[1901] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL COMPROMISO, DIMENSIÓN ESENCIAL DEL AMOR CONYUGAL
Del Discurso La solenne, a la Rota Romana, en la Inauguración del Año Judicial, 22 enero 1999
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2. El monseñor decano ha ilustrado el significado pastoral de vuestro trabajo, mostrando su gran importancia en la vida diaria de la Iglesia. Comparto esa visión, y os aliento a cultivar en todas vuestras intervenciones esa perspectiva, que os pone en plena sintonía con la finalidad suprema de la actividad de la Iglesia (cf. Código de derecho canónico, c. 1742). Ya en otra ocasión aludí a este aspecto de vuestro oficio judicial, con particular referencia a cuestiones procesales (cf. Discurso a la Rota romana, 22 de enero de 1996, en: AAS 88 [1996] 775)[1]. También hoy os exhorto a dar prioridad, en la solución de los casos, a la búsqueda de la verdad, utilizando las formalidades jurídicas solamente como medio para dicho fin. El tema que quiero tratar durante este encuentro es el análisis de la naturaleza del matrimonio y de sus connotaciones esenciales a la luz de la ley natural.
Es bien conocida la contribución que la jurisprudencia de vuestro Tribunal ha dado al conocimiento de la institución del matrimonio, ofreciendo un valiosísimo punto de referencia doctrinal a los demás tribunales eclesiásticos (cf. Discurso a la Rota, en: AAS 73 [1981] 232[2]; Discurso a la Rota, en: AAS 76 [1984] 647 ss[3]; Pastor bonus, art. 126). Esto ha permitido enfocar cada vez mejor el contenido esencial del matrimonio sobre la base de un conocimiento más adecuado del hombre.
Sin embargo, en el horizonte del mundo contemporáneo se perfila un deterioro generalizado del sentido natural y religioso del matrimonio, con consecuencias preocupantes tanto en la esfera personal como en la pública. Como todos saben, hoy no sólo se ponen en tela de juicio las propiedades y las finalidades del matrimonio, sino también el valor y la utilidad misma de esta institución. Aun excluyendo generalizaciones indebidas, no es posible ignorar a este respecto el fenómeno creciente de las simples uniones de hecho (cf. Familiaris consortio, 81, en: AAS 74 [1982] 181 ss[4]), y las insistentes campañas de opinión encaminadas a proporcionar dignidad conyugal a uniones incluso entre personas del mismo sexo.
En un ámbito como éste, en el que prevalece el proyecto corrector y redentor de situaciones dolorosas y a menudo dramáticas, no pretendo insistir en la reprobación y en la condena. Más bien, deseo recordar, no sólo a quienes forman parte de la Iglesia de Cristo Señor, sino también a todas las personas interesadas en el verdadero progreso humano, la gravedad y el carácter insustituible de algunos principios, que son fundamentales para la convivencia humana, y mucho más para la salvaguardia de la dignidad de todas las personas.
[1]. [1996 01 22/ 2-8]
[2]. [1981 01 24/ 2-6]
[3]. [1984 01 26b/ 7-8]
[4]. [1981 11 22/ 81]
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3. El núcleo central y el elemento esencial de esos principios es el auténtico concepto de amor conyugal entre dos personas de igual dignidad, pero distintas y complementarias en su sexualidad.
Es obvio que hay que entender esta afirmación de modo correcto, sin caer en el equívoco fácil, por el que a veces se confunde un vago sentimiento o incluso una fuerte atracción psico-física con el amor efectivo al otro, fundado en el sincero deseo de su bien, que se traduce en compromiso concreto por realizarlo. Ésta es la clara doctrina expresada por el concilio Vaticano II (cf. Gaudium et spes, 49)[5], pero es también una de las razones por las que precisamente los dos Códigos de derecho canónico, el latino y el oriental, que yo promulgué, declaran y ponen como finalidad natural del matrimonio también el bonum coniugum (cf. Código de derecho canónico, c. 1055, § 1[6]; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 776, § 1[7]). El simple sentimiento está relacionado con la volubilidad del alma humana; la sola atracción recíproca, que a menudo deriva sobre todo de impulsos irracionales y a veces aberrantes, no puede tener estabilidad, y por eso con facilidad, si no fatalmente, corre el riesgo de extinguirse.
Por tanto, el amor coniugalis no es sólo ni sobre todo sentimiento; por el contrario, es esencialmente un compromiso con la otra persona, compromiso que se asume con un acto preciso de voluntad. Exactamente esto califica dicho amor, transformándolo en coniugalis. Una vez dado y aceptado el compromiso por medio del consentimiento, el amor se convierte en conyugal, y nunca pierde este carácter. Aquí entra en juego la fidelidad del amor, que tiene su fundamento en la obligación asumida libremente. Mi predecesor el Papa Pablo VI, en un encuentro con la Rota, afirmaba sintéticamente: “Ex ultroneo affectus sensu, amor fit officium devinciens” (AAS 68 [1976] 207)[8].
Ya frente a la cultura jurídica de la antigua Roma, los autores cristianos se sintieron impulsados por el precepto evangélico a superar el conocido principio según el cual el vínculo matrimonial se mantiene mientras perdura la affectio maritalis. A esta concepción, que encerraba en sí el germen del divorcio, contrapusieron la visión cristiana, que remitía el matrimonio a sus orígenes de unidad e indisolubilidad.
[5]. [1965 12 07c/ 49]
[6]. [1983 01 25/ 1055]
[7]. [1990 10 18/ 776]
[8]. [1976 02 09/ 13]
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4. Surge aquí a veces el equívoco de que el matrimonio se identifica o, por lo menos, se confunde con el rito formal y externo que lo acompaña. Ciertamente, la forma jurídica del matrimonio representa una conquista de la civilización, puesto que le confiere importancia y al mismo tiempo lo hace eficaz ante la sociedad que, por consiguiente, asume su defensa. Pero vosotros, juristas, tenéis bien presente el principio según el cual el matrimonio consiste esencial, necesaria y únicamente en el consentimiento mutuo expresado por los contrayentes. Ese consentimiento no es más que la asunción consciente y responsable de un compromiso mediante un acto jurídico con el que, en la entrega recíproca, los esposos se prometen amor total y definitivo. Son libres de celebrar el matrimonio, después de haberse elegido el uno al otro de modo igualmente libre; pero, en el momento en que realizan este acto, instauran un estado personal en el que el amor se transforma en algo debido, también con valor jurídico.
Vuestra experiencia judicial os permite palpar cómo esos principios están arraigados en la realidad existencial de la persona humana. En definitiva, la simulación del consentimiento, por poner un ejemplo, significa atribuir al rito matrimonial un valor puramente exterior, sin que le corresponda la voluntad de una entrega recíproca de amor, o de amor exclusivo, o de amor indisoluble, o de amor fecundo. ¿Ha de sorprender que este tipo de matrimonio esté condenado al fracaso? Una vez desaparecido el sentimiento o la atracción, carece de cualquier elemento de cohesión interna, pues le falta el compromiso oblativo recíproco, el único que podría asegurar su duración.
Algo parecido sucede también en los casos en que tristemente alguien ha sido obligado a contraer matrimonio, o sea, cuando una imposición externa grave lo ha privado de la libertad, que es el presupuesto de toda entrega amorosa voluntaria.
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5. A la luz de estos principios, puede establecerse y comprenderse la diferencia esencial que existe entre una mera unión de hecho, aunque se afirme que ha surgido por amor, y el matrimonio, en el que el amor se traduce en un compromiso no sólo moral, sino también rigurosamente jurídico. El vínculo, que se asume recíprocamente, desarrolla desde el principio una eficacia que corrobora el amor del que nace, favoreciendo su duración en beneficio del cónyuge, de la prole y de la misma sociedad.
A la luz de los principios mencionados, se pone de manifiesto también qué incongruente es la pretensión de atribuir una realidad “conyugal” a la unión entre personas del mismo sexo. Se opone a esto, ante todo, la imposibilidad objetiva de hacer fructificar el matrimonio mediante la transmisión de la vida, según el proyecto inscrito por Dios en la misma estructura del ser humano. Asimismo, también se opone a ello la ausencia de los presupuestos para la complementariedad interpersonal querida por el Creador, tanto en el plano físico-biológico como en el eminentemente psicológico, entre el varón y la mujer. Únicamente en la unión entre dos personas sexualmente diversas puede realizarse la perfección de cada una de ellas, en una síntesis de unidad y mutua complementariedad psico-física. Desde esta perspectiva, el amor no es un fin en sí mismo, y no se reduce al encuentro corporal entre dos seres; es una relación interpersonal profunda, que alcanza su culmen en la entrega recíproca plena y en la cooperación con Dios Creador, fuente última de toda nueva existencia humana.
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6. Como es sabido, estas desviaciones de la ley natural, inscrita por Dios en la naturaleza de la persona, quisieran encontrar su justificación en la libertad, que es prerrogativa del ser humano. En realidad, se trata de una justificación pretenciosa. Todo creyente sabe que la libertad es, como dice Dante, “el mayor don que Dios, por su largueza, hizo al crear y el más conforme a su bondad” (Paraíso 5, 19-21); pero es un don que hay que entender bien, para no convertirlo en ocasión de obstáculo para la dignidad humana. Concebir la libertad como licitud moral o incluso jurídica para infringir la ley significa alterar su verdadera naturaleza. En efecto, ésta consiste en la posibilidad que tiene el ser humano de aceptar responsablemente, es decir, con una opción personal, la voluntad divina expresada en la ley, para asemejarse así cada vez más a su Creador (cf. Gn 1, 26).
Ya escribí en la encíclica Veritatis splendor: “El hombre es ciertamente libre, dado que puede comprender y acoger los mandamientos de Dios. Y posee una libertad muy amplia, porque puede comer “de cualquier árbol del jardín”. Pero esta libertad no es ilimitada: el hombre debe detenerse ante el árbol de la ciencia del bien y del mal, por estar llamado a aceptar la ley moral que Dios le da. En realidad, la libertad del hombre encuentra su verdadera y plena realización en esta aceptación. Dios, el único que es bueno, conoce perfectamente lo que es bueno para el hombre, y en virtud de su mismo amor se lo propone en los mandamientos” (n. 35: AAS 85 [1993] 1161).
Por desgracia, la crónica diaria confirma ampliamente los tristes frutos que terminan por producir esas aberraciones de la norma divino-natural. Parece que se repite en nuestros días la situación que narra el apóstol san Pablo en la carta a los Romanos: “Sicut non probaverunt Deum habere in notitia, tradidit eos Deus in reprobum sensum, ut faciant quae non conveniunt” (Rm 1, 28).
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7. La alusión obligada a los problemas del momento actual no debe inducir al desaliento ni a la resignación. Por el contrario, debe impulsar a un compromiso más decidido y ponderado. La Iglesia y, por consiguiente, la ley canónica, reconocen a todos la facultad de contraer matrimonio (cf. Código de derecho canónico, c. 1058[9]; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 778[10]); pero esa facultad sólo la pueden ejercer “qui iure non prohibentur” (ib.)[11]. Éstos son, en primer lugar, los que tienen suficiente madurez psíquica, en su doble componente: intelectivo y volitivo, además de la capacidad de cumplir las obligaciones esenciales de la institución matrimonial (cf. Código de derecho canónico, c. 1095[12]; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 818[13]). A este propósito, no puedo menos de recordar una vez más lo que dije, precisamente ante este Tribunal, en los discursos de los años 1987 y 1988 (cf. AAS 79 [1987] 1453 ss[14]; AAS 80 [1988] 1178 ss[15]): una dilatación indebida de dichas exigencias personales, reconocidas por la ley de la Iglesia, terminaría por infligir un gravísimo vulnus a ese derecho al matrimonio, que es inalienable y no depende de ninguna potestad humana.
No voy a examinar aquí las otras condiciones establecidas por las normas del derecho canónico para un consentimiento matrimonial válido. Me limito a subrayar la grave responsabilidad que tienen los pastores de la Iglesia de Dios de proporcionar una formación adecuada y seria a los novios con vistas al matrimonio. En efecto, sólo así se pueden suscitar, en el corazón de quienes se preparan para celebrar su boda, las condiciones intelectuales, morales y espirituales necesarias a fin de actuar la índole natural y sacramental del matrimonio.
Queridos prelados y oficiales, encomiendo estas reflexiones a vuestra mente y a vuestro corazón, conociendo bien el espíritu de fidelidad que anima vuestro trabajo, con el que queréis aplicar plenamente las normas de la Iglesia, buscando el verdadero bien del pueblo de Dios.
Como consuelo para vuestro esfuerzo, os imparto con afecto a todos vosotros aquí presentes, y a cuantos están relacionados de algún modo con el Tribunal de la Rota romana, la bendición apostólica.
[OR (e.c.) 5.II.1999, 13-14]
[9]. [1983 01 25/ 1058]
[10]. [1990 10 18/ 778]
[11]. [1983 01 25/ 1058; 1990 10 18/ 778]
[12]. [1983 01 25/ 1095]
[13]. [1990 10 18/ 818]
[14]. [1987 02 05/ 5-9]
[15]. [1988 01 25/ 2-14]
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2. Monsignor Decano si è soffermato sul significato pastorale del vostro lavoro, mostrandone la grande rilevanza nella quotidiana vita della Chiesa. Condivido una simile visione e vi incoraggio a coltivare in ogni vostro intervento questa prospettiva, che vi pone in piena sintonia con la finalità suprema dell’attività della Chiesa (cfr can. 1742 C.I.C.). Già altra volta ho avuto occasione di accennare a questo aspetto del vostro ufficio giudiziario, con particolare riferimento a questioni processuali (cfr. Discorso alla Rota del 22 gennaio 1996, in: AAS 88 [1996], 775)[1]. Anche oggi vi esorto a dare prevalenza, nella soluzione dei casi, alla ricerca della verità, facendo uso delle formalità giuridiche soltanto come mezzo per tale fine. L’argomento su cui intendo soffermarmi nell’odierno incontro è l’analisi della natura del matrimonio e delle sue essenziali connotazioni alla luce della legge naturale.
È ben noto l’apporto che la giurisprudenza del vostro Tribunale ha dato alla conoscenza dell’istituto matrimoniale, offrendo un validissimo punto di riferimento dottrinale agli altri Tribunali ecclesiastici (cfr Discorso alla Rota, in: AAS 73 [1981], 232[2]; Discorso alla Rota, in: AAS 76 [1984], 647 s.[3]; Const. Ap. Pastor Bonus, art. 126). Ciò ha consentito di focalizzare sempre meglio il contenuto essenziale del coniugio sulla base di una più adeguata conoscenza dell’uomo.
All’orizzonte del mondo contemporaneo, tuttavia, si profila un diffuso deterioramento del senso naturale e religioso delle nozze, con riflessi preoccupanti sia nella sfera personale che in quella pubblica. Come tutti sanno, oggi non si mettono in discussione soltanto le proprietà e le finalità del matrimonio, ma il valore e l’utilità stessa dell’istituto. Pur escludendo indebite generalizzazioni, non è possibile ignorare, al riguardo, il fenomeno crescente delle semplici unioni di fatto (cfr Adhort. ap. Familiaris consortio, 81, in: AAS 74 [1982], 181 s.[4]), e le insistenti campagne d’opinione volte ad ottenere dignità coniugale ad unioni anche fra persone appartenenti allo stesso sesso.
Non è mio intendimento in una sede come questa, ove è prevalente il progetto correttivo e redentivo di situazioni dolorose e spesso drammatiche, insistere nella deplorazione e nella condanna. Desidero piuttosto richiamare, non soltanto a coloro che fanno parte della Chiesa di Cristo Signore, ma altresì a tutte le persone sollecite del vero progresso umano, la gravità e l’insostituibilità di alcuni principi, che sono basilari per l’umana convivenza, ed ancor prima per la salvaguardia della dignità di ogni persona.
[1]. [1996 01 22/ 2-8]
[2]. [1981 01 24/ 2-6]
[3]. [1984 01 26b/ 7-8]
[4]. [1981 11 22/ 81]
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3. Nucleo centrale ed elemento portante di tali principi è l’autentico concetto di amore coniugale fra due persone di pari dignità, ma distinte e complementari nella loro sessualità.
L’affermazione, ovviamente, deve essere intesa in modo corretto, senza cadere nel facile equivoco, per cui talora si confonde un vago sentimento od anche una forte attrazione psico-fisica con l’amore effettivo dell’altro, sostanziato di sincero desiderio del suo bene, che si traduce in impegno concreto per realizzarlo. Questa è la chiara dottrina espressa dal Concilio Vaticano II (cfr Gaudium et spes, 49)[5], ma è altresì una delle ragioni per le quali proprio i due Codici di Diritto Canonico, latino e orientale, da me promulgati, hanno dichiarato e posto come naturale finalità del connubio anche il bonum coniugum (cfr can. 1055 § 1 C.I.C.[6]; can. 776 § 1 C.C.E.O.[7]). Il semplice sentimento è legato alla mutevolezza dell’animo umano; la sola reciproca attrazione poi, spesso derivante soprattutto da spinte irrazionali e talora aberranti, non può avere stabilità ed è quindi facilmente, se non fatalmente, esposta ad estinguersi.
L’amor coniugalis, pertanto, non è solo né soprattutto sentimento; è invece essenzialmente un impegno verso l’altra persona, impegno che si assume con un preciso atto di volontà. Proprio questo qualifica tale amor rendendolo coniugalis. Una volta dato ed accettato l’impegno per mezzo del consenso, l’amore diviene coniugale, e mai perde questo carattere. Qui entra in gioco la fedeltà dell’amore, che ha la sua radice nell’obbligo liberamente assunto. Il mio Predecessore, il papa Paolo VI, in un suo incontro con la Rota, sinteticamente affermava: “Ex ultroneo affectus sensu, amor fit officium devinciens” (AAS 68 [1976], 207)[8].
Già di fronte alla cultura giuridica dell’antica Roma, gli autori cristiani si sentirono spinti dal dettato evangelico a superare il noto principio per cui tanto sta il vincolo coniugale quanto perdura l’affectio maritalis. A questa concezione, che conteneva in sè il germe del divorzio, essi contrapposero la visione cristiana, che riportava il matrimonio alle sue origini di unità e di indissolubilità.
[5]. [1965 12 07c/ 49]
[6]. [1983 01 25/ 1055]
[7]. [1990 10 18/ 776]
[8]. [1976 02 09/ 13]
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4. Sorge qui talora l’equivoco secondo il quale il matrimonio è identificato o comunque confuso col rito formale ed esterno che lo accompagna. Certamente, la forma giuridica delle nozze rappresenta una conquista di civiltà, poichè conferisce ad esse rilevanza ed insieme efficacia dinanzi alla società, che conseguentemente ne assume la tutela. Ma a voi, giuristi, non sfugge il principio per cui il matrimonio consiste essenzialmente, necessariamente ed unicamente nel consenso mutuo espresso dai nubendi. Tale consenso altro non è che l’assunzione cosciente e responsabile di un impegno mediante un atto giuridico col quale, nella donazione reciproca, gli sposi si promettono amore totale e definitivo. Liberi essi sono di celebrare il matrimonio, dopo essersi vicendevolmente scelti in modo altrettanto libero, ma nel momento in cui pongono questo atto essi instaurano uno stato personale in cui l’amore diviene qualcosa di dovuto, con valenze di carattere anche giuridico. La vostra esperienza giudiziaria vi fa toccare con mano come detti principi siano radicati nella realtà esistenziale della persona umana. In definitiva, la simulazione del consenso, per portare un esempio, altro non significa che dare al rito matrimoniale un valore puramente esteriore, senza che ad esso corrisponda la volontà di una donazione reciproca di amore, o di amore esclusivo, o di amore indissolubile o di amore fecondo. Come meravigliarsi che un simile matrimonio sia votato al naufragio? Una volta cessato il sentimento o l’attrazione, esso risulta privo di ogni elemento di coesione interna. Manca, infatti, quel reciproco impegno oblativo che, solo, potrebbe assicurarne il perdurare.
Qualcosa di simile vale anche per i casi in cui dolosamente qualcuno è stato indotto al matrimonio, ovvero quando una costrizione esterna grave ha tolto la libertà che è il presupposto di ogni volontaria dedizione amorosa.
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5. Alla luce di questi principi può essere stabilita e compresa l’essenziale differenza esistente fra una mera unione di fatto –che pur si pretenda originata da amore– e il matrimonio, in cui l’amore si traduce in impegno non soltanto morale, ma rigorosamente giuridico. Il vincolo, che reciprocamente s’assume, sviluppa di rimando un’efficacia corroborante nei confronti dell’amore da cui nasce, favorendone il perdurare a vantaggio della comparte, della prole e della stessa società. È alla luce dei menzionati principi che si rivela anche quanto sia incongrua la pretesa di attribuire una realtà “coniugale” all’unione fra persone dello stesso sesso. Vi si oppone, innanzitutto, l’oggettiva impossibilità di far fruttificare il connubio mediante la trasmissione della vita, secondo il progetto inscritto da Dio nella stessa struttura dell’essere umano. È di ostacolo, inoltre, l’assenza dei presupposti per quella complementarità interpersonale che il Creatore ha voluto, tanto sul piano fisico-biologico quanto su quello eminentemente psicologico, tra il maschio e la femmina. È soltanto nell’unione fra due persone sessualmente diverse che può attuarsi il perfezionamento del singolo, in una sintesi di unità e di mutuo completamento psico-fisico. In questa prospettiva, l’amore non è fine a se stesso, e non si riduce all’incontro corporale fra due esseri, ma è una relazione interpersonale profonda, che raggiunge il suo coronamento nella donazione reciproca piena e nella cooperazione con Dio Creatore, sorgente ultima di ogni nuova esistenza umana.
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6. Com’è noto, queste deviazioni dalla legge naturale, inscritta da Dio nella natura della persona, vorrebbero trovare la loro giustificazione nella libertà che è prerogativa dell’essere umano. In realtà, si tratta di giustificazione pretestuosa. Ogni credente sa che la libertà è –come dice Dante– “lo maggior don che Dio per sua larghezza / fêsse creando ed alla sua bontade / più conformato” (Par. 5, 19-21), ma è dono che va bene inteso per non trasformarsi in occasione di inciampo per l’umana dignità. Concepire la libertà come liceità morale od anche giuridica di infrangere la legge significa travisarne la vera natura. Questa, infatti, consiste nella possibilità che l’essere umano ha di uniformarsi responsabilmente, cioè con scelta personale, al volere divino espresso nella legge, per diventare così sempre più somigliante al suo Creatore (cfr Gn 1, 26).
Scrivevo già nell’Enciclica Veritatis splendor: “L’uomo è certamente libero, dal momento che può comprendere ed accogliere i comandi di Dio. Ed è in possesso d’una libertà quanto mai ampia, perchè può mangiare “di tutti gli alberi del giardino”. Ma questa libertà non è illimitata: deve arrestarsi di fronte all’“albero della conoscenza del bene e del male”, essendo chiamata ad accettare la legge morale che Dio dà all’uomo. In realtà, proprio in questa accettazione la libertà dell’uomo trova la sua vera e piena realizzazione. Dio, che solo è buono, conosce perfettamente ciò che è buono per l’uomo, e in forza del suo stesso amore glielo propone nei comandamenti” (cfr AAS 85 [1993], 1161 s.).
La cronaca quotidiana reca, purtroppo, ampie conferme circa i miserevoli frutti che tali aberrazioni dalla norma divino-naturale finiscono per produrre. Sembra quasi che si ripeta ai nostri giorni la situazione di cui Paolo Apostolo parla nella lettera ai Romani: “Sicut non probaverunt Deum habere in notitia, tradidit eos Deus in reprobum sensum, ut faciant quae non conveniunt” (Rm 1, 28).
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7. L’accenno doveroso ai problemi dell’ora presente non deve indurre allo scoraggiamento né alla rassegnazione. Deve anzi stimolare ad un impegno più deciso e più mirato. La Chiesa e, conseguentemente, la legge canonica riconoscono ad ogni uomo la facoltà di contrarre matrimonio (cfr can. 1058 C.I.C.[9]; can. 778 C.C.E.O.[10]); una facoltà, tuttavia, che può essere esercitata soltanto da coloro “qui iure non prohibentur” (ibid.)[11]. Tali sono, in primo luogo, coloro che hanno una sufficiente maturità psichica nella duplice componente intellettiva e volitiva, insieme con la capacità di adempiere gli oneri essenziali dell’istituto matrimoniale (cfr can. 1095 C.I.C.[12]; can. 818 C.C.E.O.[13]). In proposito, non posso non richiamare ancora una volta quanto ebbi a dire, proprio dinanzi a questo Tribunale, nei discorsi degli anni 1987 e 1988 (cfr AAS 79 [1987], 1453 ss.[14]; AAS 80 [1988], 1178 ss.[15]): una indebita dilatazione di dette esigenze personali, riconosciute dalla legge della Chiesa, finirebbe per infliggere un gravissimo vulnus a quel diritto al matrimonio che è inalienabile e sottratto a qualsiasi potestà umana.
Non mi soffermo qui sulle altre condizioni poste dalla normativa canonica per un valido consenso matrimoniale. Mi limito a sottolineare la grave responsabilità che incombe ai Pastori della Chiesa di Dio di curare una adeguata e seria preparazione dei nubendi al matrimonio: solo così, infatti, si possono suscitare nell’animo di coloro che si apprestano a celebrare le nozze le condizioni intellettuali, morali e spirituali, necessarie per realizzare la realtà naturale e sacramentale del matrimonio.
Queste riflessioni, carissimi Prelati ed Officiali, affido alle vostre menti e ai vostri cuori, ben conoscendo lo spirito di fedeltà che anima il vostro lavoro, mediante il quale intendete dare attuazione piena alle norme della Chiesa, nella ricerca del vero bene del Popolo di Dio.
A conforto della vostra fatica imparto con affetto a tutti voi qui presenti, ed a quanti sono in qualche modo collegati al Tribunale della Rota Romana, la Benedizione Apostolica.
[OR 20.I.1999, 4]
[9]. [1983 01 25/ 1058]
[10]. [1990 10 18/ 778]
[11]. [1983 01 25/ 1058; 1990 10 18/ 778]
[12]. [1983 01 25/ 1095]
[13]. [1990 10 18/ 818]
[14]. [1987 02 05/ 5-9]
[15]. [1988 01 25/ 2-14]