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[1134] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA RELACIÓN AFECTIVA HOMBRE-MUJER

Alocución La pagina del Siracide, en la Audiencia General, 9 noviembre 1983

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1. El pasaje del Sirácida que acabamos de escuchar, queridísimos hermanos y hermanas, nos invita a reflexionar sobre el misterio del hombre: este ser “formado de la tierra”, a la que está “destinado a volver de nuevo”, y sin embargo, “creado a imagen de Dios” (cfr. Sir 17, 1 y 3); esta criatura efímera, a la que “señaló un número contado de días” (ib. v. 2) y a la que, a pesar de esto, tiene ojos capaces de “contemplar la grandeza de la gloria de Dios” (ibid. v. 11).

En este misterio originario del hombre radica la tensión existencial que siente en toda experiencia. El deseo de eternidad, presente en él por el reflejo divino que brilla en su rostro, se enfrenta con la incapacidad estructural para realizarlo, y mina todo su esfuerzo. Uno de los grandes pensadores cristianos de comienzos de siglo, Maurice Blondel, que dedicó gran parte de su vida a reflexionar sobre esta misteriosa aspiración del hombre a lo infinito, escribía: “Nos sentimos obligados a querer convertirnos en los que por nosotros mismos no podemos ni alcanzar ni poseer... Porque tengo la ambición de ser infinitamente, siento mi impotencia: yo no me he hecho, no puedo lo que quiero, estoy obligado a superarme” (M. Blondel, L’action, París, 1982, pág. 354).

Cuando el hombre, en lo concreto de la existencia, percibe esta impotencia radical que lo caracteriza, se descubre solo, en una soledad profunda y que no puede llenarse. Se trata de una soledad originaria que le viene de la conciencia aguda, y a veces dramática, de que nadie, ni él, ni ninguno de sus semejantes, puede responder definitivamente a su necesidad y satisfacer su deseo.

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2. Sin embargo, paradójicamente esta soledad originaria, para cuya superación la persona sabe que no puede contar con nada puramente humano, engendra la más profunda y genuina comunidad entre los hombres. Precisamente esta dolorosa experiencia de soledad está en el origen de una auténtica socialización, dispuesta a renunciar a la violencia de la ideología y al abuso del poder. Se trata de una paradoja: efectivamente, si no fuera por esta profunda “compasión” por el otro, que uno descubre únicamente si capta en sí esta soledad total, ¿quién impulsaría al hombre, consciente de este estado suyo, a la aventura de la socialización? Con semejantes premisas, ¿cómo no podría dejar de ser la sociedad el lugar del dominio del más fuerte, del “homo homini lupus” que la concepción moderna del Estado no sólo ha teorizado, sino que incluso ha puesto en marcha trágicamente?

Gracias a una mirada tan cargada de verdad sobre sí mismo, el hombre puede sentirse solidario con todos los otros hombres, viendo en ellos otros tantos sujetos dificultados por la misma impotencia y por el mismo deseo de realización perfecta.

La experiencia de la soledad se convierte así en el paso decisivo para el camino hacia el descubrimiento de la respuesta a la pregunta radical. Efectivamente, crea un vínculo profundo con los otros hombres, que están mancomunados por el mismo destino y animados por la misma esperanza. Así, de esta abismal soledad nace el esfuerzo serio del hombre hacia la propia humanidad, un esfuerzo que se convierte en pasión por el otro y en solidaridad con cada uno y con todos. Una sociedad auténtica, pues, es posible para el hombre, ya que no tiene su fundamento en cálculos egoístas, sino en la adhesión a todo lo que hay de más verdadero en él mismo y en todos los demás.

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3. La solidaridad con el otro se convierte más propiamente en encuentro con el otro por medio de las diversas expresiones existenciales que caracterizan las relaciones humanas. Entre éstas, la relación afectiva entre hombre y mujer parece ser la principal, porque se apoya en un juicio de valor donde el hombre invierte de manera originalísima todos sus dinamismos vitales: la inteligencia, la voluntad y la sensibilidad. Entonces experimenta la intimidad radical, pero no libre de dolor, que el Creador ha puesto desde el principio en su misma naturaleza: “De la costilla que del hombre tomara, formó Yahvé Dios a la mujer y se la presentó al hombre. El hombre exclamó: ‘Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne’” (Gén 2, 22-23).

Con la guía de esta experiencia primaria de comunión, el hombre se aplica con los otros a la construcción de una “sociedad” entendida como convivencia ordenada. El sentido conquistado de solidaridad con toda la humanidad se concreta, ante todo, en una trama de relaciones, en las cuales el hombre es llamado primariamente a vivir y a expresarse, prestándoles su aportación y recibiendo de ellas, a su vez, un considerable influjo sobre el desarrollo de la propia personalidad. En los diversos ambientes en los que se realiza su crecimiento, el hombre se educa para percibir el valor de pertenecer a un pueblo, como condición ineludible para vivir las dimensiones del mundo.

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4. Los binomios hombre-mujer, persona-sociedad y, más radicalmente, alma-cuerpo, son las dimensiones constitutivas del hombre. Bien mirado, a estas tres dimensiones se reduce toda la antropología “pre-cristiana”, en el sentido de que ellas representan todo lo que el hombre puede decir de sí, al margen de Cristo.

Pero se caracterizan por su solidaridad. Esto es, implican una inevitable tensión dialéctica. Alma-cuerpo, varón-mujer, individuo-sociedad, son tres binarios que expresan el destino y la vida de un ser incompleto. Son además un grito que se eleva desde el interior de la más íntima experiencia del hombre. Son súplica de unidad y de paz interior, son deseo de una respuesta al drama implícito en su mismo recíproco relacionarse. Se puede decir que son invocación a Otro que colme la sed de unidad, de verdad y de belleza, que emerge de su confrontación.

Incluso desde la intimidad del encuentro con el otro –podemos, pues, concluir–, se abre la urgencia de una intervención de lo Alto, que salve al hombre de un dramático y, por otra parte, inevitable fracaso.

[DP (1983), 310]