[1288] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LOS PADRES, PRIMEROS Y PRINCIPALES EDUCADORES Y EVANGELIZADORES DE SUS HIJOS
Discurso Je suis heureux, al Pontificio Consejo para la Familia, 10 octubre 1986
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1. Me siento feliz de recibiros. Constato que el Pontificio Consejo para la Familia celebra regularmente su asamblea plenaria, y puede así beneficiarse de la aportación de todos sus miembros, y especialmente de la experiencia de los hogares de los diversos países, profundizando una investigación doctrinal sobre los valores de la familia que tanto interesa promover.
El tema central elegido para vuestras reflexiones en esta IV asamblea plenaria, el sacramento del matrimonio y la misión educativa, ayudará sin duda a penetrar aspectos importantes de la misión de los laicos en la Iglesia. Sólo doce meses nos separan del próximo Sínodo de los Obispos que tratará precisamente sobre la vocación y misión de los laicos, y esta tarea de la educación reviste una particular importancia para el bien de la Iglesia y de la misma sociedad.
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2. La Constitución del Concilio Vaticano II sobre la Iglesia recordando que los laicos se encuentran “en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social”, afirma que “están llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiados por el espíritu evangélico, de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo” (Lumen gentium, 31).
Efectivamente, uno de los elementos propios de la vida familiar es la tarea de la formación de los hijos. Los padres, que son los principales responsables de la educación de sus hijos, se convierten, así, en sus primeros evangelizadores (cfr. Lumen gentium, 11), como su vocación matrimonial requiere. Han sido llamados por Dios a transmitir la vida humana y contribuyen además a la regeneración que Dios opera en ellos por la fe y el bautismo que les da la vida divina. Así, pues –como recordaba en la Exhortación Apostólica Familiaris consortio–, “el deber educativo recibe en el sacramento del matrimonio la dignidad y la llamada a un ser verdadero y propio ‘ministerio’ de la Iglesia al servicio de la edificación de sus miembros” (n. 38).
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3. Afirmar el valor de los hijos es, lógicamente, reconocer al mismo tiempo los dos aspectos inseparables como son su procreación y educación. La Constitución pastoral Gaudium et spes representa la procreación y la educación de los hijos como la corona propia de la institución del matrimonio y del amor conyugal (cfr. n. 48). La importancia que la doctrina cristiana sobre el matrimonio atribuye a la procreación, nunca ha sido, ni puede ser referida a un orden exclusivamente genético, biológico. Lo que es requerido en la constitución del matrimonio, y por esta razón exigido en la misma intimidad conyugal, es una apertura al hijo al que se da la vida y se educa. Es el mismo amor que une a los cónyuges entre sí que les abre al hijo, como fruto de su amor. “El don de sí que inspira el amor mutuo de los esposos, se pone como modelo y norma del don de sí que debe haber en las relaciones entre hermanos y hermanas y entre las diversas generaciones que conviven en la familia” (Familiaris consortio, 37). Y para cumplir una misión así, los esposos cristianos “están fortificados y como consagrados por un sacramento especial” (cfr. Gaudium et spes, 48).
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4. No se puede construir una espiritualidad matrimonial olvidando aquellas que son sus tareas primordiales. La espiritualidad conyugal implica asumir consciente y voluntariamente los aspectos unidos a la vocación de esposos y padres, que han de vivir impregnándolas de fe, esperanza y caridad. Son estas mismas realidades, connaturales al matrimonio, tales como el amor humano, la procreación y educación de los hijos, la fidelidad y cada uno de los deberes que éstas implican, las que vividas en el espíritu de Cristo, santifican a los cónyuges como tales. No se pueden contraponer los aspectos esenciales de esta misión conyugal, están unidos entre sí. No hay que temer que una actitud responsable en la transmisión de la vida perjudique directamente al amor que los esposos se tienen el uno al otro, a la educación de los hijos y aun a la misma fidelidad. Cuando, con el pretexto de atender mejor a algunos de estos aspectos, se abandonan otros, ni siquiera aquel que se quiere promover se está logrando me jorar.
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5. Esta misma amalgama de virtudes humanas y cristianas, propias de los cónyuges que asumen su misión ante la sociedad civil y ante la Iglesia debe ser transmitida ante todo a los hijos. Más aún, por el mismo proceso de ósmosis, los hijos incorporan a sus vidas y personalidad cuanto respiran en el contexto del hogar, como fruto de las virtudes que los padres han labrado en sus propias vidas. El mejor modo de esculpir las virtudes en el corazón de los hijos, es ofrecérselas grabadas en la propia vida del padre. Virtudes humanas y virtudes cristianas, en una armoniosa y fuerte unidad, hacen amable el ideal contemplado en los padres, y estimulan a los hijos a emprender su conquista. Es lo que dice también el Concilio Vaticano II: “Este deber de la educación familiar es de tanta trascendencia, que, cuando falta, difícilmente puede suplirse. Es, pues, deber de los padres crear un ambiente de familia animado por el amor, por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorezca la educación integral, personal y social, de los hijos. La familia es, por tanto, la primera escuela de las virtudes sociales que todas las sociedades necesitan” (Gravissimum educationis, 3).
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6. Los padres no están solos. Para transmitir los valores haciendo percibir a los hijos las raíces y los fundamentos de los mismos han de colaborar con la escuela. Efectivamente, la escuela, cumpliendo su misión en sintonía con los padres, debe incentivar en los alumnos la adquisición de una libertad responsable que les haga capaces de vivir en los diversos ambientes y culturas con la solidez y coherencia de la visión cristiana. A los participantes de un Coloquio Jurídico, en Roma, les recordaba que “por su parte, los poderes públicos reconociendo este derecho-deber de los padres, han de favorecer la verdadera libertad de enseñanza, con el fin de que la escuela como una ampliación del hogar doméstico, coopere a hacer crecer a los alumnos en aquellos valores fundamentales que son deseados por quienes les han dado la vida. Por desgracia, la libertad de enseñanza queda limitada cuando en la práctica, a causa de las dificultades económicas, las familias no tienen la posibilidad de escoger la orientación formativa que pueda proseguir más adecuadamente su obra educativa. Cuando, por otra parte, la escuela elegida es declaradamente católica, los padres tienen el derecho y por ello pueden exigir que la educación impartida en ellas sea conforme a la doctrina del Magisterio de la Iglesia. Lo contrario sería un engaño que lesiona la virtud misma de la justicia” (n. 6; L’Osservatore Romano; Edición en Lengua Española, 14 septiembre 1986, p. 10).
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7. En toda esta tarea de formación de los hijos, los padres cristianos encontrarán una fuente de energía en el misterio del que participan por su matrimonio y que actualiza la Eucaristía: Cristo que se entrega, en sacrificio agradable al Padre, por amor a la Iglesia. La vida cotidiana de los esposos y padres, transida por la dinámica del misterio eucarístico, se convierte en culto espiritual, agradable a Dios, que orienta a su vez todas las realidades del hogar y de la familia hacia la cumbre del culto cristiano, la entrega de Jesucristo al Padre. Adoradores en espíritu y en verdad (cfr. Jn 4, 23), ejercen su sacerdocio común de bautizados impregnando sus actividades cotidianas con las virtudes teologales y reconducen a Dios Padre estos valores del matrimonio en unión con el sacrificio de Cristo que se renueva en la Iglesia por el ministerio sacerdotal (cfr. Lumen gentium, 34).
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8. Son muchas las consecuencias prácticas y orientaciones pastorales que se desprenden de estas verdades para la vida concreta de los matrimonios y hogares cristianos. Convendrá secundar todas las iniciativas que, de acuerdo con la doctrina de la Iglesia, promueven unos u otros aspectos de la pastoral familiar. En unión con la jerarquía de cada uno de vuestros países, convendrá potenciar las experiencias apostólicas de presencia social que sean más apropiadas a las verdaderas necesidades reales. En auténtica libertad, los laicos cristianos podrán promover las iniciativas concretas, confesionales o no, que mejor se adecuan a su competencia y a sus diversos ambientes culturales.
Vuestra presencia aquí, como miembros de un Dicasterio de la Iglesia, confirma esta riqueza de las iniciativas apostólicas que, en bien del matrimonio y de la familia, se realizan en el Pueblo de Dios. Ciertamente, vosotros no representáis directamente todos los países ni todos los movimientos apostólicos. Esto no impide que como Consejo para la Familia, organismo de la Santa Sede, vosotros debéis acoger las justas aspiraciones de todos los fieles que, personal o asociadamente, se preocupan del bien de la familia y trabajan en este sentido.
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9. Concluyamos este encuentro anual recordando las palabras de la Familiaris consortio que sintetizan bien cuanto os he expuesto y es el tema de vuestra reflexión: “La conciencia viva y vigilante de la misión recibida con el sacramento del matrimonio ayudará a los padres cristianos a ponerse con gran serenidad y confianza al servicio educativo de los hijos y, al mismo tiempo, a sentirse responsables ante Dios que los llama y los envía a edificar la Iglesia en los hijos. Así la familia de los bautizados, convocada como Iglesia doméstica por la Palabra y por el Sacramento, llega a ser a la vez, como la gran Iglesia, Maestra y Madre” (n. 38).
Con esta esperanza, formulo fervientes deseos para las actividades del Pontificio Consejo al servicio de la familia. Saludo y bendigo afectuosamente vuestras personas y todos los hogares que vosotros representáis, particularmente a los niños que han estado en el centro de vuestra preocupación pastoral. ¡Que el Espíritu Santo os sostenga con su luz y su fuerza! ¡Que la Virgen María vele sobre vosotros con toda su ternura!
[DP (1986), 197]
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1. Je suis heureux de vous recevoir. Je constate que le Conseil pontifical pour la Famille tient régulièrement son Assemblée plénière, et peut ainsi bénéficier de l’apport de tous ses membres, et notamment de l’expérience des foyers des divers pays, tout en approfondissant une recherche doctrinale sur les valeurs de la famille qu’il importe tant de promouvoir.
Le thème central choisi pour vos réflexions en cette quatrième Assemblée plénière, “le sacrement du mariage et la mission éducatrice”, aidera sans aucun doute à approfondir les aspects importants de la mission des laïcs dans l’Église. Douze mois seulement nous séparent du prochain Synode des Évêques qui traitera précisément de la vocation et de la mission des laïcs, et cette tâche de l’éducation revêt une importance particulière pour le bien de l’Église et de la société elle-même.
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2. La Constitution du Concile Vatican II sur l’Église, rappelant que les laïcs sont “engagés... dans les conditions ordinaires de la vie familiale et sociale”, affirme qu’ils “sont appelés par Dieu pour travailler comme du dedans à la sanctification du monde, à la façon d’un ferment, en exerçant leurs propres charges sous la conduite de l’esprit évangélique” (1).
Or l’un des éléments propres à la vie familiale est la tâche de l’éducation des enfants. Les parents, qui sont les premiers et principaux responsables de l’éducation de leurs enfants, deviennent ainsi leurs premiers évangélisateurs (2), en conformité avec la vocation du mariage. Ils ont été appelés par Dieu à transmettre la vie humaine et ils contribuent en outre à la régénération que Dieu opère en eux par la foi et par le baptême qui leur donne la vie divine. Ainsi donc –comme le rappelle l’Exhortation Apostolique Familiaris consortio– “grâce au sacrement de mariage, la mission éducative est élevée à la dignité et à la vocation d’un ‘ministère’ authentique de l’Église au service de l’édification de ses membres” (3).
1. Lumen gentium, n. 31.
2. Cfr. Lumen gentium, n. 11 [1964 11 21a/11].
3. Familiaris consortio, n. 38 [1981 11 22/38].
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3. Affirmer la valeur des enfants, c’est, logiquement, reconnaître en même temps les deux aspects inséparables que sont leur procréation et leur éducation. La Constitution pastorale Gaudium et spes présente la procréation et l’éducation des enfants comme le couronnement de l’institution du mariage et de l’amour conjugal (4). L’importance que la doctrine chrétienne sur le mariage attribue à la procréation n’a jamais été et ne peut être reliée au seul aspect génétique ou biologique. Ce qui est demandé dans la constitution du mariage, et pour cette raison exigé dans l’intimité conjugale même, c’est une ouverture à l’enfant auquel on donne la vie et que l’on éduque. L’amour même qui unit les époux les ouvre à l’enfant, qui est le fruit de leur amour. “Le don de soi qui anime les époux entre eux se présente comme le modèle et la norme de celui qui doit se réaliser dans les rapports entre frères et soe urs, et entre les diverses générations qui partagent la vie familiale” (5). Et pour remplir une telle mission, les époux chrétiens “sont fortifiés et comme consacrés par un sacrement spécial” (6).
4. Cfr. Gaudium et spes, n. 48 [1965 12 07c/48].
5. Familiaris consortio, n. 37 [1981 11 22/37].
6. Cfr. Gaudium et spes, n. 48 [1965 12 07c/48].
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4. On ne peut établir une spiritualité du mariage en négligeant ce que sont ses tâches primordiales. La spiritualité conjugale suppose que l’on assume consciemment et volontairement les aspects liés à la vocation d’époux et de parents, qu’on les vive dans la foi, l’espérance et la charité. Ce sont les réalités propres au mariage, telles que l’amour humain, la procréation et l’éducation des enfants, la fidélité, avec chacun des devoirs qu’elles requièrent, qui, vécues dans l’esprit du Christ, sanctifient les époux comme tels. On ne peut non plus opposer les éléments essentiels de cette mission conjugale, ils sont liés les uns aux autres. On ne saurait craindre qu’une attitude responsable dans la transmission de la vie puisse porter directement préjudice à l’amour que les époux ont l’un pour l’autre, à l’éducation des enfants ou encore à la fidélité elle-même. Lorsque, sous prétexte d’être plus attentif à l’un de ces aspects, on en délaisse d’autres, celui-là même que l’on a voulu privilégier n’en est pas pour autant amélioré.
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5. Ce même ensemble de vertus humaines et chrétiennes, propres aux époux qui assument leur mission devant la société civile et devant l’Église, doit être transmis avant toute chose aux enfants. Bien plus, par une sorte d’osmose, les enfants intègrent dans leur vie et leur personnalité ce qu’ils respirent dans le milieu familial et qui est le fruit des vertus que les parents ont mises en oeuvre dans leur propre vie. Le meilleur moyen de ciseler ces vertus dans le coeur des enfants, c’est de les leur présenter gravées dans la vie des parents. Vertus humaines et vertus chrétiennes, harmonieusement et solidement unies, rendent désirable l’idéal perçu chez les parents, et stimulent les enfants à en entreprendre la conquête. C’est ce que dit encore le Concile Vatican II: “Le rôle éducatif des parents est d’une telle importance que, en cas de défaillance, il peut difficilement être suppléé. C’est aux parents, en effet, de créer une atmosphère familiale, animée par l’amour et le respect envers Dieu et les hommes, telle qu’elle favorise l’éducation totale, personnelle et sociale, de leurs enfants. La famille est donc la première école des vertus sociales nécessaires à toute société” (7).
7. Gravissimum educationis, n. 3 [1965 10 28b/3].
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6. Les parents ne sont pas seuls. Pour transmettre les valeurs en faisant découvrir les racines et les fondements, ils ont à collaborer avec l’école. L’école, en effet, en accomplissant sa mission en accord avec les parents, doit inciter les élèves à acquérir une liberté responsable qui les rende capables de vivre dans des milieux et des cultures différents avec la solidité et la cohérence de la vision chrétienne. Aux participants d’un Colloque Juridique, à Rome, je rappelais que, “de leur côté, les pouvoirs publics, reconnaissant ce droit-devoir des parents, doivent favoriser la véritable liberté d’enseignement, afin que l’école coopère, comme un prolongement du foyer familial, à faire grandir les élèves dans ces valeurs fondamentales voulues par ceux qui leur ont donné la vie. Malheureusement, la liberté d’enseignement est en pratique limitée lorsque, à cause de difficultés économiques, les familles ne sont plus à même de choisir l’orientation de formation qui pourrait prolonger leur propre oeuvre éducative. Quand, par ailleurs, l’école choisie se déclare catholique, les parents ont le devoir de veiller à ce que l’éducation qui y est dispensée soit conforme à l’enseignement du Magistère de l’Église, et ils peuvent donc l’exiger. S’il en était autrement, ce serait un abus de confiance qui blesserait la vertu même de la justice” (8).
8. L’Osservatore Romano, 27 avril 1986, n. 6 [1986 04 26/6].
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7. Dans l’accomplissement de ce devoir de formation de leurs enfants, les parents chrétiens trouveront une source d’énergie dans le mystère auquel ils participent par leur mariage et qui est rendu présent dans l’Eucharistie: le Christ qui s’est donné en sacrifice agréable au Père par amour pour l’Église. La vie quotidienne des époux et parents passe à travers la puissance du mystère eucharistique, se transforme en culte spirituel, agréable à Dieu, qui oriente à son tour toutes les réalités du foyer et de la famille vers le sommet du culte chrétien, le don de Jésus-Christ au Père. Adorateurs en esprit et vérité (9), ils exercent leur sacerdoce commun de baptisés en imprégnant leurs activités quotidiennes des vertus théologales, et ils rapportent à Dieu le Père ces valeurs du mariage en union avec le sacrifice du Christ qui se renouvelle dans l’Église par le ministère sacerdotal (10).
9. Cfr. Jn. 4, 23.
10. Cfr. Lumen gentium, n. 34 [1964 11 21a/34].
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8. Nombreuses sont les conséquences pratiques et les orientations pastorales qui découlent de ces vérités pour la vie concrète des couples et des foyers chrétiens. Il conviendra de soutenir toutes les initiatives qui, en accord avec la doctrine de l’Église, promeuvent l’un ou l’autre des aspects de la pastorale familiale. En union avec la hiérarchie de chacun de vos pays, il sera bon de développer les expériences apostoliques de présence sociale qui seront les plus appropriées aux véritables nécessités locales. Dans une liberté authentique, les laïcs chrétiens pourront alors promouvoir les initiatives concrètes, confessionnelles ou non, qui s’adaptent le mieux à leur compétence professionnelle et à leurs divers milieux culturels.
Votre présence ici, comme membres d’un Dicastère de l’Église, confirme cette richesse des initiatives apostoliques qui, pour le bien du mariage et de la famille, se réalisent dans le peuple de Dieu. Certes, vous ne représentez pas directement tous les pays ni tous les mouvements apostoliques. Il n’empêche qu’en tant que Conseil pour la Famille, organisme du Saint-Siège, vous devez accueillir les justes aspirations de tous les fidèles qui, personnellement ou au sein d’associations, se préoccupent du bien de la famille et oeuvrent en ce sens.
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9. Concluons cette rencontre annuelle en rappelant ce passage de Familiaris consortio qui résume bien ce que je vous ai exposé et le thème de vos réflexions: “La conscience aiguë et vigilante de la mission conférée par le sacrement de mariage aidera les parents chrétiens à se consacrer au service éducatif des enfants avec une grande sérénité, et en même temps avec le sens de leur responsabilité devant Dieu qui les appelle et leur confie le soin d’édifier l’Église dans leurs enfants. Ainsi la famille des baptisés, assemblée en tant qu’Église domestique par la Parole et par le Sacrement, devient en même temps, comme l’Église dans son ensemble, Mère et Éducatrice” (11).
C’est dans cette espérance que je forme de fervents souhaits pour les activités de ce Conseil Pontifical au service de la famille. Je salue et je bénis affectueusement vos personnes et tous les foyers que vous représentez, particulièrement les enfants qui ont été au centre de votre sollicitude pastorale. Que l’Esprit Saint vous soutienne de sa lumière et de sa force! Que la Vierge Marie veille sur vous avec toute sa tendresse!
[AAS 79 (1987), 286-290]
11. Familiaris consortio, n. 38 [1981 11 22/38].