queste fondamentali caratteristiche di ogni esperienza umana quando sottolinea con vigore: “Tutto è vostro, ma voi siete di Cristo e Cristo è di Dio” (2), oppure quando invita i cristiani di Tessalonica a “vagliare ogni cosa e trattenere ciò che è buono” (3). In questo continuo paragone col reale alla ri cerca di ciò che corrisponda o meno al proprio destino, l’uomo fa l’esperienza elementare della verità, quella che dagli Scolastici e de San Tommaso è stata definita in modo mirabile come “adeguazione dellalla realtà” (4).
2. 1 Cor. 3, 2-23.
3. 1 Thess. 5, 21.
4. S. THOMAE, De veritate, q. 1 a 1, corpus.
1983 10 12 0003
3. Se per essere vera l’esperienza deve essere integrale ed aprire l’uomo alla totalità, si capisce bene dove stia per l’uomo il rischio dell’errore: egli dovrà guardarsi da ogni parzializzazione. Dovrà vincere la tentazione di ridurre l’esperienza, ad esempio, a mere questioni sociologiche o ad elementi esclusivamente psicologici. Così come dovrà temere di scambiare per esperienza schemi e “pregiudizi” che l’ambiente in cui normalmente vive ed opera gli propone: pregiudizi tanto più frequenti e rischiosi oggi perchè ammantati dal mito della scienza o dalla presunta completezza dell’ideologia.
Come è difficile per l’uomo di oggi approdare alla sicura spiaggia della genuina esperienza di sè, quella nella quale gli si può adombrare il vero senso del suo destino! Egli è continuamente insidiato dal rischio di cedere a quegli errori di prospettiva che, facendogli dimenticare la sua natura di “essere” fatto ad immagine di Dio, lo lasciano poi nella più desolante delle disperazioni o, che è ancora peggio, nel più inattaccabile cinismo.
Alla luce di queste riflessioni quanto appare liberante la frase pronunciata dalla Samaritana: “Signore... dammi quest’acqua perchè non abbia più sete...”! Veramente essa vale per ogni uomo, anzi a ben vedere è una profonda descrizione della sua stessa natura.
Infatti l’uomo che affronta serimente se stesso ed osserva con occhio chiaro la sua esperienza secondo i criteri che abbiamo esposti, si scopre più o meno consapevolmente come un essere ad un tempo carico di bisogni, cui non sa trovare risposta, e attraversato da un desiderio, da una sete di realizzazione di sè, che non è capace, da solo, di appagare.
L’uomo si scopre così collocato dalla sua stessa natura nell’atteggiamento di attesa di un Altro che completi la sua mancanza. Un’inquietudine pervade in ogni momento la sua esistenza, come suggerisce Agostino all’inizio delle sue Confessioni: “Ci hai fatti per Te, o Signore, ed è inquieto il nostro cuore fin che non riposa in Te” (5). L’uomo, prendendo sul serio la sua umanità, percepisce di essere in una situazione di impotenza strutturale!
Cristo è Colui che lo salva. Egli solo può toglierlo da questa situazione di stallo, colmando la sete esistenziale che lo tormenta.
[Insegnamenti GP II, 6/2, 745-748]
5. S. AUGUSTINI, Confessiones, I, 1.