[1907] • JUAN PABLO II (1978-2005) • VIVIR EL “EVANGELIO DE LA VIDA”
De la Carta As you gather, al Cardenal William Henry Keeler, Arzobispo de Baltimore y Presidente de la Comisión Episcopal para las Actividades Pro-vida, 20 febrero 1999
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[2.–] Durante la Asamblea especial para América del Sínodo de los obispos del año pasado, los obispos del continente insistieron de forma inequívoca en el deber del cristiano de defender y promover la vida humana desde el momento de su concepción hasta el de su muerte natural, y elogiaron a quienes han cumplido con generosidad y valentía este deber (cf. Ecclesia in America, 63)[1]. Más recientemente, los obispos de Estados Unidos han publicado la declaración “Vivir el evangelio de la vida: un desafío para los católicos norteamericanos”, que se hace eco espléndidamente de la voz del Sínodo y de la enseñanza de mi carta encíclica Evangelium vitae. Vuestro encuentro es un signo más de que en Estados Unidos el evangelio de la vida ha encontrado un terreno fértil en el que puede crecer y dar fruto, precisamente porque ilumina una cuestión de suma importancia para la sociedad, una cuestión tan esencial que nadie puede permanecer indiferente.
[1]. [1999 01 22c/ 63]
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[3.–] Al final del siglo XX estamos asistiendo a una paradoja singular: se niega el carácter sagrado de la vida humana apelando a la libertad, a la democracia, al pluralismo e, incluso, a la razón y a la compasión. Como subraya la declaración de los obispos, las palabras han perdido su significado (cf. Vivir el evangelio de la vida, 11), y nos hemos quedado con una retórica en la que el lenguaje de la vida se utiliza para promover la cultura de la muerte. La libertad se ha separado de la verdad, y la democracia, de los valores morales necesarios para su supervivencia; una noción errónea de pluralismo pierde de vista el bien común; la razón con frecuencia se niega a ocuparse de las verdades que trascienden la experiencia empírica; y un falso sentido de compasión es incapaz de afrontar los límites y las exigencias de nuestra naturaleza de seres creados y dependientes. Se invoca constantemente el lenguaje de los derechos humanos, mientras que se viola continuamente el más elemental de los derechos, el derecho a la vida. Los obispos han identificado la fuente de esta contradicción en la confusión moral que deriva inevitablemente de “la reestructuración gradual de la cultura norteamericana según los ideales de utilidad, productividad y rentabilidad” (ib., 3). A menudo la confusión es tan grande que mucha gente cree que la opinión de la mayoría determina la diferencia entre bien y mal, e incluso los puntos de apoyo tradicionales de la vida humana, como la familia, el derecho y la medicina, algunas veces se ponen al servicio de la cultura de la muerte.
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[4.–] En estas circunstancias, los cristianos deben actuar. Se trata de una exigencia fundamental no sólo del seguimiento de Cristo, sino también de la democracia, que florece cuando “las personas convencidas exponen con gran vigor sus opiniones, con todos los medios éticos y legales de que disponen” (ib., 24). Esto no es fácil en una situación en la que a veces se tergiversa deliberadamente la doctrina de la Iglesia y se desprecia a quienes la promueven. Pero no podéis permitir que nada de esto enturbie vuestra visión o disminuya vuestras energías.
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[5.–] Es preciso que vuestra acción se lleve a cabo tanto en el campo de la educación como en el de la política. Debe darse una catequesis completa sobre el evangelio de la vida en todos los ámbitos de la comunidad católica. Los católicos sufren un gran influjo del ambiente cultural que los rodea y, por tanto, es preciso que esta catequesis afronte los aspectos de la cultura dominante que amenazan la dignidad y los derechos humanos. Esta catequesis tiene como objetivo el cambio de percepción y la transformación del corazón que acompaña a la verdadera conversión (cf. Ef 4, 23). La llamada a la conversión debe resonar en vuestros hogares, parroquias y escuelas, con completa confianza en que la doctrina de la Iglesia acerca de la inviolabilidad de la vida está plenamente de acuerdo tanto con la recta razón como con las más profundas aspiraciones del corazón humano. Este esfuerzo educativo abrirá cada vez más el camino para que los católicos ejerzan una influencia pública positiva como ciudadanos de su país, sin invocar falsamente la separación entre Iglesia y Estado con el fin de relegar la visión cristiana de la dignidad humana a la esfera de las opiniones privadas. La opción en favor de la vida no es una opción privada, sino una exigencia básica de una sociedad justa y moral.
[OR (e.c.) 12.III.1999, 9]
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[2.–] At last year’s Special Assembly for America of the Synod of Bishops, the Bishops of the continent were unequivocal in their insistence upon the Christian duty to defend and promote human life from the moment of conception to that of natural death, and they abundantly praised those who have generously and courageously undertaken that duty (cf. Ecclesia in America, 63)[1]. More recently, the United States Bishops have issued the Statement Living the Gospel of Life: A Challenge to American Catholics, which splendidly echoes the voice of the Synod and the teaching of my own Encyclical Letter Evangelium Vitae. Your meeting is another sign that in the United States of America the Gospel of Life has found fertile ground in which to grow and bear fruit, precisely because it sheds light on a matter of critical importance for society, a matter so essential that no one can remain indifferent.
[1]. [1999 01 22c/ 63]
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[3.–] At the end of the twentieth century we are witnessing a strange paradox: the sanctity of human life is being denied by an appeal to freedom, democracy, pluralism, even reason and compassion. As the Bishops’ Statement points out, words have become unmoored from their meaning (cf. Living the Gospel of Life, 11), and we are left with a rhetoric in which the language of life is used to promote the culture of death. Freedom is sundered from truth, and democracy from the moral values required for its survival; a faulty notion of pluralism loses sight of the common good; reason often refuses to engage the truths which transcend empiric experience; and a false sense of compassion is incapable of facing the limits and demands of our nature as created and dependent beings. The language of human rights is constantly invoked while the most basic of them –the right to life– is repeatedly disregarded. The Bishops have identified the source of this contradiction in the moral confusion which comes inevitably with “the gradual restructuring of American culture according to ideals of utility, productivity and cost-effectiveness” (Living the Gospel of Life, 3). So great is the confusion at times that for many people the difference between good and evil is determined by the opinion of the majority, and even the time-honored havens of human life –the family, the law and medicine– are sometimes made to serve the culture of death.
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[4.–] At such a time, Christians must act. This is a fundamental demand not only of discipleship but also of democracy, which flourishes when “people of conviction struggle vigorously to advance their beliefs by every ethical and legal means at their disposal” (Living the Gospel of Life, 24). This is not easy in a situation where there is at times deliberate falsification of the Church’s teaching and scorn for those who promote it. Yet none of this can be allowed to blur your vision or diminish your energies.
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[5.–] Your action needs to be both educational and political. There must be a thorough catechesis on the Gospel of Life at all levels of the Catholic community. Catholics imbibe much of their surrounding culture, and therefore this catechesis needs to challenge the prevailing culture at those points where human dignity and rights are threatened. Such a catechesis has as its goal that shift of perception and change of heart which accompany true conversion (cf. Eph 4, 23). The call to conversion must ring out in your homes, in your parishes and in your schools, with complete confidence that the Church’s teaching about the inviolability of life is deeply in tune with both right reason and the deepest longings of the human heart. This educational effort will increasingly open the way for Catholics to exercise a positive public influence as citizens of their country, without false appeals to the separation of Church and State in a way that consigns the Christian vision of human dignity to the realm of private belief. The choice in favor of life is not a private option but a basic demand of a just and moral society.
[OR 4.III.1999, 5]